Un buen hijo es el
título de un relato autobiográfico que publicara en 1992 el filósofo, ensayista
y novelista francés Pascal Bruckner (París, 1948). En España la editorial Impedimenta
lo publicó en 2015. El comienzo no puede ser más impactante: el
narrador-protagonista-autor tiene diez años y antes de acostarse suele cumplir
con sus oraciones, como le ha enseñado su madre, pero en esta ocasión le pide a
Dios: «Dios mío, os dejo la elección del accidente,
pero haced que mi padre se mate». Tiene sus buenos motivos para
ello. Su padre es un maltratador que por cualquier motivo, a veces provocado
por él mismo, les pega sus buenas
palizas a su madre y a él, además de ejercer la violencia psicológica en la que
es un verdadero maestro. Varias son las escenas con que el narrador ilustra
este vil y despreciable comportamiento de su padre, al que para completar su
perfil nos lo presenta como un nazi en ideología y en la práctica (antisemita,
racista, etc.). La novela o relato autobiográfico con estos mimbres podría
haberse convertido en una narración de una dureza insoportable para cualquier
lector; sin embargo, el autor lo va suavizando al relatarnos que la familia
(los tres miembros: padre, madre e hijo) también disfrutaban de momentos de
felicidad, que también nos describe. De esta manera, el monstruo que es su
padre, se va destiñendo, va perdiendo su categoría de maltratador y nazi para,
a través de un proceso de ridiculización, frivolizarlo hasta convertirlo en un
payaso digno más de lástima que de repulsión. Así, acaba por resultar ridículo
el olfato que tiene para detectar a los judíos; sus vaivenes ideológicos (llega
a votar a la izquierda), cómo llora en brazos de su propia mujer el abandono de
una de sus amantes (lo que le parece conmovedor al narrador); su obsesión por
distinguir su apellido Bruckner del Brückner (con diéresis) judío, o las deudas
y sablazos que les pega a amigos y familiares al final de su vida, o la
suciedad o desaseo en que cae antes de ser internado en un hospital donde,
jugadas del destino, lo cuidan enfermeras negras y árabes.
¿Y la madre? Aguanta hasta llegar a cierto masoquismo los
malos tratos de su esposo, del que nunca ha querido separarse a pesar de los
consejos de su hijo y familiares y de que no tenía dependencia económica de
aquel. El único motivo de su negativa es sus firmes convicciones religiosas, como
miembro de una familia católica en la que no están bien vistas las separaciones
matrimoniales. La madre queda en el relato de su hijo en un segundo plano, una
mujer sumisa, plegada a la voluntad de su marido, aunque se cruzaban insultos
en sus continuas peleas; una mujer que nunca supo hacerse con las riendas de su
vida, porque siempre se sintió dependiente de alguien, su marido que la
maltrataba, o de algo, su fe católica, que le impedía separarse de aquel. El
narrador, su hijo, se compadece de ella pero le reprocha su debilidad.
Y ahora viene el narrador, el “buen hijo”. ¿Es un buen hijo
el que prefiere “poner entre paréntesis” a su familia antes que enfrentarse a
sus problemas? ¿Es un buen hijo el que prefiere cerrar la puerta y largarse
cuando el padre le ha pegado una paliza a su madre? ¿El que pide que lo
internen en un centro educativo para alejarse de un padre violento y una madre
débil, a la que nunca ha defendido, sino solo compadecido? El narrador confiesa
que nunca ha querido a su padre, pero que si en algún momento le hubiera
reconocido su maldad, hubiesen llorado juntos y lo hubiera perdonado. El padre
termina en el relato por aparecer, así nos lo muestra el narrador, como un pobre
hombre, un mal marido y un padre regular, pero un buen abuelo que tuvo durante
toda su vida el problema de sus convicciones nazis acompañadas de esa agresividad
y violencia que ejercía en el ámbito familiar.
En la parte
más personal, Bruckner quiere presentarse a los lectores como un hombre hecho a
sí mismo a pesar de las condiciones de su familia. Supo desvincularse de sus
padres y encontró en los libros y en algunos de sus profesores, tanto en el
instituto como en la universidad, a los padres sustitutos o adoptivos que le
dieron el calor emocional que no tuvo en su casa. Sin embargo, ninguno de estos
sale bien parado en el libro: el admirado profesor de Filosofía se le viene
abajo cuando visita su casa y conoce a su mujer; el prestigioso Roland Barthes,
quien le dirigió la tesis, se rebaja a llamar a una editorial para que no
publicaran un libro del narrador antes que uno suyo, y termina por
representárnoslo como un homosexual que no se sobrepone a la muerte de su madre
(el narrador se arrepiente de no haberlo reconfortado en aquellos momentos, ¿y
a su madre, cuándo la reconfortó o defendió cuando su padre le pegaba?) Y a
todo esto, cuidar a su padre al final de la vida de este no hay que entenderla
como una obra de caridad, sino como una carga de la que está harto hasta el
punto de sugerirle a su progenitor que se haga un “Stefan Zweig”. Y por último,
el envanecimiento del narrador por el éxito fulgurante de todos sus libros, de
cómo supo elegir la libertad que le daba la escritura antes que el trabajo
docente, que le daba seguridad pero le coartaba la creatividad (¡Cuántos
grandes escritores han compaginado sus labores creativas con sus labores
docentes!). En realidad y aunque no sea, por supuesto, la intención del autor,
resulta menos ridículo su padre, un ser repulsivo en tantos aspectos, que el
propio autor, tan presuntuoso y ególatra que logra sin proponérselo por cansar
al lector.
Cuando
terminas de leer esta novela la pregunta es obligada: ¿un buen hijo?
Gracias a todos los
miembros del Club de Lectura de la Biblioteca Central de Jerez. Sin la sesión
que celebramos el sábado, 17 de enero de 2020, esta opinión nunca se hubiera
redactado.
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