“Vamos a París” era la frase “consagrada”
o lema con que los ilustrados del siglo XVIII de más de media Europa
manifestaban la obligación y devoción que “comerciantes, filósofos, científicos
o curiosos” contraían con la capital francesa como ciudad de peregrinaje
cultural. Francia sin duda “había impuesto su idioma como lengua de
entendimiento internacional. Ningún ilustrado podía serlo sin saber idiomas y
todos hablaban francés”. Los pasajes entrecomillados están extraídos del
volumen 4 titulado “Razón y sentimiento (1692-1800)”, a cargo de Mª Dolores
Albiac-Blanco perteneciente a la Historia
de la Literatura Española editada por Crítica y dirigida por José Carlos
Mainer. No otra idea que la importancia de París y del idioma francés durante
el siglo XVIII ha alentado el último trabajo del gran humanista contemporáneo
Marc Fumaroli, un conocedor como ya hay pocos de la cultura occidental, y muy
especialmente de su país. Bajo el título Cuando
Europa hablaba francés (excelente, como todas, la edición de la editorial
Acantilado) Fumaroli refrenda con todo lujo de erudición todas y cada una de
las palabras que antes he citado del volumen de la Historia de la Literatura Española. España y sus ilustrados en esto
al menos no eran una excepción. Pero si París ha seguido manteniendo a lo largo
de los siglos el prestigio de capital cultural europea, lugar de peregrinaje y
asentamiento de tantos intelectuales y artistas (desde el Modernismo, los
movimientos de vanguardia, el exilio de tantos españoles después de la guerra
civil, o más actualmente los periodos obligados de nuestros escritores hispanos
y americanos, hasta llegar algunos
incluso a fijar su residencia en la llamada con cierta cursilería “la
ciudad de la luz” o “la ciudad del amor”); pero si París no ha perdido ese
prestigio –decíamos-, a pesar de los parisinos, otra suerte y muy distinta ha
corrido su idioma. Hoy esa necesidad de “saber idiomas” que tenían los
ilustrados europeos del siglo XVIII es la misma que tenemos todos en esta
sociedad, pero ya no es el francés el que necesitamos saber, sino el inglés,
que se ha convertido en el idioma internacional que nos han impuesto y, si
París no ha perdido ese “glamour” (palabra cursi) tan atractivo como decadente,
otras son ya las ciudades de referencia para la cultura occidental (Nueva
York), y el francés lamentablemente se ha ido hundiendo en los planes y sistemas
educativos de nuestros escolares hasta alternar como optativa con otras materias.
Ya hace de esto sus buenos años, en los centros educativos se estudiaba el
francés como primer idioma (apenas rastro se anunciaba del inglés), y hasta
hace poco un grupo (aunque cada vez menos numeroso) de excelentes alumnos y
alumnas aún mantenían el francés como primera lengua extranjera. Eran los años
de esplendor o el canto del cisne, últimos restos ya sin duda de aquella
antigua idea ilustrada del lejano siglo XVIII, como lejano queda ya también el
nombre por el que se conoció en nuestro país la sífilis. José López
Romero.
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