“El
perfume” (1985) es uno de los casos más ejemplares de cómo una novela termina
por engullir a su propio autor; al menos, desde que Patrick Süskind obtuvo un
aplastante éxito con aquella breve narración, no se le ha vuelto a ver con la
misma fuerza por los lugares más privilegiados de las librerías, es decir, por
sus escaparates. Supongo que tampoco le hará mucha falta, especialmente en lo
económico, porque a las ventas de la novela se añadieron años más tarde los
derechos por llevarla al cine, película que de vez en cuando suelen pasar por
algún canal de televisión. Y si algún mérito podemos destacar de “El perfume”,
además de que nos parece una buena novela, es el haber puesto de relieve la
importancia de los sentidos en nuestras vidas, en concreto uno al que no le
prestamos tanta atención como a la vista o al oído, el olfato. Pero el olfato
como arma de destrucción, no de placer, como tenemos por costumbre considerar o
queremos que sea todo conocimiento que nos entra por ellos, por muy engañosos
que aquellos sean. Quizá solo por “El perfume” se puedan entender novelas
posteriores como “Como agua para chocolate” de Laura Esquivel (1989) o
“Chocolat” de Joanne Harris (2000), versionadas también para el cine y
verdaderos placeres para los sentidos, sobre todo para aquellos a los que nos
gusta el chocolate. Sin embargo, últimamente me estoy dando cuenta de que cada
libro tiene su propio olor, olor que el escritor le imprime de acuerdo con el
contenido. No me estoy refiriendo a ese olor, o incluso tacto, que también nos
cautiva como lectores sin remedio: el olor a humedad de las páginas amarillentas
de un libro, o el del propio papel. Me refiero al olor a sudor que podemos
apreciar en la japonesa (madre de la japonesita), dueña del prostíbulo, y en
los borrachos cuando se celebra la fiesta por la victoria en las elecciones del
latifundista don Alejo en “El lugar sin límites” de José Donoso, o el olor
irrespirable a pólvora en el piso donde acribilla la policía a los criminales de
“Plata quemada” de Ricardo Piglia, o el olor a rancio en la comida y en la ropa
del pastor que acoge al muchacho huido en la magnífica “Intemperie” de Jesús
Carrasco. El profundo olor a vaquería que se desprende de las páginas de “Tess la
de los D’Urberville” de Thomas Hardy se mezcla en mi memoria de lector con el
penetrante olor a fluidos sexuales que se perciben nítidos en “Plataforma” de
Michel Houellebecq. Cuando leemos, quizá no seamos del todo conscientes de cómo
todos nuestros sentidos entran en acción atraídos por el libro: el oído a
través de una música; el tacto cuando se acaricia; la vista cuando se describen
objetos; el gusto con aquel chocolate que preparaba Vianne Rocher en “Chocolat”
(excelente interpretación de la siempre atractiva Juliette Binoche en la
película del mismo título). El siniestro Jean=Baptiste Grenouille tuvo el
acierto de hacernos ver en los libros algo más que la lectura, nos los abrió a
todos los sentidos. Ahora no cierro uno sin haberlo leído, acariciado y, sobre
todo, olido. José López Romero.
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