Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

sábado, 30 de noviembre de 2013

ÉXITO

Hacía muchísimo tiempo que le había perdido la pista a Françoise Sagan, hasta que en uno de esos paseos por nuestra librería de guardia, me topé con “Un disgusto pasajero”. Y aunque nunca nos debemos dejar llevar por los resúmenes o reseñas de las contraportadas (mienten más que parpadean), el reencuentro con un texto de la autora de aquella precoz “Bonjour, tristesse”, que tanto marcó nuestra juventud, me devolvió el interés por su lectura. La historia en un principio prometía, pero el desarrollo y, sobre todo, el más que esperado final hacen de esta novela una más del montón. Sin embargo, mientras la leía, me interesé por lo que había sido de la Sagan durante todo aquel tiempo en que la había olvidado. Drogas, alcohol, un accidente de tráfico y, finalmente, una embolia pulmonar en 2004 acabaron con su vida. El caso de Françoise Sagan no puede considerarse un hecho aislado, sino muy al contrario, más frecuente de lo que podemos imaginar. Sagan publica su novela más emblemática, “Buenos días, tristeza”, cuando solo contaba con 18 años, y el éxito fue tan impresionante que su autora se vio superada en todos los sentidos por su propia obra. Demasiado joven para poder aguantar el peso del éxito y, sobre todo, sus consecuencias. La pregunta que se haría la precoz Françoise todos los días era obligada: ¿y ahora qué puedo escribir yo que mejore o, al menos, iguale en interés y calidad a mi primera novela? Porque seguramente todo lo que escribió después, y sobre todo su segunda obra, le parecería desvaída, sin la altura que ahora todos esperaban de ella. La misma impresión que sentí yo al leer “Un disgusto pasajero” a través de la memoria lejana de aquella “… tristesse” que me sedujo en mi adolescencia. El éxito de F. Sagan me recuerda las declaraciones del también precoz Marc Márquez al poco de haber conseguido el Mundial de MotosGP, en las que reconocía que quizá lo había ganado demasiado pronto. A veces es más difícil saber ganar, que saber perder. José López Romero. 

domingo, 24 de noviembre de 2013

LOS SENTIDOS

“El perfume” (1985) es uno de los casos más ejemplares de cómo una novela termina por engullir a su propio autor; al menos, desde que Patrick Süskind obtuvo un aplastante éxito con aquella breve narración, no se le ha vuelto a ver con la misma fuerza por los lugares más privilegiados de las librerías, es decir, por sus escaparates. Supongo que tampoco le hará mucha falta, especialmente en lo económico, porque a las ventas de la novela se añadieron años más tarde los derechos por llevarla al cine, película que de vez en cuando suelen pasar por algún canal de televisión. Y si algún mérito podemos destacar de “El perfume”, además de que nos parece una buena novela, es el haber puesto de relieve la importancia de los sentidos en nuestras vidas, en concreto uno al que no le prestamos tanta atención como a la vista o al oído, el olfato. Pero el olfato como arma de destrucción, no de placer, como tenemos por costumbre considerar o queremos que sea todo conocimiento que nos entra por ellos, por muy engañosos que aquellos sean. Quizá solo por “El perfume” se puedan entender novelas posteriores como “Como agua para chocolate” de Laura Esquivel (1989) o “Chocolat” de Joanne Harris (2000), versionadas también para el cine y verdaderos placeres para los sentidos, sobre todo para aquellos a los que nos gusta el chocolate. Sin embargo, últimamente me estoy dando cuenta de que cada libro tiene su propio olor, olor que el escritor le imprime de acuerdo con el contenido. No me estoy refiriendo a ese olor, o incluso tacto, que también nos cautiva como lectores sin remedio: el olor a humedad de las páginas amarillentas de un libro, o el del propio papel. Me refiero al olor a sudor que podemos apreciar en la japonesa (madre de la japonesita), dueña del prostíbulo, y en los borrachos cuando se celebra la fiesta por la victoria en las elecciones del latifundista don Alejo en “El lugar sin límites” de José Donoso, o el olor irrespirable a pólvora en el piso donde acribilla la policía a los criminales de “Plata quemada” de Ricardo Piglia, o el olor a rancio en la comida y en la ropa del pastor que acoge al muchacho huido en la magnífica “Intemperie” de Jesús Carrasco. El profundo olor a vaquería que se desprende de las páginas de “Tess la de los D’Urberville” de Thomas Hardy se mezcla en mi memoria de lector con el penetrante olor a fluidos sexuales que se perciben nítidos en “Plataforma” de Michel Houellebecq. Cuando leemos, quizá no seamos del todo conscientes de cómo todos nuestros sentidos entran en acción atraídos por el libro: el oído a través de una música; el tacto cuando se acaricia; la vista cuando se describen objetos; el gusto con aquel chocolate que preparaba Vianne Rocher en “Chocolat” (excelente interpretación de la siempre atractiva Juliette Binoche en la película del mismo título). El siniestro Jean=Baptiste Grenouille tuvo el acierto de hacernos ver en los libros algo más que la lectura, nos los abrió a todos los sentidos. Ahora no cierro uno sin haberlo leído, acariciado y, sobre todo, olido. José López Romero.

domingo, 17 de noviembre de 2013

CURIOSIDAD

"joven leyendo" de Alexander Deineka.
Puede resultar curioso o cuando menos llamativo que casi todas las imágenes o pinturas que tienen como protagonista a un lector o lectora, estos siempre aparecen solos, en muy variados espacios y ambientes, pero solos. Algunas de estas imágenes han pasado y siguen ilustrando nuestro blog ‘laberinto 1873’. Y ello, aunque curioso por la aplastante coincidencia, no deja de tener su lógica: leer es un acto, como ir al servicio (con el que tanta relación siempre ha tenido), personal e intransferible. Ya habrá momento de compartir la lectura con amigos y conocidos, pero el acto en sí del libro en comunión con el lector debe realizarse en la más completa y entrañable soledad. Y, como lector que intenta respetar con escrupulosidad estas condiciones, siempre me ha sorprendido el poder de aislamiento que tienen muchos lectores de conseguir concentrarse en la lectura en las condiciones más adversas. No hace mucho tiempo los transportes públicos, sobre todo el metro, los autobuses, los trenes, etc., y no digamos la playa y su bullicio eran los espacios en los que se veían más lectores por metro cuadrado, y debo confesar que muchas veces me ha picado la curiosidad por saber qué libro estaba leyendo la señorita que permanecía ausente de los ruidos y jaleos propios de estaciones y viajeros en el tren de cercanías que nos llevaba a Sevilla, o aquel señor amparado en la sombrilla de playa, feliz con su libro y ajeno a sus hijos ocupados en trasegar arena con sus cubitos y sus palas, mientras su mujer le lanzaba alguna que otra mirada asesina. Hay libros sin duda con tal poder de abstracción que hacen que el lector se olvide de la realidad más próxima que le rodea por muy bulliciosa que esta sea. Pero también los hay que serenan el espíritu, la inquietud del momento y ejercen el efecto sedante que otros buscan en las infusiones orientales. Más de un libro me ha calmado los naturales pero infundados nervios ante la espera tensa de la consulta del dentista. Hoy, por desgracia, el móvil y sus aplicaciones han desplazado al libro, y por todos lados solo vemos personas, doblada la cerviz, moviendo dedos en torno al maldito artilugio. Y por supuesto, no me pica la curiosidad por saber qué escriben, no por intromisión en su intimidad, sino por no certificar hasta qué punto es capaz un ser humano de perder el tiempo en idioteces. Pero con el cambio de costumbres ¿a quién le pueden extrañar las últimas estadísticas de lectura en nuestro país? La imagen veraniega no puede ser más ilustrativa: mientras cinco jóvenes juegan con sus móviles y no se deciden qué helado comprar, la chica de la heladería aprovecha el tiempo leyendo. Es ese modesto, digno e ínfimo tanto por ciento de españoles que todavía tienen su pequeño hueco en las bochornosas estadísticas. Me hubiera gustado preguntarle qué libro estaba leyendo, solo por curiosidad, pero no quise interrumpir un acto tan personal e intransferible. José López Romero.       


sábado, 9 de noviembre de 2013

AMOR ININTERRUMPIDO

En ‘La biblioteca de noche’, uno de esos libros que se leen para disfrutar y aprender en igual proporción, Alberto Manguel nos cuenta la bellísima y admirable, por lo inusitada,  historia de Abraham Moritz (Aby) Warburg que renunció a la primogenitura en el negocio familiar a favor de su hermano, con la condición de que este le comprara todos los libros que él quisiera a lo largo de su vida. El amor por los libros hace que se mezclen las historias reales, como la de Aby Warburg, con la ficción, porque muchos son los escritores que han sabido transmitir en sus obras su íntima relación con los libros, un amor ininterrumpido. Así, una de las novelas más hermosas escritas sobre este asunto es sin duda ‘84, Charing Cross Road’, en la que a través de las cartas que se cruza la propia autora, Helene Hanff, con Frank Doel, el encargado de la librería Marks &amp. CO., y tomando como motivo los pedidos de libros de la primera, se va estableciendo una relación personal con todos los empleados de la librería que llega a emocionarnos. No menos emotivos y apasionados son los dos protagonistas, Roger Mifflin y Helen McGill, de ‘La librería ambulante’, novela de Christopher Morley, escrita a principios del siglo XX y hace poco editada por Pirámide. La pasión con que Mifflin sabe vender sus libros es uno de los aspectos que seduce a Helen de la misma manera que seduce al lector. Sin embargo, se me vienen a la memoria dos ejemplos de mezquindad y sordidez, consecuencia de personajes innobles, a través de los cuales sus autores intentan transmitirnos la otra cara, la oscura, de la naturaleza humana que nada tiene que ver con los ejemplos anteriores. Me refiero a la famosa librería o ‘cueva de Zaratustra’ de ‘Luces de bohemia’, antro en que es engañado el pobre Max Estrella con la connivencia de su perro Latino de Hispalis; y el segundo, la asquerosa librería de don Gaetano y doña María que nos describe Roberto Arlt en ‘El juguete rabioso’ y donde entra a trabajar el protagonista Silvio Astier. El amor por los libros se convierte así en una forma, quizá de las más claras, de definir la nobleza o indignidad de un personaje, y también de una persona. José López Romero.      




viernes, 1 de noviembre de 2013

MAX BROD

En ‘Nombre falso’, que le da también título al volumen de relatos de Ricardo Piglia publicado en Anagrama, a Emilio Renzi (narrador y alter ego del propio Piglia), se le encomienda la recopilación y edición de los inéditos de Roberto Arlt, el célebre escritor argentino, autor de ‘El juguete rabioso’. En sus indagaciones de los textos de Arlt, Renzi se obsesiona por encontrar un relato titulado ‘Luba’, y todas sus pesquisas desembocan en un tal Kostia, que fuera amigo de Arlt en sus últimos años. Y cuando Renzi logra entrevistarse con Kostia, este para justificar el destino final de ‘Luba’ hace referencia a la no menos célebre orden o petición que le hace Kafka a su amigo Max Brod antes de la muerte del autor de ‘La metamorfosis’: quemar todos sus escritos. La anécdota o terrible decisión no es nueva en la historia de la literatura y más de un caso tenemos en la tradición de esos escritores que en el menosprecio de sus obras deciden darlas al fuego (¿cuántos versos y obras se han perdido por la incuria de sus propios autores?). Pero la historia de Kafka y Brod, quizá por más conocida, se ha convertido en una especie de tópico que el escritor actual utiliza a discreción, a modo de material de uso común o universal, como aquellas facecias renacentistas que tan donosamente insertaban los escritores en sus narraciones (‘El Lazarillo’). Si hace unos días la leía en ‘Nombre falso’, el verano pasado me la encontraba en ‘Lecciones de los maestros’ de George Steiner. Dos escritores y dos libros diferentes para dos visiones distintas del mismo hecho. Kostia, el personaje de Piglia, plantea la terrible disyuntiva de Brod: “Está obligado a elegir: ¿traicionar a su amigo o traicionar a la literatura?... Sin embargo no es aventurado pensar que la gran duda, la gran tentación de Max Brod no fue publicar los textos o quemarlos. En el juego de esta doble obediencia puedo pensar que la respuesta del enigma estaba en la orden misma: si Kafka hubiera deseado realmente destruir sus manuscritos, él mismo los habría quemado. Tampoco es aventurado pensar que otra duda asedió en algún momento a Max Brod. La duda fue (debió ser) esta: "Nadie -salvo yo, salvo Kafka que ha muerto- conoce la existencia de estos escritos. Entonces: ¿Publicarlos con el nombre de Kafka o firmarlos y hacerlos aparecer como míos? Estos textos ya no son de nadie: no son de su autor que no los quiso”. Una visión pícara que contrasta con la narración cruel de Steiner: “Brod llorando una noche lluviosa, en la calle de los alquimistas y los orfebres, detrás del castillo de Praga. Se encuentra con un conocido librero: - ¿Por qué llora, Max? – Acabo de enterarme de la muerte de Franz Kafka. -¡Oh! Lo siento. Sé cuánto apreciaba usted a ese joven. – No lo entiende. Me mandó quemar sus manuscritos. –Entonces el honor le obliga a hacerlo. – No lo entiende. Franz era uno de los más grandes escritores en lengua alemana. Un momento de silencio. – Max, tengo la solución. ¿Por qué no quema usted sus propios libros en lugar de los de él?”. José López Romero.