Hacía muchísimo tiempo que le
había perdido la pista a Françoise Sagan, hasta que en uno de esos paseos por
nuestra librería de guardia, me topé con “Un disgusto pasajero”. Y aunque nunca
nos debemos dejar llevar por los resúmenes o reseñas de las contraportadas
(mienten más que parpadean), el reencuentro con un texto de la autora de
aquella precoz “Bonjour, tristesse”, que tanto marcó nuestra juventud, me
devolvió el interés por su lectura. La historia en un principio prometía, pero
el desarrollo y, sobre todo, el más que esperado final hacen de esta novela una
más del montón. Sin embargo, mientras la leía, me interesé por lo que había
sido de la Sagan durante todo aquel tiempo en que la había olvidado. Drogas,
alcohol, un accidente de tráfico y, finalmente, una embolia pulmonar en 2004
acabaron con su vida. El caso de Françoise Sagan no
puede considerarse un hecho aislado, sino muy al contrario, más frecuente de lo
que podemos imaginar. Sagan publica su novela más emblemática, “Buenos días,
tristeza”, cuando solo contaba con 18 años, y el éxito fue tan impresionante
que su autora se vio superada en todos los sentidos por su propia obra. Demasiado
joven para poder aguantar el peso del éxito y, sobre todo, sus consecuencias.
La pregunta que se haría la precoz Françoise todos los días era obligada: ¿y
ahora qué puedo escribir yo que mejore o, al menos, iguale en interés y calidad
a mi primera novela? Porque seguramente todo lo que escribió después, y sobre
todo su segunda obra, le parecería desvaída, sin la altura que ahora todos
esperaban de ella. La misma impresión que sentí yo al leer “Un disgusto
pasajero” a través de la memoria lejana de aquella “… tristesse” que me sedujo
en mi adolescencia. El éxito de F. Sagan me recuerda las declaraciones del
también precoz Marc Márquez al poco de haber conseguido el Mundial de MotosGP,
en las que reconocía que quizá lo había ganado demasiado pronto. A veces es más
difícil saber ganar, que saber perder. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
sábado, 30 de noviembre de 2013
domingo, 24 de noviembre de 2013
LOS SENTIDOS
“El
perfume” (1985) es uno de los casos más ejemplares de cómo una novela termina
por engullir a su propio autor; al menos, desde que Patrick Süskind obtuvo un
aplastante éxito con aquella breve narración, no se le ha vuelto a ver con la
misma fuerza por los lugares más privilegiados de las librerías, es decir, por
sus escaparates. Supongo que tampoco le hará mucha falta, especialmente en lo
económico, porque a las ventas de la novela se añadieron años más tarde los
derechos por llevarla al cine, película que de vez en cuando suelen pasar por
algún canal de televisión. Y si algún mérito podemos destacar de “El perfume”,
además de que nos parece una buena novela, es el haber puesto de relieve la
importancia de los sentidos en nuestras vidas, en concreto uno al que no le
prestamos tanta atención como a la vista o al oído, el olfato. Pero el olfato
como arma de destrucción, no de placer, como tenemos por costumbre considerar o
queremos que sea todo conocimiento que nos entra por ellos, por muy engañosos
que aquellos sean. Quizá solo por “El perfume” se puedan entender novelas
posteriores como “Como agua para chocolate” de Laura Esquivel (1989) o
“Chocolat” de Joanne Harris (2000), versionadas también para el cine y
verdaderos placeres para los sentidos, sobre todo para aquellos a los que nos
gusta el chocolate. Sin embargo, últimamente me estoy dando cuenta de que cada
libro tiene su propio olor, olor que el escritor le imprime de acuerdo con el
contenido. No me estoy refiriendo a ese olor, o incluso tacto, que también nos
cautiva como lectores sin remedio: el olor a humedad de las páginas amarillentas
de un libro, o el del propio papel. Me refiero al olor a sudor que podemos
apreciar en la japonesa (madre de la japonesita), dueña del prostíbulo, y en
los borrachos cuando se celebra la fiesta por la victoria en las elecciones del
latifundista don Alejo en “El lugar sin límites” de José Donoso, o el olor
irrespirable a pólvora en el piso donde acribilla la policía a los criminales de
“Plata quemada” de Ricardo Piglia, o el olor a rancio en la comida y en la ropa
del pastor que acoge al muchacho huido en la magnífica “Intemperie” de Jesús
Carrasco. El profundo olor a vaquería que se desprende de las páginas de “Tess la
de los D’Urberville” de Thomas Hardy se mezcla en mi memoria de lector con el
penetrante olor a fluidos sexuales que se perciben nítidos en “Plataforma” de
Michel Houellebecq. Cuando leemos, quizá no seamos del todo conscientes de cómo
todos nuestros sentidos entran en acción atraídos por el libro: el oído a
través de una música; el tacto cuando se acaricia; la vista cuando se describen
objetos; el gusto con aquel chocolate que preparaba Vianne Rocher en “Chocolat”
(excelente interpretación de la siempre atractiva Juliette Binoche en la
película del mismo título). El siniestro Jean=Baptiste Grenouille tuvo el
acierto de hacernos ver en los libros algo más que la lectura, nos los abrió a
todos los sentidos. Ahora no cierro uno sin haberlo leído, acariciado y, sobre
todo, olido. José López Romero.
domingo, 17 de noviembre de 2013
CURIOSIDAD
"joven leyendo" de Alexander Deineka. |
Puede
resultar curioso o cuando menos llamativo que casi todas las imágenes o
pinturas que tienen como protagonista a un lector o lectora, estos siempre
aparecen solos, en muy variados espacios y ambientes, pero solos. Algunas de
estas imágenes han pasado y siguen ilustrando nuestro blog ‘laberinto 1873’ . Y ello, aunque curioso
por la aplastante coincidencia, no deja de tener su lógica: leer es un acto,
como ir al servicio (con el que tanta relación siempre ha tenido), personal e
intransferible. Ya habrá momento de compartir la lectura con amigos y conocidos,
pero el acto en sí del libro en comunión con el lector debe realizarse en la
más completa y entrañable soledad. Y, como lector que intenta respetar con
escrupulosidad estas condiciones, siempre me ha sorprendido el poder de
aislamiento que tienen muchos lectores de conseguir concentrarse en la lectura
en las condiciones más adversas. No hace mucho tiempo los transportes públicos,
sobre todo el metro, los autobuses, los trenes, etc., y no digamos la playa y
su bullicio eran los espacios en los que se veían más lectores por metro
cuadrado, y debo confesar que muchas veces me ha picado la curiosidad por saber
qué libro estaba leyendo la señorita que permanecía ausente de los ruidos y jaleos
propios de estaciones y viajeros en el tren de cercanías que nos llevaba a
Sevilla, o aquel señor amparado en la sombrilla de playa, feliz con su libro y ajeno
a sus hijos ocupados en trasegar arena con sus cubitos y sus palas, mientras su
mujer le lanzaba alguna que otra mirada asesina. Hay libros sin duda con tal
poder de abstracción que hacen que el lector se olvide de la realidad más
próxima que le rodea por muy bulliciosa que esta sea. Pero también los hay que
serenan el espíritu, la inquietud del momento y ejercen el efecto sedante que
otros buscan en las infusiones orientales. Más de un libro me ha calmado los
naturales pero infundados nervios ante la espera tensa de la consulta del
dentista. Hoy, por desgracia, el móvil y sus aplicaciones han desplazado al libro,
y por todos lados solo vemos personas, doblada la cerviz, moviendo dedos en
torno al maldito artilugio. Y por supuesto, no me pica la curiosidad por saber
qué escriben, no por intromisión en su intimidad, sino por no certificar hasta
qué punto es capaz un ser humano de perder el tiempo en idioteces. Pero con el
cambio de costumbres ¿a quién le pueden extrañar las últimas estadísticas de
lectura en nuestro país? La imagen veraniega no puede ser más ilustrativa:
mientras cinco jóvenes juegan con sus móviles y no se deciden qué helado
comprar, la chica de la heladería aprovecha el tiempo leyendo. Es ese modesto,
digno e ínfimo tanto por ciento de españoles que todavía tienen su pequeño hueco
en las bochornosas estadísticas. Me hubiera gustado preguntarle qué libro
estaba leyendo, solo por curiosidad, pero no quise interrumpir un acto tan
personal e intransferible. José López Romero.
sábado, 9 de noviembre de 2013
AMOR ININTERRUMPIDO
En ‘La
biblioteca de noche’, uno de esos libros que se leen para disfrutar y aprender
en igual proporción, Alberto Manguel nos cuenta la bellísima y admirable, por
lo inusitada, historia de Abraham Moritz
(Aby) Warburg que renunció a la primogenitura en el negocio familiar a favor de
su hermano, con la condición de que este le comprara todos los libros que él
quisiera a lo largo de su vida. El amor por los libros hace que se mezclen las
historias reales, como la de Aby Warburg, con la ficción, porque muchos son los
escritores que han sabido transmitir en sus obras su íntima relación con los
libros, un amor ininterrumpido. Así, una de las novelas más hermosas escritas
sobre este asunto es sin duda ‘84, Charing Cross Road’, en la que a través de
las cartas que se cruza la propia autora, Helene Hanff, con Frank Doel, el
encargado de la librería Marks &. CO., y tomando como motivo los pedidos de
libros de la primera, se va estableciendo una relación personal con todos los
empleados de la librería que llega a emocionarnos. No menos emotivos y
apasionados son los dos protagonistas, Roger Mifflin y Helen McGill, de ‘La
librería ambulante’, novela de Christopher Morley, escrita a principios del
siglo XX y hace poco editada por Pirámide. La pasión con que Mifflin sabe
vender sus libros es uno de los aspectos que seduce a Helen de la misma manera
que seduce al lector. Sin embargo, se me vienen a la memoria dos ejemplos de
mezquindad y sordidez, consecuencia de personajes innobles, a través de los
cuales sus autores intentan transmitirnos la otra cara, la oscura, de la
naturaleza humana que nada tiene que ver con los ejemplos anteriores. Me
refiero a la famosa librería o ‘cueva de Zaratustra’ de ‘Luces de bohemia’,
antro en que es engañado el pobre Max Estrella con la connivencia de su perro
Latino de Hispalis; y el segundo, la asquerosa librería de don Gaetano y doña
María que nos describe Roberto Arlt en ‘El juguete rabioso’ y donde entra a
trabajar el protagonista Silvio Astier. El amor por los libros se convierte así
en una forma, quizá de las más claras, de definir la nobleza o indignidad de un
personaje, y también de una persona. José López Romero.
viernes, 1 de noviembre de 2013
MAX BROD
En ‘Nombre falso’, que le da también título al volumen
de relatos de Ricardo Piglia publicado en Anagrama, a Emilio Renzi (narrador y
alter ego del propio Piglia), se le encomienda la recopilación y edición de los
inéditos de Roberto Arlt, el célebre escritor argentino, autor de ‘El juguete
rabioso’. En sus indagaciones de los textos de Arlt, Renzi se obsesiona por
encontrar un relato titulado ‘Luba’, y todas sus pesquisas desembocan en un tal
Kostia, que fuera amigo de Arlt en sus últimos años. Y cuando Renzi logra
entrevistarse con Kostia, este para justificar el destino final de ‘Luba’ hace
referencia a la no menos célebre orden o petición que le hace Kafka a su amigo
Max Brod antes de la muerte del autor de ‘La metamorfosis’: quemar todos sus
escritos. La anécdota o terrible decisión no es nueva en la historia de la
literatura y más de un caso tenemos en la tradición de esos escritores que en
el menosprecio de sus obras deciden darlas al fuego (¿cuántos versos y obras se
han perdido por la incuria de sus propios autores?). Pero la historia de Kafka
y Brod, quizá por más conocida, se ha convertido en una especie de tópico que
el escritor actual utiliza a discreción, a modo de material de uso común o
universal, como aquellas facecias renacentistas que tan donosamente insertaban
los escritores en sus narraciones (‘El Lazarillo’). Si hace unos días la leía
en ‘Nombre falso’, el verano pasado me la encontraba en ‘Lecciones de los
maestros’ de George Steiner. Dos escritores y dos libros diferentes para dos
visiones distintas del mismo hecho. Kostia, el personaje de Piglia, plantea la
terrible disyuntiva de Brod: “Está obligado a elegir: ¿traicionar a su amigo o
traicionar a la literatura?... Sin embargo no es aventurado pensar que la gran
duda, la gran tentación de Max Brod no fue publicar los textos o quemarlos. En
el juego de esta doble obediencia puedo pensar que la respuesta del enigma
estaba en la orden misma: si Kafka hubiera deseado realmente destruir sus
manuscritos, él mismo los habría quemado. Tampoco es aventurado pensar que otra
duda asedió en algún momento a Max Brod. La duda fue (debió ser) esta:
"Nadie -salvo yo, salvo Kafka que ha muerto- conoce la existencia de estos
escritos. Entonces: ¿Publicarlos con el nombre de Kafka o firmarlos y hacerlos
aparecer como míos? Estos textos ya no son de nadie: no son de su autor que no
los quiso”. Una visión pícara que contrasta con la narración cruel de Steiner:
“Brod llorando una noche lluviosa, en la calle de los alquimistas y los
orfebres, detrás del castillo de Praga. Se encuentra con un conocido librero: -
¿Por qué llora, Max? – Acabo de enterarme de la muerte de Franz Kafka. -¡Oh! Lo
siento. Sé cuánto apreciaba usted a ese joven. – No lo entiende. Me mandó
quemar sus manuscritos. –Entonces el honor le obliga a hacerlo. – No lo
entiende. Franz era uno de los más grandes escritores en lengua alemana. Un
momento de silencio. – Max, tengo la solución. ¿Por qué no quema usted sus
propios libros en lugar de los de él?”. José López Romero.
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