De entre los cientos de miles de
escritores, millones incluso, que la historia, en ese ejercicio de justicia tan
poética como implacable, ha ido abandonando en las cunetas del olvido con el
correr de los tiempos, como cadáveres sin nombre apilados en estremecedoras
fosas comunes, uno queremos recuperar, rememorar, aunque solo sea por unas
líneas, a modo de rebelión contra la tiranía de esa historia que, para lamento
de muchos, pone a cada cual en el lugar que le corresponde. Don Vicente
Fernández de Rebolledo y Meneses, segundón de una antigua familia que
disfrutaba de medianas y acomodadas rentas en un pueblo cercano a Toledo, no
halló, según fuentes no dignas de mucho crédito, medio más adecuado para medrar
en la corte donde reinaba, sobre el propio rey, don Manuel el choricero, que
las letras. Un más que mediocre “Panegírico o lección filosófico-moral sobre
todas las bellezas y virtudes que adornan a nuestro príncipe de la paz”, que le
hizo llegar a Godoy, le valió de inmediato el favor de este y un lugar de
privilegio en el círculo más íntimo y estimado por el dueño, en aquel
turbulento final del siglo XVIII, de España. Y con el favor del privado, su
propia riqueza, el lujo, las fiestas, el despilfarro y la protección de sus
amigos y allegados, que iban medrando a la par que el escritorzuelo,
enriqueciéndose con él en la misma medida que se esquilmaban las arcas
públicas. Todo un ejemplo de los tiempos que ahora corren ¿o son los mismos
tiempos y los mismos infames personajes? Se cuenta, finalmente, que don Vicente
Fernández de Rebolledo y Meneses, exiliado en Orthez (sur de Francia), y
agonizante de tuberculosis, olvidado de todos, pobre hasta la miseria y
repudiado por su propia familia, llegó a escribir, en un alarde de cinismo
estas palabras como si de su epitafio se tratara: “muy alto precio he pagado
por mis escritos”. El olvido, del que no lo salvarán por fortuna estas líneas,
es su justa tumba y su única recompensa. José López Romero.
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