Nunca sabremos cómo terminó encontrando
uno de los pocos ejemplares de la primera edición que los repertorios
bibliográficos consignaban entre libros raros y curiosos. Pasados tantos años y
al hacer balance de su vida, aquel libro seguramente se perdió entre los
intersticios de su memoria y ni una referencia nos dejó de su encuentro. Pese a
su juventud, tenía muy claro que una de las actividades a las que dedicaría
buena parte de su tiempo iba a ser la bibliofilia, y quería cuanto antes
iniciar su pequeña pero selecta colección de primeras ediciones, en la medida
en que sus posibilidades económicas se lo permitiesen. Y para su propósito ya había
llegado a sus oídos que no muy lejos de donde vivía, a uno de los muchos cafés
de su Viena natal, al café Gluck, acudía todos los días y se sentaba a la misma
mesa un viejo judío de memoria prodigiosa, de un saber bibliográfico
extraordinario; se llamaba Mendel, Mendel “el de los libros”. Y en sus manos, a
su conocimiento enciclopédico se confió el joven Stefan para desarrollar una de
sus grandes vocaciones: su amor por los libros. Y fue el viejo judío el que lo
puso tras los pasos de aquella obrita publicada en su primera edición en París,
en el año 1669, y titulada “Cartas portuguesas”. Cinco cartas componían el
pequeño volumen, escritas por la monja Mariana Alcoforado y dirigidas a
Marqués Noël Bouton de Chamilly, conde de Saint-Léger, capitán de la caballería
francesa que había participado en el asedio de Ferreira, villa del Alentejo
portugués, y cercana a Beja, en cuyo convento vivió Mariana y sufrió su pasión
por aquel militar. Cuando el joven Stefan pudo tener en sus manos aquella
preciosa joya de la literatura amorosa, leyó el final de la primera de aquellas
encendidas cartas: “Adiós; amadme siempre y hacedme sufrir aún mayores males”,
pensó que aquel sentimiento tan puro, aquella pasión que lleva a la amante al
más alto sufrimiento bien se correspondía con su amor por los libros. José
López Romero.
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