El 9 de junio de 1765, el rey
Carlos III se sirvió “mandar prohibir absolutamente la representación de los
autos sacramentales, alegando ser los teatros lugares muy impropios y los
comediantes instrumentos indignos y desproporcionados para representar los
Sagrados misterios de que tratan”. La Real Orden de prohibición era el
resultado final de una campaña de acoso y derribo contra la representación de
estas piezas teatrales tan populares en el Barroco, que habían orquestado
escritores como Clavijo y Fajardo y Nicolás Fernández de Moratín emprendida
años antes. Con esta medida tomada por el rey ilustrado por excelencia, se inicia
una sucesión de prohibiciones a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII
que llegaría hasta la primera década del siglo siguiente. Vayamos a los datos.
El 17 de marzo de 1788, reinando aún Carlos III, se prohíben las comedias de
magia en virtud de un auto expedido por el Juzgado de Protección de los Teatros;
el 28 de diciembre de 1799 la prohibición afecta a la ópera italiana; y finalmente, en 1800 se
prohíben las comedias de jaques y bandoleros. En el abigarrado y complejo mundo
teatral del siglo XVIII, donde se mezclan las tragedias y las comedias al gusto
neoclásico con los epígonos de un teatro barroco a veces reformado y, las más
de las veces, corrompido hasta lo irreconocible con tal de halagar el gusto de
la plebe, a lo que hay que añadir la ópera y sus derivados procedentes de
Italia; en este mundo, decimos, no es de extrañar que las voces intelectuales
más autorizadas intentaran y consiguieran poner coto a tanto despropósito y
hacer limpieza para aclarar el panorama teatral. Hoy, verbos como “prohibir” e
“imponer” no tienen precisamente buena prensa y concilian poco o nada con el
interés de un pueblo (ese “vulgo que gusta más de lo admirable que de lo
verosímil”), que ejerce su soberanía democrática como le viene en gana. Sin
embargo, cuando del dinero público se trata, quienes están encargados de
administrarlo deberían ser más cuidadosos con las subvenciones a espectáculos y
representaciones artísticas, porque tras la apariencia o excusa de “arte” se
esconden auténticos bodrios que ya ni por lo necio y grosero da gusto. La
penúltima: “Los amantes pasajeros” del inefable Almodóvar, mala hasta el
delirio. Con esto ni se pretende comparar la horrorosa película con los autos
sacramentales y ni mucho menos proponer su prohibición, pero no estaría de más
que la propia gente de la cultura, sobre todo la más beligerante con los
tiempos y las dificultades que ahora sufren y de las que tanto se quejan,
mostrara su desacuerdo con la asignación de subvenciones a películas de ínfima
calidad que en nada prestigia a nuestro cine, pero está claro que la sombra y
la influencia del más que irregular director manchego es demasiado alargada y
muy pocos, o nadie se atrevería a negarle o discutirle una suculenta
subvención. ¡Y para colmo, según señalan las estadísticas, “Los amantes
pasajeros” es la película española más taquillera del pasado año! “Father,
vengo de ver la última película de Almodóvar”, me acaba de decir mi hija. ¡Ea!
¿Y ahora cómo publico yo esto? José
López Romero.
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