-“Tenemos que llevarlos al médico” –le decía su mujer,
mientras veían cómo sus hijos dormían plácidamente, ajenos a la inquietud de
sus padres. A la madre ya le asomaban dos lágrimas como tronchos de lechuga
(José Ángel dixit). –“Pero ¿a qué
médico?” –le respondía su marido que no daba crédito a la escena que estaba viviendo
o tal vez soñando, porque aquello más tenía de pesadilla que de realidad. Eran
las tres y cuarto de la madrugada y su mujer lo había despertado con una
pregunta sacada de lo más profundo de algún desequilibrio mental de origen
quizá genético (algo había ya detectado en su suegra): -“Oye, Manuel, ¿tú sabes
si los niños han leído El Lazarillo?”
Velando embobados ahora su sueño, otras preocupaciones asaltaban a la mujer: ¿y
El Quijote? ¿y la Eneida o la Odisea? ¿y el Poema de mío
Cid? Cuanto más pensaba aquella frustrada madre, más tronchos de lechuga
corrían por sus mejillas, mientras el padre, ya insomne, repasaba con la vista
las estanterías de las habitaciones de sus hijos que estaban atestadas de
libros infantiles y juveniles propios de su edad. Cuando volvieron a la cama,
la conclusión de aquella mujer era toda una declaración de intenciones y como
tal la entendió el marido, es decir, como una amenaza en toda regla: “¡mañana
mismo empiezan con los clásicos!”. En cierta ocasión cité una frase de Rosa
Montero, creo recordar, que venía a decir que los clásicos no son un punto de
partida, sino una meta; y sin que sirva de precedente, estoy totalmente de
acuerdo con esta opinión. En un mundo en que la lectura es una actividad en
desprestigio y lamentable decadencia entre la clase estudiantil, sea de
secundaria y hasta universitaria, que además tiene que hacerse un hueco a
codazos entre el uso y, sobre todo, el abuso de las nuevas tecnologías, que
algunos escolares lleguen a adquirir el hábito lector debe entenderse como todo
un éxito que sin duda corresponde a sus profesores pero, sobre todo, a sus
padres, porque con su ejemplo o su insistencia han logrado que sus hijos no
solo no rechacen los libros, sino que se entretengan y disfruten con ellos.
Pero en este largo y tortuoso camino, lleno de obstáculos, hay que ser muy
cuidadosos con los lugares donde ponemos el pie y cuánto podemos forzar la
marcha. Sin ser santo de nuestra devoción, no se le puede negar el mérito a la
literatura juvenil, porque en sus variados géneros pueden encontrar los escolares
el libro que los enganche definitivamente a la lectura, y a través de ésta
seguro que terminarán tarde o temprano por llegar a los clásicos, como un libro
lleva a otro hasta llegar a esa meta de la que nos hablaba Rosa Montero. Y a
veces por forzar demasiado, por querer que lean lo que todavía no está al
alcance ni de sus gustos, ni de sus inquietudes y menos aún de su conocimiento
para llegar a disfrutarlos como se merecen, terminamos por convertirlos en
desertores de la lectura. Cinco y media de la mañana. –“Manuel, ¿por cuál te
parece que empecemos?”. –“Por La isla del
tesoro. Todo un clásico.” José López Romero.
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