El 25 de enero de 1856
Cándido Nocedal, a la sazón miembro del Partido Moderado, presentaba en el
Congreso de los Diputados una proposición: el gasto a cargo del presupuesto del
Ministerio de Fomento de 400.000 reales para la compra de ejemplares de la
Biblioteca de Autores Españoles (B.A.E.), que serían repartidos entre los
centros de enseñanza de todo el país. Argumentaba dicha inversión el político
en los siguientes términos: “mientras haya en el mundo un resto de buen gusto,
mientras haya amor a las letras, mientras haya afición al estudio, no se
borrarán jamás nuestros monumentos literarios. Allí donde no llega nuestra
espada, allí donde no alcanza nuestra influencia política, allí llegará el
nombre glorioso e inmortal de Cervantes y de Lope, de Calderón y Quevedo. En
vano es que se hayan borrado nuestras conquistas; no por eso ha desaparecido
nuestra nacionalidad, porque no estaba en nuestras conquistas ni en nuestras
influencias: estaba en nuestros monumentos literarios”. Tenía claro Nocedal o,
al menos, se puede deducir de sus últimas palabras que la cultura de un país es
lo que realmente lo identifica como nación y, por ello, es responsabilidad de
los políticos preservar y proteger cualquier manifestación cultural, en este
caso la célebre Biblioteca de Autores Españoles, como medio de difusión de
nuestros clásicos, esos escritores por los que somos conocidos en todo el
mundo. Al mismo tiempo, con aquella subvención o compra de ejemplares se
mejoraba la economía de la editorial de Manuel Rivadeneyra, que publicaba la
colección y que no atravesaba por sus mejores
momentos. Hoy, todas las campañas de fomento o animación a la lectura,
desprovistas ya de ese matiz patriótico tan del gusto decimonónico, tienen como
fin la mejora de la competencia lectora especialmente de niños y jóvenes, cuyos
índices de lectura por sus bajos porcentajes llegan a producir cierta alarma
entre las autoridades culturales y docentes. Pero ¿hay alguna iniciativa que
podamos comparar con aquella del diputado Nocedal? Es ya una resignada
afirmación de que cuando faltan o escasean los dineros públicos, los grandes
damnificados son los proyectos culturales, que de inmediato pasan a los cajones
de los políticos sin muchos remordimientos de conciencia; y así, en los centros
educativos desde hace sus buenos años no se reciben ni libros ni una dotación
especial para su compra, con lo que las modestas bibliotecas escolares se
nutren o con cargo al presupuesto general del centro, cada vez más menguado, o
con la aportación de las sufridas Ampas. Dicho de otro modo, las campañas de
animación a la lectura, presentadas a bombo y platillo, dependen de la
voluntad, gratia et amore, de los que en ellas participan; y en las aulas, de
los profesionales que a pesar de los escasos medios, no dejan de predicar en el
desierto las bondades de la lectura a un público cada vez más desafecto a ella.
Hoy, como a mediados del siglo XIX, podemos seguir pensando, al igual que
Cándido Nocedal, que en la cultura residen las señas de identidad de una
nación, y en los niveles de lectura un elocuente indicador de aquella. Leer el
discurso de aquel político moderado en la sesión del 25 de enero de 1856, es un
ejercicio muy recomendable para los políticos de hoy. José López Romero.
Pero Figura, ¿tú crees que los políticos de hoy leen?
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