“Sospecho que
esta novela debe de ser una gran novela”, me dijo el otro día una amiga a la
que no dudo en considerar una lectora inteligente y capaz de distinguir lo
bueno de lo malo, la buena de la mala literatura. Y es que ante ciertos nombres
que forman parte del parnaso actual, muchos lectores terminan por agachar la
cabeza, algunos hasta se ponen de rodillas en una veneración casi religiosa que
les embota no sólo los sentidos, sino hasta el poder de discernimiento. Y sin
embargo, en más de un caso esta elevación a los cielos de las letras se debe a
campañas publicitarias bien diseñadas, con toda la artillería de medios de
comunicación potentes puesta a disposición del encumbrado, cuya calidad
literaria aparece y desaparece, como el Guadiana, entre sus libros. No todo lo
que escribe un determinado autor debe ser bueno, por el simple hecho de
llamarse como se llame, y porque ese nombre haya terminado por considerarse sagrado
en ciertos círculos de influencia. El miedo infundado de enseñar nuestras
vergüenzas de lector limitado o fácil, nos lleva a ocultar nuestra opinión de
lo que nos ha parecido un verdadero bodrio. Es el eterno cuento del traje del
rey convertido en crítica literaria: nadie se atreve a gritar que el rey va
desnudo por temor a las distintas represalias que cambian según las versiones
de la tradición oral. Y son tantas las circunstancias que pueden hacer mala una
novela, las cuales se escapan a los lectores, que no debemos renunciar a
nuestro espíritu crítico por mucho nombre y muy venerado que éste sea: el tirón
comercial, que incluso ha obligado a más de uno a desempolvar viejas novelas de
juventud; las urgencias en el cumplimiento del contrato firmado con la
editorial y ya cobrado y gastado; la literatura fácil, etc. “Por eso dejé yo
–me decía en la misma reunión otra lectora igualmente inteligente- de leer a
cierto autor, porque en las continuaciones de cierta saga detectivesca me
parecía que se aprovechaba del éxito de la primera novela”. Y nada de sospecha,
con toda la razón del mundo. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 26 de mayo de 2012
viernes, 18 de mayo de 2012
EL MÉTODO
Federico Zandomeneghi |
Era tal su
admiración por Paul Auster desde que cayeron en sus manos las primeras novelas
del escritor norteamericano, que para él era como un ritual la lectura de sus
nuevas publicaciones, las mismas que se apresuraba a comprar en cuanto aparecían
en los escaparates de las librerías. Con devoción casi mística se sumergía en
las páginas de aquellas “obras de arte” sin que problema externo lograra
distraerlo o lo sacara de su arrobo. Y allá por los años finales de la década
de los noventa leyó o devoró “Leviatán”, que años antes había obtenido el
premio Médicis. Pero el personaje que más le fascinó de aquella novela fue
María Turner, aquella fotógrafa que perseguía durante todo un día a la primera
persona que se cruzaba por la calle por la mañana, y le iba haciendo fotos
clandestinas para después imaginarse su vida; en verdad, aquella María Turner
era todo un personaje lleno de posibilidades literarias. Y aquel era, lo tenía
decidido, el método que necesitaba para convertirse él también en escritor,
como lo eran el complejo Sachs y Peter Aaron, los protagonistas del relato de
Auster. Y durante años se dedicó a perseguir a personas por la calle, anotar
sus movimientos, sus conversaciones, hacer fotos sin ser visto por sus
observados, y de ellos fue sacando toda la información que después convertía en
novelas, pequeños relatos y hasta ensayos del comportamiento humano. El método
funcionaba a la perfección y la materia de trabajo era sin duda inacabable; en
realidad no había encontrado un método sino un filón inagotable, sólo tenía que
sentarse en la terraza de un bar observar y escuchar, y la novela se escribía
sola. Y cuando ya disfrutaba de una más que holgada posición económica y un
cierto prestigio en los círculos intelectuales del país, le dio por disfrazarse
(no quería correr el riesgo de que lo reconocieran) y empezar a perseguir a sus
lectores. Quería saber no la opinión que de sus escritos podían tener, no le
interesaba lo más mínimo, sino más bien en qué casas vivían y cómo estaban
decoradas, qué coches o amistades tenían; sus familias, especialmente sus
cónyuges, o incluso qué les gustaba comer y beber. Para su observación, se
trasladaba a una ciudad cercana, entraba en una librería o gran superficie y
esperaba con la paciencia de los santos a que alguien eligiera una de sus
obras. De inmediato, pasaba a la persecución discreta, en la que ya era un
consumado maestro, e iba anotando y tomando fotos de vida, costumbres y hasta
vicios ocultos de sus lectores. Se dio de plazo un año de investigaciones, y una
vez cumplido decidió hacer balance de sus pesquisas. Comparó sus conclusiones
con esas estadísticas de lecturas y lectores que publican libreros y editores y
en verdad poca diferencia había entre ambas: las mujeres superaban con creces a
los hombres; el nivel cultural era de medio a alto, se leía más pasados los
cuarenta, etc. Nada nuevo. Sin embargo, sí le sorprendió una nota que podía
diferenciar a sus lectores del resto: después de leer sus libros,
inevitablemente leían a Paul Auster. José López Romero.
sábado, 5 de mayo de 2012
PASIONES TRISTES
Uno de los
libros más inteligentes de los que he leído en los últimos tiempos es, sin
duda, “Enemigos públicos”, una colección de cartas que se intercambian Michel
Houellebecq, muy conocido y transitado por esta página de libros, y el filósofo
también francés Bernard-Henri Lévy. Un intercambio epistolar en el que se tocan
todos los temas y preocupaciones que hoy día deben hacernos reflexionar, al
menos a los que sentimos como propios un mundo y una civilización que hemos y
estamos ayudando a destruir, cada uno con su modesta aportación diaria. En una
de estas cartas, el lamento de Houellebecq sobre la voracidad con que muchos
periodistas, aves de rapiña, suelen atacar a ciertos escritores, entre ellos él
mismo, cuando se airea algún lado oscuro o intimidad (el caso de sus relaciones
con su madre), y los escasos medios de defensa que contra la infamia se pueden esgrimir,
provoca la respuesta de B-H Lévy en la que intenta demostrarle a su
interlocutor que esa “jauría” no merece la menor consideración por tres rasgos
que la caracterizan: tiene miedo, es débil y es idiota. Pero lo que más me ha
interesado de la argumentación de Lévy es la teoría que recoge del filósofo holandés
Baruch de Spinoza sobre las pasiones tristes. Hay personas, pocas aunque más de
las que quisiéramos y creemos, y lo peor, más cerca de lo que pensamos, cuyas
vidas no se mueven más que por “la envidia, la burla, el resentimiento, el
odio, el rencor, la maldad, la cólera, la crueldad, el escarnio, el desprecio”,
éstas son las pasiones tristes de las que habla Spinoza que no dan fuerza, sino
debilidad e impotencia. Mala gente, envenenada por dentro, que manifiesta a
través de la mentira o la maledicencia su verdadera condición. Y contra ellos,
nuestra alegría de vivir, no una alegría pasiva, sino activa, como le propone a
Houellebecq B-H Lévy: “la alegría te
hace inteligente y fuerte; la maldad es un veneno y este veneno, más o menos a
largo plazo, mata”. José López Romero.
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el 4 de mayo de 2012.,
Publicado en el Diario de Jerez
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