Cuando
le hicieron el tercer encargo, una biografía de aquel político inepto que había
sido una verdadera ruina para su país, respiró aliviado. Se había metido en
algunas deudas (un hermoso ático con vistas al mar) y ese nuevo libro le reportaría
unos ingresos que le iban a venir muy bien para reducir la hipoteca y pagar la
decoración caprichosa de su mujer. En la editorial de toda su vida de escritor
estaba bien considerado, aunque no dejaba de ser un autor de segunda fila, muy
por debajo en emolumentos y prestigio de las grandes firmas con que aquella
editorial contaba. Sin embargo, era una pluma disciplinada, en absoluto
conflictiva, sumisa y que aceptaba hasta de buen grado las campañas de promoción
y, sobre todo, obediente a las líneas comerciales de la empresa. Sin ir más
lejos, le habían recomendado que en la manera de lo posible (aunque bien sabía
que esta expresión era un simple eufemismo que escondía una verdadera
imposición), tratara al infame político con cierta benevolencia, (“tú ya sabes
–le habían dicho- una página de fracasos y cuatro de éxitos”), porque su
partido había prometido hacer una aportación económica para su publicación; una
cantidad apreciable que él no acertaba a imaginar de dónde iba a salir pero que
poco o nada le importaba porque, al fin y al cabo, de ahí iban a salir sus
honorarios. Una obediencia que él prolongaba hasta en sus artículos
periodísticos que publicaba en los diarios más afines a esa línea ideológica o
(¿para qué engañarnos?) puramente comercial de su editorial. Unas semanas atrás
le habían llegado felicitaciones por un artículo titulado “Violencia”, en el
que denunciaba la situación de la mujer en nuestro país a todos los niveles. Un
artículo repleto de tópicos manipulados, pero que él sabía sentaba muy bien en
ciertas esferas. Lo mismo en su propia editorial se discriminaba a las mujeres
en salarios, en puestos de trabajo, pero eso a él tampoco le interesaba. Sin
embargo, en su fuero interno él reconocía que toda su literatura, la de
encargo, en la que se había convertido en un especialista, y las novelas y
relatos que tenían a bien publicar de vez en cuando, aunque un poco a
regañadientes porque apenas cubrían gastos, más algún que otro poemario
totalmente deficitario, no era el tipo de literatura que él había soñado
escribir. Muchas de sus páginas no eran más que agujeros negros, llenas muchas
de ellas hasta de incorrecciones porque las urgencias de tiempo no le habían
permitido hacerles una última revisión, páginas llenas de mentiras, escritas
contra sus lectores y contra la literatura misma, con la que –reconocía- no se
había portado como un buen hijo. Pero mirando al mar desde la terraza de su
flamante ático, con un vaso de whisky en la mano como si fuera su pequeña y
diaria dosis de cinismo de la que ya no podía prescindir, pensaba que él no era
culpable de todo aquello, en todo caso una víctima más de un mundo podrido por
la crisis y por los resultados económicos, un mundo que se bastardeaba hasta en
lo más sagrado: la palabra desnuda, limpia y verdadera de la literatura. José
López Romero.
Maestro, no me negará que lo único sagrado es el dinero. Todo lo demás...literatura.
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