El
fallecimiento de Carlos Fuentes el pasado 15 de mayo, viene a añadirse a la ya
larga lista de pérdidas de aquella inigualable generación o promoción de
narradores latinoamericanos que alguien dio en calificar de “boom”. Es la ley
de la vida más inexorable cuanto más años se cumplen, porque si Ernesto Sábato
contaba con casi un siglo de existencia cuando murió el pasado año, Carlos
Fuentes se nos ha ido con 83 a
sus espaldas. Por no citar a García Márquez que un día de éstos nos da un
disgusto con sus 85, o su amigo Álvaro Mutis que camina veloz hacia los 90. Con
88 años murió el paraguayo Augusto Roa Bastos, y casi con la misma edad el gran
Borges y el uruguayo Benedetti. Ante tales cifras prematuras se nos antojan las
muertes de Alejo Carpentier, José Donoso o Julio Cortázar que se quedaron en
septuagenarios, por no citar al mexicano Juan Rulfo, que se quedó en los 69.
Nos dejamos para el final a Mario Vargas Llosa, quien a sus 76 años exhibe una
exultante vitalidad, en plena madurez literaria. Pero no quería detenerme en la
edad de estos grandes clásicos ya de la literatura contemporánea, sino en otro
punto en común que la mayoría de ellos, no todos, tienen, al margen de la
editorial Seix Barral y de la agente Carmen Balcells, que fueron sin duda
fundamentales para darlos a conocer en Europa. Me refiero a sus orígenes, a las
familias en cuyo seno se criaron y mamaron la cultura que después convirtieron
en ese poso en el que hunden sus raíces literarias. Las frecuentes estancias en
distintos países, especialmente europeos, de muchos de ellos (algunos nacieron
incluso en Europa: Cortázar en el municipio de Ixelles (Bruselas), o Carpentier
en Lausana, Suiza), como consecuencia de las profesiones de sus padres,
dedicados a la diplomacia (casos de Álvaro Mutis, Cortázar o el mismo Fuentes),
o a actividades liberales (médicos, como el padre de José Donoso, arquitecto
como el de Carpentier), sin duda marcaron, propiciaron o facilitaron
enormemente el acceso a una cultura que después, sin perder sus ascendencias, reflejaron
en sus novelas. Literatura latinoamericana, sin duda, pero… José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 23 de junio de 2012
sábado, 16 de junio de 2012
HISPANISMO
Como la
semana pasada se celebró el Corpus Christi, ya saben: “hay tres jueves en el
año que lucen más que el sol…”, festividad tradicionalmente tan relacionada con
los autos sacramentales, me viene a la memoria que hace ya unos cuantos años,
más de los que mis neuronas son capaces de recordar, que un pequeño e intrépido
grupo de profesores nos inscribimos en
un curso, impartido en la
Facultad de Filología de la Universidad de
Sevilla, con el elevado (como nuestros espíritus) fin de “reciclarnos” en ese
interesantísimo género tratral. Eran otros tiempos, sin duda, otras nuestras
inquietudes y otras muy distintas, aunque siempre añoradas, nuestras edades. La
lección inaugural corrió a cargo de uno de los grandes especialistas en la
materia: John E. Varey, gran hispanista inglés ya fallecido. Versaba su
intervención sobre el auto sacramental “La cena del rey Baltasar”, del que
desplegó durante más de una hora argumento, claves, símbolos, todo un estudio
pormenorizado de aquella pieza escrita por Pedro Calderón de la Barca. Una hora larga
de insufrible exposición porque a lo tedioso del tema, el profesor Varey añadía
un nivel de castellano sorprendentemente bajo para las exigencias del acto.
Así, el más atento espectador perdía por momentos el hilo de aquella cena, y
pasada la media hora ya nadie sabía por qué plato iba el rey. Hay que suponer,
y así la prolífica labor investigadora que sobre la literatura española fue
desarrollando el profesor Varey a lo largo de su vida profesional lo certifica,
que ese nivel de castellano subiría muchos enteros en la lectura y en la escritura;
si no, es de todo punto imposible conocer con la profundidad del especialista,
como lo era Varey, a un autor como Calderón. Y todo esto viene a cuento porque
revisando la literatura medieval a través del primer suplemento que la
“Historia de la Literatura ”
publicó hace ya unos años (1991) la editorial Crítica al cuidado de Francisco
Rico, en las introducciones a los temas que no son más un balance actualizado
de las últimas investigaciones realizadas, me ha sorprendido la abundante
presencia de investigadores anglosajones, que en número superan con amplitud
apabullante al de castellanos (sean españoles o latinoamericanos), en todos los
géneros, obras y épocas, lo cual es más sorprendente aún al tratarse de una
literatura que no está al alcance de cualquiera: la medieval, con la dificultad
añadida del idioma en que está escrita. Sin ir más lejos, el coordinador del
volumen es Alan Deyermond, también de origen británico, lo que prueba el
inveterado interés del mundo anglosajón por la cultura española, del que
también tenemos insignes ejemplos en la historiografía. En un estudio sobre las
universidades española, un periódico destacaba en un excelente lugar a la Facultad de Filología de
Sevilla. Pero está claro que ni siquiera en esta disciplina, en la que siempre
hemos tenido una magnífica tradición de investigadores, estamos entre las
doscientas mejores universidades del mundo, ni de nuestra propia
literatura. ¿El cursillo? A la vuelta
nos cayeron chuzos de punta, seguramente sería la indigestión de la cena del
rey Baltasar. José López Romero.
viernes, 8 de junio de 2012
LOLITA
Gustav Klimt |
“Cuando ya
tenga mis años y esté en edad de casarme, quisiera encontrar un marido como
usted”, me comentó un compañero que le dijo una alumna hace unos años, en una
de esas cenas de despedida de promoción de Bachillerato. La adolescente,
vestida para la ocasión, es decir, con todos sus encantos expuestos y elevados
a la máxima potencia, le recordó de inmediato –me confesaba mi compañero- a esa
“Lolita” que acuñó Nabokov, aunque reconvertida en titulada en bachiller, que
no deja de ser un grado y unos años más de diferencia con aquella otra
caprichosa y cruel de la literatura. No había maldad en aquella frase, sino
todo lo contrario, admiración, y como halago la entendió mi compañero; aunque
pensada con más calma, pronto se dio cuenta de que la muchacha cuando pasara
más tiempo del que él querría, buscaría un marido para que le calentara los
pies en las frías noches de invierno e incluso le leyera en la cama mientras
ella esperaba que le llegara el primer sueño. Sin embargo, no desdeñemos el
porcentaje de elogio que la frasecita contenía, porque en ella implícito se
encuentra el efecto Pigmalión que tan exquisitamente supo llevar al teatro
George Bernard Shaw, es decir, el prestigio de la cultura, del conocimiento, e
incluso del magisterio en todos los aspectos educativos que aquel compañero
ejerció sobre la adolescente, aspectos que habitualmente no se tienen en cuenta
cuando de valorar la enseñanza se trata, y sólo se recuerdan con los años, los
mismos que iban a pasar para que aquella Lolita encontrase un marido, lo cual
no deja de ser un pírrico consuelo habida cuenta de la escena que les relato. “Entonces,
lo de amantes ni se contempla” –le respondió con cierta retranca mi compañero
para ver por dónde salía la señorita-. Ésta, le echó una mirada de complicidad
al compañero de curso que tenía al lado y le dijo al profesor: “Profe, lo que
usted nos ha repetido tantas veces en clase: cada uno sirve para lo que sirve”.
Touché, querida. José López Romero.
sábado, 2 de junio de 2012
SUBRAYAR
Jonathan Wolstenholme |
Tuve yo en
mis ya lejanos (¡muy lejanos!) años de estudiante universitario a un profesor
de crítica literaria, poeta por aquellos tiempos en ciernes y hoy consagrado,
que afirmaba, seguramente por su propia experiencia, que el poeta está en permanente
búsqueda de un verso feliz, ése sobre el que hace gravitar todo el poema o,
incluso, el que puede salvarlo del olvido; pero para esto último, más que
feliz, habría que calificarlo de divino. Es posible. Concedámosle a la teoría
de aquel profesor al menos el beneficio de lo plausible, porque en esto de la
poesía cualquier afirmación puede convertirse en dogma; ese dogma que, a partir
de cierto momento como lector, he seguido y rastreado en buena parte de los
libros que he leído en busca de ese verso o de una frase, siquiera una, que me
iluminara la novela o el poema que estaba leyendo. Y así, me he convertido en
subrayador de fragmentos en los que (me atrevo a decirlo) adivino la
inspiración celestial que alienta al creador, o quiero destacar por alguna
experiencia personal o porque los considero simplemente interesantes. En un
principio hacía el subrayado de forma inconstante y apresurada (aún me acuerdo
de aquel inicial “Narciso y Godmundo” de Hermann Hesse), pero con el tiempo he
perfeccionado la mecánica y no falta en mi mesa la regla y el lápiz de color
(rojo o azul), instrumentos callados pero sabedores de la importancia que les
he concedido en mis lecturas. Y así, cuando reviso o releo alguna obra, siempre
encuentro la huella que dejé en aquella primera lectura, huella a veces
inexplicable pasados los años, aunque en la mayoría reconozco el pálpito que me
hizo destacarla sobre el resto de las páginas. Permítanme que, a modo de
ejemplo, ponga la última obra que estoy leyendo (aún no acabada), se trata de
“Balas de plata”, interesante novela del mexicano Élmer Mendoza. En una de sus
páginas he subrayado la frase siguiente: “Como dice Rudy, reflexionó, la comida
para que sea buena debe hacer un poquito de daño”; una frase que seguramente
responde a mis vivencias personales, más cuando uno ya está amarrado al duro
banco del omeoprazol. Y, en la misma página, he subrayado: “los asesinos
carecen de algo que él tiene a mares (se refiere a un sospechoso): aptitud para
la tristeza”. Una frase que, en mi opinión, salva toda una novela, al margen de
la indudable calidad del relato de Élmer
Mendoza. Sin embargo, hay novelas y autores que por mucho que he intentado
subrayar pasajes, frases o pequeños fragmentos, me ha sido del todo imposible,
porque tendría que gastar cajas y cajas de lápices: “El amor en los tiempos del
cólera” o el relato “El rastro de tu sangre en la nieve” del gran García
Márquez, por ejemplo, y últimamente “Los girasoles ciegos” de Alberto Méndez. De
los muchos, muchísimos pasajes que he ido subrayando de esta excelente novela,
me quedo con el siguiente: “Él y yo sabemos qué largo es el tiempo sin un beso
y ahora, probablemente, no nos quede suficiente para resarcirnos. El miedo, el
frío, el hambre, la rabia, la soledad desalojan la ternura”. El dedo de Dios.
José López Romero.
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