“Hay
tres cosas que ninguno de los jóvenes de la presente generación son capaces de
hacer: no pueden saborear el vino, no pueden jugar al whist y tampoco pueden
decirle un piropo a una dama”, dice el honesto abogado Sr. Gilmore en relación
al joven Walter Hartright, profesor de dibujo y rendido amante, aunque sin
esperanzas, de la señorita Laura Fairlie, en la novela “La dama de blanco” del
escritor inglés del siglo XIX Wilkie Collins, a quien la inmensidad literaria
de un Charles Dickens quizá le haya restado el reconocimiento y la fama que su
calidad sin duda merece. Prueba de ello es que precisamente “La dama de blanco”
se publicó por primera vez por entregas en la revista “All the year round” que
dirigía el propio Dickens, y donde éste también había publicado varias de sus
obras también por entregas, entre ellas “Historia de dos ciudades”. Incluso los
dos grandes escritores y sin embargo amigos llegaron a escribir algunos relatos
al alimón que vieron la luz en la misma revista. “La dama de blanco”, como
ejemplo de la producción de Collins, es una novela que al misterio de la trama
se le une la sólida narración de las buenas novelas decimonónicas tan
recomendables para todas las épocas del año. Háganme caso: una novela del XIX
nunca defrauda al más exigente lector. Pero vayamos a la frase del Sr. Gilmore
que dicha en pleno siglo XIX parece que no ha perdido vigencia pese a que más
de un siglo la contemple. Si no saber o ser diestro en el whist, un juego de
cartas a los que tan aficionados son los ingleses, es ya un defecto de la
juventud a criterio del Sr. Gilmore, ¿qué decir de no saber requebrar a una
señorita o de beber y saborear una copa de buen vino? En lo primero, siempre se
nos viene a las mientes el exabrupto grosero a pie de obra al paso de una
hermosa mujer; y sin embargo, en otro tiempo, tampoco tan lejano, el español
gastaba fama de dominar el arte del piropo, de la elegancia y la sutileza de
una frase que halagaba la vanidad femenina cuando a través de ella se destacaba
su belleza. Pero en esto, como en tantas cosas, vivimos otros tiempos en los
que no sabemos distinguir lo sutil y elegante de la mala educación, o hemos
desarrollado para estos asuntos una susceptibilidad tan especial que cualquier
piropo nos parece un insulto y, por tanto, motivo de denuncia. Y en cuanto a lo
del vino, no hay más que darse una vuelta por los bares de nuestra ciudad, la
ciudad del vino, para darse cuenta de que nuestra juventud no aprecia las
bondades de un producto que por ser de la tierra nos deberíamos sentir
orgullosos de él y hacer patria con su consumo. Somos capaces de ponernos las
manos en la cabeza al ver a un joven beber una copa de buen oloroso, y sin
embargo miramos para otro lado cuando se prepara una de esas combinaciones por
las que un día le explotará el hígado. Enseñar a beber sigue siendo, no cabe
duda, una de nuestras asignaturas pendientes. José López Romero.
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