Hacía muchísimo tiempo que le
había perdido la pista a Françoise Sagan, hasta que en uno de esos paseos por
nuestra librería de guardia, me topé con “Un disgusto pasajero”. Y aunque nunca
nos debemos dejar llevar por los resúmenes o reseñas de las contraportadas
(mienten más que parpadean), el reencuentro con un texto de la autora de
aquella precoz “Bonjour, tristesse”, que tanto marcó nuestra juventud, me
devolvió el interés por su lectura. La historia en un principio prometía, pero
el desarrollo y, sobre todo, el más que esperado final hacen de esta novela una
más del montón. Sin embargo, mientras la leía, me interesé por lo que había
sido de la Sagan durante todo aquel tiempo en que la había olvidado. Drogas,
alcohol, un accidente de tráfico y, finalmente, una embolia pulmonar en 2004
acabaron con su vida. El caso de Françoise Sagan no
puede considerarse un hecho aislado, sino muy al contrario, más frecuente de lo
que podemos imaginar. Sagan publica su novela más emblemática, “Buenos días,
tristeza”, cuando solo contaba con 18 años, y el éxito fue tan impresionante
que su autora se vio superada en todos los sentidos por su propia obra. Demasiado
joven para poder aguantar el peso del éxito y, sobre todo, sus consecuencias.
La pregunta que se haría la precoz Françoise todos los días era obligada: ¿y
ahora qué puedo escribir yo que mejore o, al menos, iguale en interés y calidad
a mi primera novela? Porque seguramente todo lo que escribió después, y sobre
todo su segunda obra, le parecería desvaída, sin la altura que ahora todos
esperaban de ella. La misma impresión que sentí yo al leer “Un disgusto
pasajero” a través de la memoria lejana de aquella “… tristesse” que me sedujo
en mi adolescencia. El éxito de F. Sagan me recuerda las declaraciones del
también precoz Marc Márquez al poco de haber conseguido el Mundial de MotosGP,
en las que reconocía que quizá lo había ganado demasiado pronto. A veces es más
difícil saber ganar, que saber perder. José López Romero.
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