En las pasadas Navidades nos fuimos la familia a dar
un paseíto por Sevilla, ciudad que si ofrece su máximo esplendor en primavera,
no es menos atractiva en cualquier época o momento del año (absténganse en
agosto), y en esos días de frío, alumbrado festivo y, sobre todo, gente, mucha
gente y su bullicio, parece como si la vida estuviera a salvo de crisis y
problemas diarios. Y con dos copitas parece como si no hubiera ni corrupción.
Pues en ese transitar de la masa, donde se entrecruzan conversaciones y se oyen
comentarios sin querer porque el español no habla sino grita, me quedé con uno
oído al pie de unos famosos grandes almacenes vomitado por un joven metido de
lleno en la veintena, si no rozaba ya la década siguiente, dirigido a dos o
tres jóvenes seguramente familiares: “estas Navidades deberíamos hacer regalos
que no sirvieran para nada. Al abuelo, un libro.” No sé si lo sacó de alguna desagradable
campaña o anuncio publicitario, de esos que escarban en la idiotez del
consumidor (¡hay tantos!), lo cierto es que el comentario dio su juego, el que
le propuse a la familia. Sentados en un bar cercano y con cuatro bebidas
calientes para reconfortar el cuerpo, nos dispusimos a alimentar el espíritu.
Partiendo de la afirmación de que, y no nos duelen prendas en reconocerlo, hay
libros que no sirven para nada, en todo caso para molestar y perder tiempo y
dinero, nos dedicamos a imaginar cómo sería el abuelo del generoso e
inteligente nieto. Los cuatro coincidimos en que sería un señor sin estudios,
seguramente dedicado durante toda su vida a una profesión de carácter manual,
aunque cabía también la posibilidad de que por sus años hubiera perdido la
vista, con lo que el libro de nada le hubiera servido, fin último de su sin
duda querido descendiente, lo que le confería al regalo un punto de maldad
añadido. En cualquier caso, y dado que ya empezamos a imaginar más de lo que la
lógica nos exigía y de que el juego tocaba ya a desvarío, en lo que sí
estábamos los cuatro totalmente de acuerdo es en que el pobre abuelo no se
merecía aquel nieto. José López Romero.
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