“Pá –mi hijo. Me temo lo peor- ¿Tú sabes
francés?”. Como se dice ahora: lo peor, no; lo siguiente. “Tengo un A2 por la
escuela de idiomas que es lo mismo que un máster” –le contesto ufano. A mi
hijo, todo amor filial, se le escapa una risilla sardónica. “A ver si me puedes
traducir esto”, y me pone por delante un párrafo escrito por algún demonio
francés sobre yo no sé qué máquina de vapor. Y esto me hacer recordar que cada
vez que me enfrento a uno de esos endemoniados prospectos de algún artilugio o
electrodoméstico (los de los televisores pueden ser un buen ejemplo), siempre
termino por acordarme del autor del texto y, por supuesto, de su traductor al
castellano. Un recuerdo de admiración, dicho sea a modo de aclaración de
intenciones. Porque no concibo actividad más aburrida o tediosa que la de
traducir esos dichosos prospectos. ¡Mucha ilusión le tienen que echar a la vida
estos profesionales para levantarse todos los días sabiendo el trabajo que les
espera encima de sus mesas! Y sin embargo, por poner dos ejemplos aunque
literarios, Andrés Hurtado, el protagonista de El árbol de la ciencia, célebre novela de Pío Baroja, nunca fue más
feliz que en su etapa en que se dedicaba a traducir artículos científicos para
revistas especializadas; y Ricardo Mazo, el protagonista del cuarto relato de Los girasoles ciegos, al menos distraía
su angustioso encierro detrás del armario, aporreando silencioso la Underwood
para hacer las traducciones del alemán que a su mujer Elena le encargaba la
empresa Hélices, una auxiliar de empresas estatales de aeronáutica. Y aunque
personajes de ficción, de ellos podemos aprender que cualquier trabajo, por muy
insulso que nos parezca, tiene sus puntos positivos (comodidad en Hurtado;
consuelo o evasión por unos momentos de su angustia en Mazo). “Pá, ¿cómo va
eso?”, me pregunta asomando su cara dura, rodeado yo de diccionarios mientras
él finiquita en minutos un helado. “Te veo con ilusión. Esa es la actitud, pá”.
“No molestes a tu padre”, le oigo a la madre. Lo que me faltaba: la santa y el
angelito. José López Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
viernes, 29 de abril de 2016
miércoles, 27 de abril de 2016
RESEÑA: "MENDEL EL DE LOS LIBROS"
Mendel el de los libros
Stefan Zweig.
Acantilado, 2009.
De nuevo es la Viena de entre siglos (XIX-XX)
el escenario en el que Zweig desarrolla la historia de Jakob Mendel, un viejo
comerciante de libros que tiene su “oficina” en el café Gluck de la capital
austríaca. Sentado desde que abre hasta que cierra el establecimiento, se
dedica a atender a todo el que quiere consultar libros antiguos, descatalogados
o de segunda mano, o cualquier dato bibliográfico porque Mendel, el de los
libros, solo lee catálogos y catálogos que se van acumulando y grabando en su
memoria de forma prodigiosa. La inoportuna lluvia hace que el narrador se
resguarde en el “Gluck” y recuerde al viejo Mendel, a cuyos servicios
bibliográficos tuvo que acudir para un trabajo de investigación. La curiosidad
lo lleva hasta la mujer de la limpieza que le cuenta la historia de Mendel, el
de los libros. J.L.R.
domingo, 10 de abril de 2016
PASIONES
Nunca sabremos cómo terminó encontrando
uno de los pocos ejemplares de la primera edición que los repertorios
bibliográficos consignaban entre libros raros y curiosos. Pasados tantos años y
al hacer balance de su vida, aquel libro seguramente se perdió entre los
intersticios de su memoria y ni una referencia nos dejó de su encuentro. Pese a
su juventud, tenía muy claro que una de las actividades a las que dedicaría
buena parte de su tiempo iba a ser la bibliofilia, y quería cuanto antes
iniciar su pequeña pero selecta colección de primeras ediciones, en la medida
en que sus posibilidades económicas se lo permitiesen. Y para su propósito ya había
llegado a sus oídos que no muy lejos de donde vivía, a uno de los muchos cafés
de su Viena natal, al café Gluck, acudía todos los días y se sentaba a la misma
mesa un viejo judío de memoria prodigiosa, de un saber bibliográfico
extraordinario; se llamaba Mendel, Mendel “el de los libros”. Y en sus manos, a
su conocimiento enciclopédico se confió el joven Stefan para desarrollar una de
sus grandes vocaciones: su amor por los libros. Y fue el viejo judío el que lo
puso tras los pasos de aquella obrita publicada en su primera edición en París,
en el año 1669, y titulada “Cartas portuguesas”. Cinco cartas componían el
pequeño volumen, escritas por la monja Mariana Alcoforado y dirigidas a
Marqués Noël Bouton de Chamilly, conde de Saint-Léger, capitán de la caballería
francesa que había participado en el asedio de Ferreira, villa del Alentejo
portugués, y cercana a Beja, en cuyo convento vivió Mariana y sufrió su pasión
por aquel militar. Cuando el joven Stefan pudo tener en sus manos aquella
preciosa joya de la literatura amorosa, leyó el final de la primera de aquellas
encendidas cartas: “Adiós; amadme siempre y hacedme sufrir aún mayores males”,
pensó que aquel sentimiento tan puro, aquella pasión que lleva a la amante al
más alto sufrimiento bien se correspondía con su amor por los libros. José
López Romero.
viernes, 1 de abril de 2016
CLÁSICOS
Revisando estos días la obra de Miguel de
Cervantes, sobre todo su producción teatral, aunque hace unas semanas había
iniciado la relectura de El Quijote,
y el año pasado ya me las tuve con sus Novelas
ejemplares, cada vez que me encuentro con un clásico (y este señor del que
hablo lo es por excelencia), más convencido estoy de que la lectura de estos
autores, tan alejados de los tiempos que hoy corren, es un ejercicio no
reservado ni indicado, me atrevería a decir, para todos los lectores, por muy
buenos y constantes que estos sean. Y no se me entienda esto como un gesto de
presunción, más lejos de mi intención y de lo que aquí quiero exponer. Como
tampoco se pueden leer sus obras en la primera edición que encontramos o le
echamos la mano en una librería o una biblioteca. La lectura, el uso y disfrute
de nuestros grandes escritores y sus obras, cuanto más distanciados en el
tiempo exigen de un conocimiento previo en aspectos filológicos que sobrepasan
a buena parte de la población lectora activa. Pongamos el caso de nuestro
ilustre príncipe de las letras, ya que estamos de efemérides. En cuanto a
ediciones que las librerías ponen a la disposición de la ciudadanía, las más
actuales sin duda son las que está editando la R.A.E. en su Biblioteca Clásica,
colección en la que lleva editadas de don Miguel La Galatea, El Quijote (por supuesto), las Novelas ejemplares, los Entremeses
y las Comedias y tragedias, y ya se
anuncian Viaje del Parnaso y poesía
completa y El Persiles, para
completar toda la obra. Sin embargo, estas ediciones, fiables donde las haya,
son muy engorrosas de leer por el aparato de notas de que se acompañan; notas
que son necesarias para la aclaración de expresiones, vocablos o cualquier
pormenor digno de información, pero que entorpecen la lectura, sobre todo las
dedicadas a variantes textuales. De acuerdo con esto, más recomendables son
otra ediciones que solo recojan esas notas aclaratorias que el lector agradece
y no le interfieren, sino todo lo contrario, su lectura. Y para ello ediciones
como la de Clásicos Castalia o Cátedra, por ejemplo, (¡además de mucho más
económicas!), son sin duda más accesibles. Pero, incluso con una buena edición
en nuestras manos como las que acabamos de citar, hay que reconocer que el
grado de dificultad de la lectura de un clásico sigue siendo alto, sobre todo
porque nuestro castellano dista ya mucho de aquella lengua, compañera del
imperio, a cuyo esplendor contribuyeron nuestros grandes clásicos. ¿Estamos,
por tanto, condenados a no entenderlos y, en consecuencia, a no leerlos, o que
los lean solo los que los entiendan? Ni mucho menos, sino todo lo contrario. La
recomendación sería empezar a leer clásicos como El Lazarillo, La Celestina, y si queremos rendirle nuestro homenaje
particular al gran Cervantes, buenas son las Novelas ejemplares, novelas cortas, entretenidas, con las que
cualquier lector o lectora disfrutará sin duda, disfrutará de un clásico en
estado puro. ¡Y sobre todo: absténganse de modernizaciones! José López Romero.
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