Tenía el propósito de
dedicar este artículo a un grupo de escritores franceses que en los últimos
años he ido siguiendo y que merecen al menos una recomendación a los lectores.
Iba a citar a Philippe Claudel, a Pierre Michon, a la siempre pasional Delphine
de Vigan, o los entrañables Inés Cagnati y Philippe Delerm, por no citar al ya
clásico Michel Houellebecq y al deslumbrante Pierre Lemaitre, y tantos otros.
Pero se me han cruzado últimamente dos novelas a las que no me resisto dedicar
al menos uno de estos artículos. Las dos están en la misma línea narrativa: la
novela autobiográfica (otro ejemplo, el descarnado relato ‘Nada se opone a la
noche’ de la Vigan), y las dos en la misma línea, en mi opinión, intencional.
Me refiero a ‘Un buen hijo’ de Pascal Bruckner y a ‘Una novela rusa’ de
Enmanuel Carrère. Con la primera ya me despaché a gusto en una entrada de mi
blog (http://colomapepelopez.blogspot.com/)
y a ella remito al lector curioso. Y así como no pude dejar pasar la ocasión
con la de Bruckner tampoco me resisto, como he dicho, a la segunda. Y la verdad
es que empieza bien. La historia del húngaro loco que ha permanecido yo no sé
cuántos años en un manicomio de la ciudad rusa de Kotelnich y ahora devuelto a
una casa y una familia que ya ha olvidado en calidad del “último prisionero de
la II Guerra Mundial” tiene, no lo niego, cierto interés. Pero aquí se acaba
este y empieza la larga travesía de una lectura que termina por ser insufrible.
¿Motivo de este cambio tan radical? La literatura de “mi yo”. A partir de aquí
la novela “rusa” es una sucesión de acontecimientos que, bajo la supuesta
intención de saldar cuentas con su familia de origen ruso, especialmente con un
antepasado precisamente gobernador de Kotelnich y, sobre todo, con su abuelo
materno, dichos acontecimientos solo sirven para que Carrère nos haga una
exaltación de su “yo” en sus más variados registros: familiar, personal,
social, literario… Y que tiene como uno de los sucesos más importantes su
relación amorosa con la joven Sophie; una muchacha hermosa pero con un
lamentable complejo de inferioridad, porque (¡claro!) está muy buena, pero es
de extracción plebeya, con amigos de cultura justita que no les llegan a la suela
del zapato intelectual a los amigos de Carrère. Que la pobre Sophie no haya
seguido al pie de la letra las indicaciones, escrupulosamente preparadas por su
amante, para leer en un tren un relato erótico (incluido en la novela) que
había publicado ex profeso en Le Monde, desencadena una tormenta
emocional que termina con la ruptura de la pareja. Un análisis de las
turbulencias sentimentales en el que se recrea el autor que resulta por
momentos patética. Como patético es el rodaje de una película sobre Kotelnich
que también nos describe Carrère, aunque bordeando ya el ridículo son las
referencias que va incluyendo en el relato, en pleno tormento pasional, de los
correos de admiración que recibe de los lectores que tuvieron la oportunidad de
leer el relato erótico de marras. En resumidas cuentas, una novela en la que el
autor no para de decirnos lo encantado que está de conocerse y de lo
agradecidos que debemos estar los demás mortales por sus novelas. Pues con su
yo se lo coma. José López Romero.
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