Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

sábado, 13 de diciembre de 2014

LOS LUGARES PROHIBIDOS

Sin duda Sebastián Rubiales es un majareta. Porque solo la generosidad de los majaretas, como él dice, puede escribir y regalarnos un libro como “Los lugares prohibidos” (Renacimiento, 2004). Un libro de viajes que no es exactamente tal, un libro de reflexiones y meditación sobre el ser humano y sus circunstancias pero que tampoco lo es en sentido estricto. Además, ¿qué tienen que ver la plaza de San Marcos, en Venecia, con Majarromaque; qué relación puede existir entre Tesalónica y el Salto al cielo? Quien se acerca a un libro de viajes suele encontrarse con una determinada geografía y una misma perspectiva, la mirada atenta y escrutadora del viajero que quiere apresar el instante, convertirlo en palabras, y con ello elevarlo a la categoría de historia. Más lejos de la intención de Sebastián Rubiales, para quien el paisaje, los distintos lugares que nos va describiendo se forman, como nuestro propio yo, y de ahí la estrecha relación que mantiene el autor con todos, con “mimbres de olores, luces y sombras, vegetaciones, humedades, vientos y mares, sonidos, palabras ignoradas, creencias esplendorosas, sueños fracasados –valga la redundancia-, proyectos, recuerdos…” Porque a través de las descripciones de Rubiales sentimos el olor dulce y pegajoso de Tesalónica, como podemos imaginar la vista de París que a nuestros encendidos ojos se ofrece desde la altura del Château d’Eau; o como disfrutamos de los colores rosados y anaranjados del atardecer de la desembocadura del Guadalquivir; o incluso olemos la derrota en el Cabo de Gracia de todos los que, incautos, naufragaron en ese “mar altanero y desafiante que no esconde los peligros”, ayudado por el viento de Levante, “que tiene la voluntad artera de quien vive en el doblez de la traición, pero en esta costa se siente tan dueño, tan infinitamente poderoso, que ni siquiera se toma la molestia de parecer amable”. Los paisajes o lugares prohibidos de Sebastián Rubiales son, como él quiere, sensaciones, páginas de historia, y sobre todo belleza, perfección (plaza de San Marcos), y sueños (Majarromaque); lugares soñados que si el viajero se deja llevar, sin las prisas y la impaciencia de los europeos, te ofrecen lo mejor de ellos, porque no de otro modo puede encontrarse a sí mismos (San Juan de Puerto Rico). Ya decíamos al principio que no era este libro una meditación, y sin embargo cuando hemos pasado su última página y cerrado el libro, no hemos podido por menos que dedicar unos minutos a reflexionar sobre la necesidad, cada vez más urgente, que tiene el ser humano por hacerse con sus propios “lugares prohibidos”, o soñados, o deseados. Sebastián Rubiales nos invita a celebrar la belleza, a “pasear despreocupados por los lugares prohibidos para recibir en el rostro el airecillo húmedo del mar y, en las manos, la luz azul de la tarde que comienza a ser noche”. Yo, Sebastián, también quiero ser un majareta. José López Romero.

sábado, 6 de diciembre de 2014

PASIONES Y PENUMBRAS

A diferencia de los narradores, poco proclives a cambios cuando el método funciona, el poeta, el bueno, está en un permanente proceso de transformación y renovación, a menos que quiera convertirse en un productor industrial de poemas prefabricados. Y digo todo esto porque acabo de leer el último poemario que se añade a la ya larga trayectoria poética de José Lupiáñez titulado “Pasiones y penumbras” (ed. Carena, 2014) y los cambios son significativos con respecto a “La edad ligera” (2007), su penúltimo libro, cambios que nos muestran la permanente preocupación del poeta, la búsqueda de nuevos tonos que incorporar a su ya rico acervo literario. Una trayectoria poética la de J. Lupiáñez cuyas  cifras pueden impresionar: el año que viene se cumplen los treinta y cinco de su primer libro “Ladrón de fuego”. Pero es que Lupiáñez –todo hay que decirlo- empezó muy joven en este siempre esforzado oficio de hacer versos. Una obra poética tan dilatada como fructífera y variada, con una exultante madurez que va del barroquismo, al intimismo y de este a una poesía escrita a luz de las pasiones y a las tímidas sombras de las penumbras. Pero ni en los poemas más apasionados la luz nos ciega, ni en las penumbras la oscuridad es tan completa. En muchos de estos últimos poemas se percibe un fondo de melancolía, consecuencia de una madurez que es conciencia de lo vivido y también de lo inexorablemente perdido. No nos sorprende el abundante uso del alejandrino, del heptasílabo, de estructuras estróficas tan clásicas como intemporales como el soneto (ya en alejandrinos, ya en endecasílabos. Magnífico el conjunto dedicado a los meses), y no nos sorprende porque sabemos del gusto clásico, la influencia que sobre Lupiáñez han ejercido (porque los conoce como pocos) desde Garcilaso (“Voseo garcilasiano”), San Juan, pasando por Góngora, Bécquer hasta llegar al gran Darío, y porque ya en su “Número de Venus” nos dejó excelente constancia de su dominio del alejandrino. “Sobre las aguas”, el poema que cierra la primera parte del libro, antes de comenzar con las “penumbras” es un ejemplo del tono decadente, melancólico, misterioso e inquietante que domina buena parte de los poemas: “por esas ondas iba tu belleza, libre, / coronada de trinos, inventando reflejos / de gloria fugitiva, encendiendo deseos / y penumbras en mi alma…”. El poema inicial “Alguien me llama” nos trae ecos del “pórtico” de “Número de Venus”; y otros se resuelven en una de las constantes de la poesía de Lupiáñez: la captación de escenas que evocan momentos de un pasado que ahora, a la melancólica luz de las penumbras se recuerda (“Niño antiguo”) o parecen leyendas en verso (“Otoño en la Alpujarra”). La desnudez de la amada, los abrazos, las caricias forman parte de esas pasiones a veces efímeras, otras insatisfechas, otras interrumpidas (“No le abras a nadie”). Pero también las penumbras, el compromiso con su tiempo (“Éxodo”), la tristeza de los días (“Día gris”) y, finalmente, el sentido de acabamiento y pérdida: “Adiós a cuantos fuisteis marineros conmigo, / cuando la mar nos daba con su furia en el rostro. / ¿Para qué la nostalgia? ¿Acaso fuimos libres? / Adiós, nuestro navío se ha perdido en la noche; / el puerto queda lejos y nadie nos aguarda.” (“Canción del hereje”). “Pasiones y penumbras”, un libro pleno. José López Romero.



sábado, 29 de noviembre de 2014

¡CON LO QUE TÚ ERES!

-“Father, con lo que tú eres, ¿por qué no fundas un partido político?”, me dice mi hija con la misma sonrisa en los labios con la que su madre me mira cuando salgo de la ducha. La puñetera niña no me aclaró qué quería decir “con lo que tú eres”, mejor dejar las cosas así (tampoco me he atrevido a preguntarle a la madre por qué se sonríe en un acto tan cotidiano y natural). Pero la simple propuesta de meterme en política, como están las cosas, no me hacía deducir nada positivo de aquella expresión. Sin embargo, al calor de la ya tan manida y nunca emprendida regeneración y de las nuevas formaciones que van devorando el sistema actual, un partido de lectores sin remedio no digo yo que no tuviera sus simpatizantes. Al margen de ideologías de izquierdas o de derechas, la literatura está llena de textos que nos enseñan el buen gobierno, el ejemplar comportamiento de los gobernantes y la relación que éstos deben mantener con los gobernados. Pero si tuviéramos que elegir uno de ellos, sin duda nos quedaríamos con las lecciones que don Quijote le da a Sancho antes de convertirse en el gobernador de la ínsula Barataria (II parte, capítulo 42). Un modelo de sensibilidad, de sentido común, de dignidad y de honradez en el uso del poder que tanto se echa en falta en estos tiempos. Si los que durante estos años más que mandar, nos han mangoneado, hubieran tenido como texto de cabecera los consejos del divino loco a su escudero, seguro que otra muy distinta sería la triste situación que ahora sufrimos. En cualquier caso, ni tengo edad ni pelo para dejarme la coleta (con lo que la expresión de mi hija es aún más sospechosa por lo hiriente), ni me veo yo en mítines leyendo “El Quijote” a una masa tan desencantada que apenas lo entendería. Aunque yo tengo ya muy claro el eslogan de campaña, el mismo que aparece en el emblema como marca del impresor Juan de la Cuesta: “Post tenebras spero lucem”. José López Romero.

  

sábado, 15 de noviembre de 2014

DEUDA

Ha tenido que pasar demasiado tiempo para recordar que tengo una deuda pendiente y, por ello, más vergonzante con un escritor y con los lectores que se acercan a estas líneas. En mi descargo puedo argumentar que son tantos en tantos siglos que no uno, sino un ciento y hasta millares son los escritores que se te pueden escapar, y que necesitaría más de tres vidas para leer algo, no todo, de aquellos que realmente merecen la pena. Por fortuna para mí, aunque debí encontrarme con sus novelas mucho antes (nunca es tarde…), puedo contarme entre el sin duda enorme grupo de rendidos lectores de Francisco González Ledesma. Hace unos meses, después de haber leído varias de sus narraciones, me hice con la reedición que la editorial Menoscuarto publicó de su primera novela “El adoquín azul”, una narración breve sobre la represión de la dictadura. Una novelita por la que podemos comprobar que González Ledesma es mucho más que un escritor de novela negra. Pero no hubiese hecho falta tal demostración, porque en sus propias novelas policíacas, con su comisario Ricardo Méndez como protagonista, ya se puede apreciar que González Ledesma es un escritor de mucho más recorrido y profundidad de lo que te permite o creemos que permite el género negro. Si la figura del Méndez crepuscular, ya de vuelta de tantas batallas cuyas huellas se dejan notar en las cicatrices del cuerpo pero también del alma, nos acerca al tipo de protagonista clásico del género, son la fina ironía, la capacidad del personaje para reírse de sí mismo, la mezcla de lo trágico y lo cómico los rasgos que relacionan a Méndez con los personajes más emblemáticos de la literatura española, y a las novelas de González Ledesma con la mejor de nuestra literatura clásica. Después de leer “Expediente Barcelona” y “Una novela de barrio” me di cuenta de que quizá el género policíaco anglosajón podía estar sobrevalorado, al amparo de las versiones de Hollywood; de que el emergente y ya consolidado género norte-europeo no dejaba de ser una literatura menor, incluso con productos de desecho (caso de Stieg Larsson); y de que la novela negra mediterránea bien merecía un buen periodo de atenta y, de seguro agradecida, lectura. Si ya había descubierto hacía unos años a Donna Leon y su Brunetti enredado en los turbios asuntos políticos, sociales y económicos tan italianos, y a Camilleri con su amable Montalbano (personajes cuyas series televisivas lejos de hacerles justicia, los ensombrecen), o a Petros Márkaris y su comisario Kostas Jaritos, la lectura de González Ledesma ha sido en mi caso uno de los grandes y afortunados descubrimientos de los últimos años. Con él y con los lectores de esta página había contraído una deuda que espero haya pagado. Ya solo me queda seguir leyendo sus obras… ¡Qué pena no encontrar su nombre en un monográfico sobre la novela negra en España publicado por una de las revistas literarias del momento!. José López Romero.


 

viernes, 7 de noviembre de 2014

PLACAS

La calle “library way” de Nueva York, o el tramo de la 41 que desemboca en la Quinta Avenida y, de esta, en el imponente edificio de la Biblioteca Pública de la ciudad, está llena de placas, hasta 96, encastradas en las dos aceras de la calle, que recogen otras tantas citas de escritores y sabios referidas al libro o a la lectura. En Internet hay numerosas entradas que nos aclaran la historia y detalles de estas emblemáticas placas que, a medida que uno se va acercando a la Biblioteca, a la que está viendo al fondo de la 41, puede ir leyendo y pisando. Esta curiosidad puede entenderse de muchas maneras, pero no deja de ser un ejemplo más de la profunda admiración que la cultura anglosajona siempre ha mostrado por el libro, y de la que tanto, pese a los siglos que de nuestra cultura mediterránea nos contemplan, debemos aprender. Me recordó las placas de Nueva York la iniciativa de la que nos informaron diferentes medios de comunicación que ha tenido, al perecer, un colectivo de artistas urbanos de Madrid, llamado “Boamistura”, de adornar 22 pasos de peatones del centro de la capital con versos. Y así los cientos y miles de viandantes que cruzan por dichos pasos pueden alegrarse el día con frases como: “A veces reírse es lo más serio” o “Madrid, te comería a versos”. Hace ya unos años me hice eco en esta misma página de un comentario de una joven poeta, que proponía sacar a la calle a la poesía. La idea, por tanto, de Boamistura no es nueva, como tampoco el comentario de la joven, porque iniciativas de sacar a pasear la literatura ya la tenemos en aquellas bibliotecas ambulantes del XIX o en el fenómeno moderno de los “crossing books”, al que varios artículos ha dedicado mi compañero de página. Partiendo de que cualquier idea que pretenda acercar el libro y su lectura a la gente, es por sí misma encomiable, mucho me temo que “te comería a versos” se quede perdido en el almacén de imágenes de un infinito número de móviles como una curiosa anécdota urbana. Las placas de Nueva York llevan allí desde 1998. José López Romero.

 

sábado, 1 de noviembre de 2014

CALLAR A TIEMPO

Los hay que hacen de la literatura un medio de vida, y muchos que siguen intentando vivir de ella; los hay también que convierten su  vida en literatura, a veces de ciencia ficción, otras de terror; pero también los hay que hacen de la literatura su vida, y la viven con la pasión y el dolor, con la felicidad y la desgracia, con la alegría y la tristeza que nos proporciona el mismo hecho de vivir. A este pequeño y admirable grupo de escritores pertenece Mauricio Gil Cano. El conocimiento de años de Mauricio y su obra, sobre todo poética, dan testimonio de lo que acabo de escribir. Un testimonio que el lector que se acerque a sus poemarios comprobará sin duda, desde  su 19 sonetos y un canto a Venecia, pasando por Declaración de un vencido hasta llegar a la última entrega Callar a tiempo (Ediciones En Huida), sin olvidarnos de la labor que durante años ha ido desarrollando en los distintos medios de comunicación como crítico, y como coordinador y director de diferentes y variadas propuestas literarias (taller de creación literaria en la Fundación Caballero Bonald; director de la colección de poesía “Hojas de bohemia”), que representan una importante contribución al panorama cultural de nuestra ciudad. Unidas, así pues, literatura y vida, Callar a tiempo es la crónica de las últimas páginas de ese libro vital de Mauricio Gil Cano; crónica de un vivir en el que no falta ningún elemento, ni sentimiento, ni actitud que a un hombre le pueda ser ajeno: la pasión amorosa (el soneto en alejandrinos “Tú sabes”), pero también el anhelo del otro (“La espera”, dedicado a Carmen); el compromiso del hombre con su tiempo y su destino (su inicial “Para aprender vinimos”), o con el prójimo (“Symposion”); la relación del hombre con un dios que es sacrificio, muerte, resurrección, salvación de ahí los versos dedicados a Cristo (“Calvario”, “Dios agonizante”, “Spe Salvi”); el dolor de la creación literaria (“Yo”; “Callar a tiempo” que le da título al conjunto); pero sobre todo la concepción del hombre como náufrago o ángel caído pero “definitivamente humano”, porque los poemas de Mauricio son miradas hacia el interior en un permanente buscarse y comprenderse, entender en definitiva a un yo en conflicto dialéctico consigo mismo. Se cierra el poemario con un apartado de “Homenajes”, en los que destaca el poema dedicado a su madre y a poetas como Miguel Hernández o Jaime Jaramillo Escobar de los que celebra su compromiso vital. Por los poemas transitan referencias, versos, citas de Cernuda, de Juan de la Cruz (sobre todo), de Blas de Otero, Borges y de tantos otros que forman ese conjunto de fuentes literarias de las que Mauricio sabe coger la mejor lección: “para saber que somos lo que fuimos / y seremos aún y algún día sabremos / quizá que habremos sido”. José López Romero.

sábado, 25 de octubre de 2014

ARRANCAR

Una de las primeras escenas de la célebre El club de los poetas muertos (cursi película) y que asombra a pupilos y espectadores por lo que supone de iconoclasia, es el arranque tan colectivo como festivo de las páginas de un libro. Una carta de presentación del nuevo profesor ante sus alumnos que, salvadas las tímidas reticencias de los más empollones, termina por ganarse a todos, incluido el patio de butacas. Porque a pesar del acto de lesa bibliofilia, de atentado contra la cultura, al fin y al cabo no deja de ser un acto de destrucción, de mutilación de un libro, ¿a quién no le han entrado ganas (¡y no digamos escolares y sus horribles libros de texto!)  de cometer este pecado inconfesable y, por ello, de difícil perdón y, por tanto, de ninguna penitencia, aunque ya se me ocurrirá algo. Y todo esto viene al caso porque leyendo El sueño del Rey Rojo. Lecturas y relecturas sobre la palabra y el mundo, de mi admirado Alberto Manguel (libro del que no arrancaría ni una letra, dicho sea de paso), me encuentro con la anécdota del moralista decimonónico Joseph Joubert quien, según Chateaubriand, “cuando leía arrancaba las páginas que no le gustaban, logrando así una biblioteca enteramente a su gusto, compuesta de libros huecos en tapas que les quedaban grandes”. Los que decidimos hace tiempo unir nuestro destino a la literatura, a los libros en general, como un bien tan preciado como necesario para considerarnos ciudadanos con derecho a voto, arrancar aunque solo sea una página de un libro, por muy infame que esta sea, no podríamos entenderlo si no es como un acto de cobardía ante el propio libro, por su indefensión, y ante el mismo autor, al que ni siquiera le concedemos el derecho a defender su obra. Antes que la mutilación, cierro el libro y ya buscaré en mi agenda de direcciones a quién se lo regalo. José López Romero.

sábado, 18 de octubre de 2014

GENERACIONES

Hace ya unos meses presentó Luis García Montero su última novela titulada “Alguien dice tu nombre” en nuestra ciudad. Y tanto la presentadora, Mamen Ramírez (magnífica su intervención), como después el propio poeta-novelista insistieron en las mismas claves e intención de la novela: un retrato de la España de la década de los años 60, en el que García Montero ha querido analizar y explicarse aquella sociedad que no lograba desembarazarse de la dictadura de Franco, pero que se enfrentaba a un futuro no muy lejano con ilusión y  expectativas renovadas porque algo estaba ya cambiando. Una época, los 60, marcada por la venta a plazos, los primeros televisores, los primeros coches pequeños pero familiares, acontecimientos todos estos que a muchos, incluido García Montero, nos cogió con una edad en la que no podíamos darnos cuenta de lo que ellos suponían, pero que veíamos en nuestros padres y en nuestras propias casas. De ahí que García Montero destacase en su intervención la figura paterna y la educación y respeto que las familias intentaban inculcar a sus hijos. Y con el correr de los años, y el paso de la infancia a la adolescencia, de la que también habló el escritor, las aficiones comunes, y sobre todo las inquietudes, las culturales, las sociales pero también las políticas, que se reflejan de forma tan trascendente en la novela. Todo el público que llenaba por completo el hermoso patio donde se celebraba la presentación se veía reflejado en las palabras de García Montero, porque a casi todos nos cogió por aquellos grises años de los 60 entre la infancia y la adolescencia y porque en la década siguiente vivimos con la intensidad que esa edad requiere aquellas inquietudes culturales y políticas. Las palabras de García Montero no hicieron más que recordarnos algo ya vivido. ¿Y la juventud de ahora? ¿qué hemos hecho mal cuando ni se acercan a escuchar a García Montero? José López Romero.

sábado, 12 de julio de 2014

RECOMENDACIONES

El adoquín azul

Francisco González Ledesma. Menoscuarto, 2014.

Como sobre Francisco González Ledesma volveremos en breve, nos centraremos en la reseña de esta novela que ve su segunda edición en la editorial Menoscuarto, ya que se publicó por vez primera y se regaló como promoción (asómbrense los lectores) junto con la revista “Interviú”, cuya editorial había comenzado una colección de “obras inéditas de los mejores autores de novela negra en castellano”, en el año 2002. Y en esto tenía toda la razón la colección porque González Ledesma nos ofrece una breve pero intensa muestra de su maestría como narrador con este “adoquín azul”. Montero, protagonista de la novela, logra escapar de la policía franquista gracias  a la ayuda de Ana, una misteriosa mujer de la que solo sabe que es esposa del despiadado jefe de policía Ponce. Al cabo de los años y de vuelta de Nueva York, instalado de nuevo en Barcelona, Montero se dedica a buscar a Ana, su amor interrumpido. J.L.R.  

viernes, 6 de junio de 2014

PEDRO SEVILLA

Hace unas semanas el club de lectura de la biblioteca municipal celebró una sesión especial, por primera vez en los años que llevamos funcionando teníamos la oportunidad de tener al autor del libro que íbamos a comentar delante de nosotros. Un libro de poemas y su poeta, o dicho más concretamente: la antología “Todo es para siempre” (Renacimiento) y su autor, Pedro Sevilla. A la novedad de la presencia, habría que añadirle esa aura de distanciamiento que, por tradición romántica, envuelve la relación entre artista y resto de mortales. La admiración y hasta veneración que todos sentimos ante cualquier persona dotada de esa capacidad solo atribuida a los dioses: la de crear. Esa fue la sensación, la atmósfera que se respiraba momentos antes de que entrara Pedro Sevilla en la sala donde iba a celebrarse la sesión. Atmósfera que desde sus primeras palabras el poeta se encargó de disipar, para convertir el encuentro del escritor con sus lectores en un diálogo; un diálogo no del artista con sus admiradores, sino de la persona con otras personas. Y a través de sus poemas fuimos desgranando recuerdos, vivencias, sentimientos que, como hombres y mujeres, todos hemos tenido. La poesía de Pedro Sevilla es una poesía que nos alcanza a todos en todos los aspectos, porque es un ser humano como todos nosotros. La voz pausada en la lectura de sus propios versos fue otro de los regalos que nos llevamos en aquella jornada sin duda inolvidable. Y en su recuerdo ahora me doy cuenta de que no hablamos con el escritor, porque nada se dijo de su proceso de creación, de cómo va puliendo unos versos que salen de ese rincón tocado por el dedo divino (no cabe otra explicación), sino con el hombre, el que por el solo hecho de vivir sufre pero también siente la felicidad en compañía de sus amigos, de su familia, de aquellos que ya no están pero cuyo recuerdo los hace revivir. Hablamos con un enorme poeta, hablamos con un enorme ser humano. José López Romero.

sábado, 31 de mayo de 2014

CLÁSICOS

-“Tenemos que llevarlos al médico” –le decía su mujer, mientras veían cómo sus hijos dormían plácidamente, ajenos a la inquietud de sus padres. A la madre ya le asomaban dos lágrimas como tronchos de lechuga (José Ángel dixit). –“Pero ¿a qué médico?” –le respondía su marido que no daba crédito a la escena que estaba viviendo o tal vez soñando, porque aquello más tenía de pesadilla que de realidad. Eran las tres y cuarto de la madrugada y su mujer lo había despertado con una pregunta sacada de lo más profundo de algún desequilibrio mental de origen quizá genético (algo había ya detectado en su suegra): -“Oye, Manuel, ¿tú sabes si los niños han leído El Lazarillo?” Velando embobados ahora su sueño, otras preocupaciones asaltaban a la mujer: ¿y El Quijote? ¿y la Eneida o la Odisea? ¿y el Poema de mío Cid? Cuanto más pensaba aquella frustrada madre, más tronchos de lechuga corrían por sus mejillas, mientras el padre, ya insomne, repasaba con la vista las estanterías de las habitaciones de sus hijos que estaban atestadas de libros infantiles y juveniles propios de su edad. Cuando volvieron a la cama, la conclusión de aquella mujer era toda una declaración de intenciones y como tal la entendió el marido, es decir, como una amenaza en toda regla: “¡mañana mismo empiezan con los clásicos!”. En cierta ocasión cité una frase de Rosa Montero, creo recordar, que venía a decir que los clásicos no son un punto de partida, sino una meta; y sin que sirva de precedente, estoy totalmente de acuerdo con esta opinión. En un mundo en que la lectura es una actividad en desprestigio y lamentable decadencia entre la clase estudiantil, sea de secundaria y hasta universitaria, que además tiene que hacerse un hueco a codazos entre el uso y, sobre todo, el abuso de las nuevas tecnologías, que algunos escolares lleguen a adquirir el hábito lector debe entenderse como todo un éxito que sin duda corresponde a sus profesores pero, sobre todo, a sus padres, porque con su ejemplo o su insistencia han logrado que sus hijos no solo no rechacen los libros, sino que se entretengan y disfruten con ellos. Pero en este largo y tortuoso camino, lleno de obstáculos, hay que ser muy cuidadosos con los lugares donde ponemos el pie y cuánto podemos forzar la marcha. Sin ser santo de nuestra devoción, no se le puede negar el mérito a la literatura juvenil, porque en sus variados géneros pueden encontrar los escolares el libro que los enganche definitivamente a la lectura, y a través de ésta seguro que terminarán tarde o temprano por llegar a los clásicos, como un libro lleva a otro hasta llegar a esa meta de la que nos hablaba Rosa Montero. Y a veces por forzar demasiado, por querer que lean lo que todavía no está al alcance ni de sus gustos, ni de sus inquietudes y menos aún de su conocimiento para llegar a disfrutarlos como se merecen, terminamos por convertirlos en desertores de la lectura. Cinco y media de la mañana. –“Manuel, ¿por cuál te parece que empecemos?”. –“Por La isla del tesoro. Todo un clásico.” José López Romero.

sábado, 24 de mayo de 2014

RENEGAR

Aunque hay cientos de novelas mejores o, al menos, más entretenidas, Aire de Dylan, de Vila-Matas, no deja de tener sus aspectos de interés, en concreto y para lo que aquí nos interesa ese “Archivo General del Fracaso” que está formando el protagonista, Vilnius Lancastre. Aprovechando una estancia en Los Ángeles, a Vilnius se le ocurre, para ir engrosando el cuanto menos curioso archivo, poner un anuncio en la prensa local (Los Ángeles Times) con el ofrecimiento de entrevistar a los cineastas de Hollywood que quisieran confesar las películas o fragmentos de ellas que desearían suprimir. Y ya se relamía el ingenuo Vilnius con las confesiones de Francis Ford Coppola, quien seguramente solo salvaría las dos primeras partes de El padrino, o con las de Martin Scorsese renegando de todas sus películas, a excepción de No Direction Home, excepción en la que hay que observar el interés de Vilnius por salvaguardar la imagen de Bob Dylan por su parecido con el famoso cantante. Y así pasaría por sus entrevistas-confesiones lo más granado del cine americano abjurando de todo. Sin embargo, la decepción es mayúscula cuando nadie responde al anuncio. Y es curioso que en muchas entrevistas a personajes famosos estas mismas preguntas aparezcan con frecuencia: ¿qué suprimiría usted de su labor profesional? ¿de qué está usted más arrepentido de haber hecho? Preguntas que recuerdo se les suele hacer a actores y actrices que tienen un “oscuro” pasado en el llamado “cine de caspa” nacional; y sin embargo, pocas veces o casi nunca se las he visto formular a escritores, será porque, como los directores de cine de Hollywood, no se arrepienten de nada de lo escrito o, seguramente, no quieran confesar sus páginas u obras más infames. Y si famoso fue el caso de Juan Ramón Jiménez persiguiendo obsesivamente los ejemplares de Ninfeas y Almas de violeta, sus dos primeros libros juveniles, no conocemos otro caso igual. ¿Y sus mejores obras? De ellas ya se encargan sus propios autores de publicitarlas. José López Romero.

sábado, 10 de mayo de 2014

MEMORIA

Los recuerdos que más indeleblemente se graban en nuestra memoria, y que esta conserva de forma más nítida, son sin duda los vividos en aquellos años que van de la infancia a la adolescencia y de esta a la juventud; es decir, esa etapa en la que vamos cambiando la inocencia del niño por las inquietudes de la pubertad, en las que tanto tienen que ver las hormonas en plena ebullición. Y con estos recuerdos, indisolubles también corren los de nuestros maestros y profesores y, con ellos, los libros que nos hicieron tanto sufrir o divertirnos tanto. Entre mis recuerdos de niño o púber goza de un puesto de privilegio aquella Enciclopedia Álvarez, hasta el punto de que cuando hace unos años se publicó una reedición, seguramente para nostálgicos, no dudé en adquirir un ejemplar. En el interior del original, es decir, de aquel ejemplar de la Enciclopedia que manejé de niño, mi señorita había puesto mi nombre con una L de López, que reconozco en la que yo ahora hago. Y con la famosa “Álvarez”, los cuadernos Rubio de cuentas y de caligrafía, y un poco más mayorcitos los no menos célebres y torturadores Miranda Podadera. Y así como hice con la Enciclopedia Álvarez, en cuanto se volvieron a editar, adquirí el de ortografía y el de redacción que precisamente me acompañan, junto con el ejemplar de la Enciclopedia, cuando esto escribo. Aún recuerdo los dictados del demonio de aquel Miranda Podadera, que con el afán de practicar unas determinadas grafías eran ininteligibles o, al menos eso nos parecían en aquellos sin duda maravillosos años. Hoy, la historia se escribe de muy distinta manera. Y no porque las nuevas tecnologías, los manuales digitales estén desbancando o estén en serio proceso de sustitución del libro en papel; porque esto no deja de ser un asunto de formatos. No me refiero a eso. El problema, el más grave, está en que historia se escriba sin h-, o desbancando con –v- porque ni siquiera se sabe su significado. Llevamos años, demasiados, en los que en las escuelas se ha desatendido la ortografía, y ahora nos damos cuenta de que una falta de ortografía más que un error lingüístico es una falta de urbanidad y respeto hacia nuestro lector; y llevamos los mismos demasiados años desatendiendo la redacción y, así, es imposible que nuestros escolares puedan superar una mínima prueba, la más básica, de cualquier materia. Hace unas semanas volvía a la actualidad el fracaso de nuestros estudiantes y se echaban las culpas sobre todo a una metodología obsoleta, anticuada basada fundamentalmente en lo memorístico. No le falta razón al informe. Porque si a las aulas volviesen la  Enciclopedia Álvarez con esa combinación perfecta de nociones o conocimientos básicos, ejercicios prácticos, lecturas y ejercicios de comprensión, pero también su parte memorística, y los Miranda Podadera con sus endemoniados dictados y su curso de redacción, no me cabe ninguna duda de que otros serían los resultados de nuestros escolares y otra la historia, o quizá la misma que yo viví y ahora disfruto con su recuerdo. José López Romero.

domingo, 27 de abril de 2014

ACTITUD

“-Esa es la actitud” – decía mi hijo mientras tecleaba un wasap con destino a no sé quién; prueba contundente e irrefutable  que desactiva la leyenda negra de que los hombres no pueden hacer dos cosas a la vez. La verdad es que el comentario fue la única intervención de la conversación familiar que  manteníamos su madre y yo, a cuenta de una idea que se me ocurrió sobre la marcha con el único fin de romper el silencio conyugal: “-lo mismo Ramón y yo hacemos otra novela y la presentamos a un premio. Uno de esos que dan los amigos del gremio”.  “-¿Pero no decíais los dos que queríais engrosar la lista de escritores con el síndrome Bartleby, que tan bien analiza Vila-Matas en su libro Bartleby y compañía?, me reprochaba mi mujer. “- Sí – le reconocía yo- Pero unos miles de euros no vienen nunca mal”. Y entonces soltó mi hijo sin levantar la cerviz del móvil “-esa es la actitud”, pensando más bien en el más que improbable dinerito por ganar, que en darme ánimos creadores. Y todo porque el otro día me encontré con un antiguo compañero que, según me confesó, se ganaba un suplemento económico haciendo de jurado en distintos certámenes literarios. Llevaba ya unos diez años prejubilándose y eso, junto con las amistades que había sabido conservar en ciertos círculos literarios, le permitía ser miembro de premios a los que acudía gustoso no solo por el dinero, sino también por la siempre atractiva frase “gastos pagados”.  Escritores de cierto prestigio -seguía con su confesión- no tenían escrúpulo alguno en que apareciera su nombre entre los miembros de un jurado a cambio de una cantidad según caché.  Y así ya puede explicarse –le comentaba yo- la composición de ciertos jurados y la concesión de ciertos premios. “¿Pero tú has leído la primera novela? –le pregunté a mi hijo”. “Pues claro, pá. ¿No te acuerdas que me la tuve que leer a cambio de que me levantaras el castigo sin salir un fin de semana?”. “-¡Esa es la actitud, hijo!.” José López Romero.

lunes, 7 de abril de 2014

SOMBRAS SOBRE GREY

En Las conversaciones (libro que reseñamos hace unas semanas en esta misma página) de César Aira, el protagonista-narrador en primera persona comenta, ya en las líneas finales del breve relato, que detrás de los guiones de muchas películas está todo un equipo de expertos que estudian hasta los más mínimos detalles de la trama, hasta el punto de que “un miembro se especializaba en chistes, otro en el costado romántico, otro en la cuestión científica, otro en la política, había un experto en verosímil, uno en procedimientos policíacos, uno en psicología, y así sucesivamente”. Para terminar con la siguiente conclusión: “Desde el punto de vista artístico, el método tenía sus ventajas y desventajas”. Como todo en la vida, me atrevería yo a decir. Es posible que las fuertes cantidades de dinero que cuesta una película y la necesidad al menos de recuperar lo invertido, si no se pretende que sea un éxito, exija este tipo de organización que le quita ese prestigio de cine de autor, en favor de una creación colectiva y quizá excesivamente programada. ¿Pasa esto mismo con la literatura? La figura del “negro” siempre ha existido y de vez en cuando nos acordamos de ella cuando salta a la actualidad a consecuencia de algún escándalo. Y rumores hay que detrás de algún que otro best-seller hay todo un equipo de escritores en la sombra, como aquel del que nos hablaba el protagonista de Las conversaciones. Pero no me imagino que uno sea especialista en diálogos, otro en descripciones, otro en diseño de personajes, etc. Porque de esa manera me negaría a considerar el resultado final como literatura, sino más bien como una producción en cadena, es decir, de productos envasados o enlatados, en definitiva, lectura basura. Pero lo que no deja de ser un ejercicio de elucubración basada en simples rumores (no otra cosa son las reflexiones del protagonista de Las conversaciones), puede que tenga más de un viso de verosimilitud. También las editoriales invierten sus buenas cantidades de dinero en la edición de libros y, sobre todo, en la publicidad de obras que son, sin lugar a dudas, muy malas. Pongamos por caso el éxito de Cincuenta sombras de Grey de E.L. James. Está claro que el sexo con su puntito sadomasoquista siempre ha dado resultado, no hace falta hacer un estudio de mercado para comprobarlo porque el cine y la literatura lo han demostrado y certificado ampliamente en productos cuya calidad los hacen incomparables con el best-seller de James; pero ¿quién es esta E.L. James, apellido por otra parte muy corriente? ¿realmente es la autora o una señora que ha prestado su identidad, a cambio de pasar a la historia como la perpetradora de este libro, detrás del cual habrá, me imagino, un equipo de “negros” pasándoselo bien con las carnes y curvas sinuosas de la estudiante? Y ya puestos a imaginar, seguro que si no este año, el que viene, la tal E.L. James aparecerá de nuevo por las librerías con un nuevo relato, esta vez sobre el mundo de los negocios, crisis bancarias y rubia despampanante, que convertirá en película el incombustible Michael Douglas. Al tiempo. José López Romero. 

domingo, 30 de marzo de 2014

BEST SELLER

Hubo un tiempo (“cualquiera tiempo pasado fue mejor”) en que cuando mi mujer se quedaba sin lectura, me pedía alguno de mis adorados libros; y cuando eso sucedía siempre le sugería el “Relox de príncipes”, de fray Antonio de Guevara. La edición que conservo en casa es un tomaco editado por la Conferencia de Ministros Provinciales de España (CONFRES), y en cuanto le enseñaba el libro a mi mujer, no hacían falta palabras; tanto hemos llegado a conocernos en estos tan largos como amorosos años de vida en común, que en su mirada podía leer el sitio en que me sugería meterme la magnífica edición del “Relox de príncipes”. Nada le reprocho, todo lo contrario, hasta la comprendo. Ocioso es decir que de un tiempo a esta parte no me pide libros. Y la verdad es que no sé qué le indignaba más si el autor o si la obra, pero lo cierto es que tanto el uno como la otra fueron en su época auténticos best-sellers. Fray Antonio de Guevara fue en la década de los años 20 y 30 del siglo XVI uno de los escritores más leídos en toda Europa, y su obra más emblemática, el “Libro áureo de Marco Aurelio” alcanzó un enorme éxito de ventas nada más imprimirse por vez primera en Sevilla en 1528. Un éxito que prolongó con sus obras siguientes, entre ellas las “Epístolas familiares”, el “Menosprecio de corte y alabanza de aldea”, y el citado y no muy bien acogido “Relox de príncipes”, editado en 1529 en Valladolid, ciudad donde Carlos V había trasladado la corte y donde el fraile de la orden franciscana ostentaba el cargo de cronista oficial por nombramiento del propio emperador, quien con buen gusto leía las obras de su fiel servidor, consejero y escritor de algunos de sus discursos. Hoy, para perfilar este artículo, mi mujer me ha visto coger el voluminoso ejemplar y si en esta ocasión su mirada no me ha dicho nada, en la sonrisilla de sus labios he advertido el recuerdo de aquel sitio donde ella pretendía que metiese tan eximia obra. ¡Qué buena memoria tiene! José López Romero.



sábado, 22 de marzo de 2014

ESTILOS

“Me recomendaron este libro y lo tuve que dejar al poco de empezarlo. Es un ladrillo. Y la pena es que me costó unos buenos euros”. “Pues yo, en cambio, me compré este, y me resultó muy entretenido”. ¿Quién no ha oído no una, sino muchas veces estos comentarios cuando de hablar sobre libros y lecturas se trata? Y sin embargo, afirmar que hay libros para todos los gustos, épocas y bolsillos es una obviedad que cualquier interesado en la lectura puede comprobar fácilmente a poco que se pase por una librería. Ya no puede ser una excusa para justificar el desapego de la lectura no haber dado con un libro que le haya absorbido hasta el punto de no poder dejar de leerlo; ni tampoco la falta de tiempo, porque siempre, si realmente se tiene interés, se encuentra esa media hora, al menos, todos los días para coger el libro que has podido dejar en la mesilla de noche; y mucho menos quejarse del precio de los libros, porque ediciones hay de bolsillo que colman perfectamente las inquietudes lectoras de cualquier aficionado. Otros casos son ya las ediciones especiales o para especialistas, o incluso, reconozcámoslo, si uno quiere leerse el libro de su autor favorito nada más salir a la venta; casos en los que se aprecia hasta cuánto puede llegar a ser cara la cultura en este país. Variedad, pues, y accesibilidad en todos los aspectos que también notamos en los estilos. Para definir el estilo de Robert Walser, el gran escritor suizo que murió loco en 1956, en muchas ocasiones se ha utilizado el adjetivo “naif”, una ingenuidad no exenta de ironía y burla que podemos apreciar en novelas como “El paseo” o “Jakob von Gunten”. Esa misma fina ironía que mezclada con el sentido del humor británico gustamos en autores como Roal Dalh o Alan Bennett, y últimamente en Julian Barnes o Nick Hornby. Pero anda por ahí otro estilo, otra opción para el lector, que gusta del párrafo más que largo, infinito, acorde a los laberintos y retorcimientos de la mente, de la psicología de unos personajes tan atormentados como la sintaxis que utilizan sus autores. El ejemplo más acabado de esta literatura bien puede ser Thomas Bernhard, obras como “Tala” o “La calera” están escritas sin capítulos, ni siquiera un mísero punto y aparte, es decir, ninguna concesión al lector; en esa misma línea, aunque más condescendiente y generoso con sus numerosos lectores, podemos inscribir a Javier Marías o, más actual, a Marcos Giralt Torrente con su novela “París”, premio Herralde de 1999 (aquí reseñada la semana pasada). Estilo que, a pesar de la evidente dificultad que presenta, cuenta también con un nada desdeñable número de  seguidores. Dos propuestas u opciones tan distintas que entre ellas cabe un sinfín de estilos, que la literatura pone a disposición del lector para que este elija lo que mejor se acomode a su gusto, tiempo y bolsillo, sin que ninguno de estos tres elementos se vea perjudicado por los otros. José López Romero.

viernes, 14 de marzo de 2014

PEDAGOGÍA

En el recientemente aparecido tomo 2 titulado “La conquista del clasicismo. 1500-1598” de la excelente Historia de la literatura española (editorial Crítica), dirigida por José Carlos Mainer, se insiste en uno de los aspectos fundamentales del Humanismo que ya había sido puesto de relieve por Eugenio Garin (gran estudioso del Renacimiento europeo): la pedagogía y, sobre todo, la renovación en el sistema educativo procedente de la Baja Edad Media. Por eso, argumentan los autores del volumen: “algunos de los principales humanistas del Quattrocento fueron excepcionales pedagogos”, y hasta editores de textos para las escuelas. En el Museo del I.E.S. Padre Luis Coloma aún se conservan, gracias a la labor impagable de rescate de Mª Dolores Rodríguez Doblas y de Miguel Hernández Zarandieta, manuales escritos por los propios profesores que impartieron su docencia en el siglo XIX en nuestro ilustre instituto. Pero volviendo al humanismo renacentista, los autores de “La conquista del clasicismo” ponen como ejemplo y punto de partida del humanismo en Castilla la publicación de las Introductiones latinae  del gran Nebrija (Salamanca, 1481). Y no porque esta gramática fuera un mamotreto farragoso de normas y reglas con el único fin de hacer más sufrido aún de lo que ya por su naturaleza es, el aprendizaje de los escolares, sino por todo lo contrario, porque era una pequeña gramática que contenía las reglas más básicas y esenciales del latín para que después alumnos y profesores, con ese breve compendio de fácil manejo, aprendiesen la lengua latina a través de la lectura y comentarios de los autores clásicos. Un cambio que revolucionó el sistema educativo español del siglo XVI. Hoy, no necesitamos tanta perspectiva histórica como desde la que contemplamos los más de cuatro siglos pasados desde los tiempos de Nebrija, para reconocer que la historia del sistema educativo español de las últimas décadas lejos de ser una revolución humanística, ha sido un estrepitoso fracaso. Un fracaso en el que todos los elementos, estamentos, instituciones, es decir, todos los que tienen algo de parte en el sufrido, e ingrato a veces, quehacer de la docencia, tienen su buena parte de culpa que nadie le debe quitar, ni de la que nadie puede inhibirse. Y una de las grandes damnificadas es sin duda el aprendizaje de las lenguas extranjeras o idiomas, hasta el punto de que ya se están haciendo estudios de genética para analizar si al español le falta en su ADN el gen del idioma. “No estamos dotados”, reconocemos resignados cuando abandonamos después del enésimo intento por aprender inglés. Pero más grave aún es que nuestros escolares se pasen años y años con una asignatura para que después no sepan mantener una mínima conversación básica en la lengua extranjera que tanto trabajo y tiempo les ha costado. Quizá después de tanto tiempo transcurrido lo único que necesitemos es un Nebrija que ponga un poco de orden y cordura para solucionar tanto fracaso. José López Romero.  

viernes, 7 de marzo de 2014

DEPORTE

Si las estadísticas están para creérselas a medias, la mitad que tienen de verdad nos explica con solo unos pocos números lo que está pasando o los cambios que se producen en la sociedad. Un dato: “en los primeros seis meses de 2013 se publicaron 1.379 libros (un 4%) de temática deportiva. El libro más vendido fue el de Antoni Daimiel sobre la NBA”. Quizá la literatura deportiva (¿hablaremos ya de un género?) no haya interesado tanto a lectores-espectadores y deportistas-protagonistas porque la cultura, no sé si por una tradición mal entendida, ha conciliado poco o nada con el ejercicio físico. A pesar de que los tiempos de Pahíño quedan ya muy lejos, aún la opinión pública se sigue sorprendiendo de que los deportistas en general, y los futbolistas en particular, tengan inquietudes culturales e intelectuales. Hace unos días, en una entrevista reportaje a Juan Mata, el flamante fichaje del Manchester United, el periodista destacaba las dos carreras universitarias que estaba estudiando y sus gustos lectores, entre los que citaba a Haruki Murakami. Y no por casualidad he nombrado antes a Pahíño, porque hace también un tiempo que leí en un periódico cómo este jugador, que se llamaba en realidad Manuel Fernández y Fernández y que militó durante la década de los años 40 en equipos como el Real Madrid y el Celta de Vigo, gustaba de leer a los novelistas rusos, lo que junto con algún incidente con un cierto general de la época, le valió no pocos disgustos. El caso de Pahíño lector de Tolstoi, Dostoievski e incluso Hemingway por aquellos terribles años de la postguerra sí era una rarísima excepción, pero que aún se siga destacando en Juan Mata su gusto por la lectura, en pleno siglo XXI, es una forma de decirnos que el mundo del fútbol en este aspecto ha cambiado muy poco o casi nada. Y es una lástima porque, ya lo he dicho en otras ocasiones, no habría mejor campaña para la lectura que saliera Messi o CR7 en la televisión recomendando un libro. Aunque, y perdonen mis prejuicios, no me los imagino. José López Romero. 

sábado, 22 de febrero de 2014

MIS LIBROS

Pintura de Jonathan Wolstenholme
De entre los cientos de libros que tengo en mi casa y que ya abarrotan y hasta desbordan las estanterías, los muebles y cualquier otro espacio susceptible de colocar un libro, aunque sea de canto, hay tres o cuatro que llevan varios meses detrás de mí con el afán de que los lea. En más de una ocasión, al pasar cerca de ellos he notado como un siseo y a veces hasta un suave agarrón de la manga, todo para que les preste atención y decida, de una vez por todas, leerlos. Y en más de una ocasión he tenido que pasar más deprisa que de costumbre y con un “no es el momento. No tengo tiempo ahora”, tan apresurado como mi paso, me he escabullido, como cuando te asalta en la vía pública una señorita para explicarte las magníficas ofertas de una tienda de perfumes o las últimas novedades en telefonía móvil. Y al volverme, ya pasado el estante, noto la profunda decepción marcada en sus portadas y vuelven a ordenarse en el anaquel, del que se habían adelantado unos centímetros con el fin de abordarme a mi paso. Y aunque ya la situación es de por sí desagradable, la tensión aumenta cuando me dispongo a coger otro libro para su lectura. Percibo una cierta agresividad en el ambiente, y más de una vez he creído oír un “¿y por qué este, si lo has comprado hace menos tiempo que a nosotros? ¿Es acaso más interesante? ¡Si ni siquiera nos has visto por dentro para comparar! ¡Qué ingratitud!”. Yo soy el primero en reconocer que un libro está escrito con el único fin de que sea leído, y hasta puedo seguir reconociendo que todo libro tiene algo que puede interesar a cualquier lector, hasta del peor algo se aprende, suele decirse aunque en esto tengo mis serias dudas, casi certezas de lo contrario después de llegar a mis manos alguna publicación última. Pero la compra de un libro obedece a muy variadas razones. Unos son exclusivamente de consulta; otros, la mayoría, se compran para saber que se tienen en el momento en que se decide su lectura; y los menos, para leerlos de inmediato por algún motivo especial o incluso profesional. Y más de un libro del tercer grupo ha pasado al segundo por falta de tiempo o porque ese motivo urgente ha terminado por dilatarse hasta posponer sine die su lectura. Y si abundamos en ello, cada vez estoy más convencido de que hay libros y, si me apuran, tipos de libros, que tienen una edad para leerse (¡aquellas obligadas lecturas de infancia y adolescencia!), y la mayoría un momento del año, y que pasados estos ya nos cuesta más esfuerzo emprender su lectura, o no se digiere esta si las condiciones hubieran sido las idóneas. Pero estas razones ¿quién se las puede explicar a mis descontentos libros? Hoy me he acercado a ellos y les he dicho que en estos días voy a coger uno. A la media hora me grita mi mujer: “¡Ya estamos otra vez! ¿qué les has hecho a los libros? En esta estantería hay tres o cuatro peleándose a hoja partida y diciéndose unos a otros “yo el primero”. ¡Que los libros se peleen por su lectura, mientras los humanos se pelean por no leer! El mundo definitivamente al revés.  José López Romero.

RESEÑAS

La civilización del espectáculo
Mario Vargas Llosa. Punto de lectura, 2012.
Su faceta como novelista ha oscurecido un tanto su labor como finísimo crítico literario, con una serie de trabajos que tiene en títulos como “García Márquez: historia de un deicidio”, “La orgía perpetua” (un ensayo dedicado a Flaubert y su “Madame Bovary”), o “La verdad de las mentiras” (magnífico repaso por las veinticinco mejores novelas del siglo XX) excelentes ejemplos de su dedicación a la literatura. Pero Vargas Llosa es mucho más que eso. Es sobre todo un hombre preocupado por el mundo en el que le ha tocado vivir, y por ello concienciado de que ningún problema le debe ser ajeno, y que aborda incansablemente en sus artículos periodísticos. Y en relación con ello, tenemos “La civilización del espectáculo”, un trabajo en el que critica la banalización de la cultura actual que lejos de ser el motor y transformador de la sociedad, se ha convertido en puro entretenimiento y diversión. Un libro muy recomendable en todos los aspectos. J.L.R.

Viaje sentimental
Laurence Sterne. Debolsillo, 2012.

Laurence Sterne está indisolublemente unido a su gran novela “Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy” (buena edición en Cátedra, Letras Universales; aunque más famosa es la traducción de Javier Marías, premio Fray Luis de León de traducción de 1979). Y con el “Tristram Shandy” su no menos íntima relación con el “Quijote”, del que se convirtió Sterne en uno de sus grandes seguidores ingleses. El “Viaje sentimental” relata las experiencias vividas por el propio Sterne cuando decide viajar por Francia e Italia en busca de climas más templados para su maltrecha salud. Se respira en toda la obra esa fina ironía tan característica de los novelistas ingleses del XVIII (Fielding, por ejemplo) y que en Sterne es uno de sus rasgos más sobresalientes. A pesar de los recelos de los británicos por el continente, el calificativo de la obra, “sentimental”, define a la perfección el tono y la actitud de Sterne. Un libro para disfrutar. J.L.R.  

sábado, 15 de febrero de 2014

MALES

Salvando el natural rechazo que produce el asunto, más cuando todos nos deseamos, sobre cualquier otra cosa, salud… y un poquito de dinero, de siempre me ha gustado la palabra “males” referida o como sinónimo de enfermedad. “Tiene males en la familia”, le oía a mi madre cuando de compadecer a algún conocido o amigo se trataba. Pues bien, al margen del gusto y el disgusto por las palabras, he detectado en los últimos años dos enfermedades, dos males que afectan a buena parte de la población española, uno por exceso y otro por defecto y que tienen a los libros como causa primera y única. El primer mal, al que podríamos denominar “voluminosis”, se presenta en aquellos individuos que suelen leer de forma compulsiva, devoran libros y libros, sin que quede en ellos sedimento alguno de una lectura, que se hace apresurada y falta de las condiciones mínimas para que esta vaya creando un poso de conocimiento e información. Los libros se miden por cantidad, es decir, por número de páginas por minuto, por volúmenes fagocitados por día. Y con ser esta enfermedad de pronóstico reservado, la segunda no podemos por menos que calificarla de grave. Consiste en una especie de repugnancia al formato libro. Los individuos que la padecen sufren como mareos y vómitos con la sola visión de un libro, y llegan al desmayo cuando se encuentran entre sus manos con un ejemplar de una novela que encima tienen que leer. El rechazo a la letra impresa ha sido desde los comienzos de aquel infernal invento de Gutenberg, una de las enfermedades más extendidas en la población española, hasta el punto de que por momentos, estos mismos que nos han tocado vivir, puede llegar a alcanzar la categoría de epidemia. Muchos escolares confiesan sin pudor su aversión al formato libro, a ese cúmulo de páginas encuadernadas que les obligan a leer en los colegios, sin saber, como tampoco lo saben sus propios profesores, que es el síntoma de una enfermedad. Y aunque soy partidario de la terapia de choque, en este asunto aplico el concepto de las dietas: “la que es original, no es buena; y la que es buena, no es original”. Por tanto, vida sana y buena educación. José López Romero.


sábado, 8 de febrero de 2014

PROHIBICIÓN

El 9 de junio de 1765, el rey Carlos III se sirvió “mandar prohibir absolutamente la representación de los autos sacramentales, alegando ser los teatros lugares muy impropios y los comediantes instrumentos indignos y desproporcionados para representar los Sagrados misterios de que tratan”. La Real Orden de prohibición era el resultado final de una campaña de acoso y derribo contra la representación de estas piezas teatrales tan populares en el Barroco, que habían orquestado escritores como Clavijo y Fajardo y Nicolás Fernández de Moratín emprendida años antes. Con esta medida tomada por el rey ilustrado por excelencia, se inicia una sucesión de prohibiciones a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII que llegaría hasta la primera década del siglo siguiente. Vayamos a los datos. El 17 de marzo de 1788, reinando aún Carlos III, se prohíben las comedias de magia en virtud de un auto expedido por el Juzgado de Protección de los Teatros; el 28 de diciembre de 1799 la prohibición afecta  a la ópera italiana; y finalmente, en 1800 se prohíben las comedias de jaques y bandoleros. En el abigarrado y complejo mundo teatral del siglo XVIII, donde se mezclan las tragedias y las comedias al gusto neoclásico con los epígonos de un teatro barroco a veces reformado y, las más de las veces, corrompido hasta lo irreconocible con tal de halagar el gusto de la plebe, a lo que hay que añadir la ópera y sus derivados procedentes de Italia; en este mundo, decimos, no es de extrañar que las voces intelectuales más autorizadas intentaran y consiguieran poner coto a tanto despropósito y hacer limpieza para aclarar el panorama teatral. Hoy, verbos como “prohibir” e “imponer” no tienen precisamente buena prensa y concilian poco o nada con el interés de un pueblo (ese “vulgo que gusta más de lo admirable que de lo verosímil”), que ejerce su soberanía democrática como le viene en gana. Sin embargo, cuando del dinero público se trata, quienes están encargados de administrarlo deberían ser más cuidadosos con las subvenciones a espectáculos y representaciones artísticas, porque tras la apariencia o excusa de “arte” se esconden auténticos bodrios que ya ni por lo necio y grosero da gusto. La penúltima: “Los amantes pasajeros” del inefable Almodóvar, mala hasta el delirio. Con esto ni se pretende comparar la horrorosa película con los autos sacramentales y ni mucho menos proponer su prohibición, pero no estaría de más que la propia gente de la cultura, sobre todo la más beligerante con los tiempos y las dificultades que ahora sufren y de las que tanto se quejan, mostrara su desacuerdo con la asignación de subvenciones a películas de ínfima calidad que en nada prestigia a nuestro cine, pero está claro que la sombra y la influencia del más que irregular director manchego es demasiado alargada y muy pocos, o nadie se atrevería a negarle o discutirle una suculenta subvención. ¡Y para colmo, según señalan las estadísticas, “Los amantes pasajeros” es la película española más taquillera del pasado año! “Father, vengo de ver la última película de Almodóvar”, me acaba de decir mi hija. ¡Ea! ¿Y ahora cómo publico yo esto?  José López Romero.


sábado, 25 de enero de 2014

INGLESES

Francisco Rico (palabra de Dios) comenta al inicio de su trabajo “Tiempos del Quijote” (dentro del tomo del mismo título publicado en la editorial Acantilado) la escasa repercusión que tuvo en el pensamiento literario español del XVII la novela cervantina, en contraste a la presencia entre los intelectuales de Francia y, sobre todo, de Inglaterra, huella e influencia que se dejan ver especialmente en las novelas de Fielding y en el “Tristran Shandy” de Laurence Sterne. Y fruto de ese interés por Cervantes fue la edición que Lord John, barón de Carteret, sufragó, y que Rico describe como “el más solvente y suntuoso “Quijote” que hasta entonces se había visto, en cuatro soberbios tomos impecablemente impresos en Londres por J. y R. Tonson, con pie de 1738”. Esta referencia que me he permitido coger prestada del maestro Rico es una las muchas, infinitas, que podemos aducir de ese permanente interés y sobre todo admiración que los dos países, Inglaterra y España, han mantenido por sus respectivas culturas. De la misma manera que con Cervantes, podríamos rastrear la inmensa influencia de Shakespeare en la literatura española y, en general, del mundo anglosajón. Admiración y respeto, influencia y convivencia que traspasan los amplios límites de la cultura para dejarse notar en todos los ámbitos de la vida, y en esto nuestra ciudad y nuestros vinos son un buen ejemplo de lo que decimos. Por eso, no podemos por menos que lamentarnos de los bochornosos comentarios que algunos diputados ingleses nos dedicaron hace unas semanas sobre el asunto de Gibraltar. Diputados a los que, por cierto,  se les notaba en las venillas de sus caras su más que afición al sherry. Comentarios despectivos que no hacen más que defender y amparar las trapacerías, engaños y abusos de Picardo, un rufián con pinta de aquel “miles gloriosus” de Plauto, que hace honor a su apellido procedente seguramente de la Picardía. José López Romero.