“Pá –mi hijo. Me temo lo peor- ¿Tú sabes
francés?”. Como se dice ahora: lo peor, no; lo siguiente. “Tengo un A2 por la
escuela de idiomas que es lo mismo que un máster” –le contesto ufano. A mi
hijo, todo amor filial, se le escapa una risilla sardónica. “A ver si me puedes
traducir esto”, y me pone por delante un párrafo escrito por algún demonio
francés sobre yo no sé qué máquina de vapor. Y esto me hacer recordar que cada
vez que me enfrento a uno de esos endemoniados prospectos de algún artilugio o
electrodoméstico (los de los televisores pueden ser un buen ejemplo), siempre
termino por acordarme del autor del texto y, por supuesto, de su traductor al
castellano. Un recuerdo de admiración, dicho sea a modo de aclaración de
intenciones. Porque no concibo actividad más aburrida o tediosa que la de
traducir esos dichosos prospectos. ¡Mucha ilusión le tienen que echar a la vida
estos profesionales para levantarse todos los días sabiendo el trabajo que les
espera encima de sus mesas! Y sin embargo, por poner dos ejemplos aunque
literarios, Andrés Hurtado, el protagonista de El árbol de la ciencia, célebre novela de Pío Baroja, nunca fue más
feliz que en su etapa en que se dedicaba a traducir artículos científicos para
revistas especializadas; y Ricardo Mazo, el protagonista del cuarto relato de Los girasoles ciegos, al menos distraía
su angustioso encierro detrás del armario, aporreando silencioso la Underwood
para hacer las traducciones del alemán que a su mujer Elena le encargaba la
empresa Hélices, una auxiliar de empresas estatales de aeronáutica. Y aunque
personajes de ficción, de ellos podemos aprender que cualquier trabajo, por muy
insulso que nos parezca, tiene sus puntos positivos (comodidad en Hurtado;
consuelo o evasión por unos momentos de su angustia en Mazo). “Pá, ¿cómo va
eso?”, me pregunta asomando su cara dura, rodeado yo de diccionarios mientras
él finiquita en minutos un helado. “Te veo con ilusión. Esa es la actitud, pá”.
“No molestes a tu padre”, le oigo a la madre. Lo que me faltaba: la santa y el
angelito. José López Romero.
Las cuatro de la madrugá y yo sin dormir!!!!! Es que entre El Niño y el pare estoy apañá.
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