“¿Estás leyendo algo?
No”, con ese lacónico “No” despachaba la pregunta una tal Dulceida, para el
siglo Aida Domenech, barcelonesa, veintiséis años, y de profesión ‘influencer’
o, como ella prefiere, 'fashion blogger'. Para introducir la entrevista la
periodista nos adelanta unos datos que a aquellos más que iniciados, enviciados
en ese mundo de las redes sociales pueden
parecerles estratosféricos: “una marca que vale dos millones de seguidores en
Instagram y atrae colaboraciones de firmas de lujo”. Apabullante. Y ya tenía yo
ganas de habérmelas con una de estas ‘influencers’, sobre todo para saber de
sus gustos, sus estudios, a qué se dedican, sus lecturas… Y aquella entrevista
me vino que ni pintiparada para satisfacer mi curiosidad que, después de leída,
se trocó en decepción. La entrevista, tanto las preguntas como las respuestas,
no era más que un cúmulo de frivolidades que iba perfilando una vida
superficial, expuesta a la contemplación en las redes de esos dos millones de
seguidores tan vacíos como la protagonista, la tal Dulceida. Que si su línea de
ropa, que si los enormes armarios de su casa, que si su móvil, sus viajes, la
música que prefiere, cuándo se pone los cascos… Pero mi curiosidad fue aún más
lejos, no quería quedarme solo con la imagen hueca de la entrevista, y me metí
en su página: cientos de fotos de todos los colores, y en todos los espacios y
tiempos, pero nunca leyendo, en ninguna aparecía un libro. Una pregunta como
¿qué estás leyendo ahora? presupone el hábito lector del interrogado, quizá por
eso la entrevistadora la formulase en estos términos “¿Estás leyendo algo?” lo
que ya es altamente significativo, ¿qué puede haber dentro de ese “algo”? nada,
como la respuesta de Dulceida, a la que siguen dos millones de replicantes, un
rotundo “No”. Pues bien, estos son los modelos, las influencias que los jóvenes
reciben de las redes sociales. Por eso, a la pregunta ¿qué quieres ser de
mayor? La mayoría responde “famoso”, es decir, “algo” o nada. José López
Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
lunes, 18 de diciembre de 2017
viernes, 1 de diciembre de 2017
FIRMAS
Empezó en una
presentación de un libro cuyo autor apenas conocía; una amiga le había
insistido tanto que no encontró excusa para no acompañarla aquella tarde de un
abril lleno de actividades en torno al libro. “Cuando termine el acto, nos
compramos el libro para que nos lo dedique el autor”, le había dicho su amiga
con la ilusión dibujada en su cara. Y fue aquella dedicatoria y la firma como
un pistoletazo de salida de lo que con el tiempo se fue convirtiendo primero en
una afición, para terminar en una obsesión por el autógrafo. Había escuchado
que incluso grandes intelectuales habían sucumbido a lo que algunos llamaban
mitomanía, hasta el punto de acudir a subastas internacionales con tal de
hacerse con fragmentos del manuscrito del ‘Fausto’ de Goethe o una página de un
cuaderno de trabajo de Leonardo, preciados tesoros que se contaban entre la
colección que había logrado reunir un tal Stefan Zweig. Pero ella no llegaba a
tanto, se conformaba con la dedicatoria y la firma de los escritores, y para ello
no escatimaba ni el esfuerzo ni la tenacidad. No se perdía ni una presentación
de libro, a la que acudía ya no con la ilusión dibujada en su cara, que le notó
a su amiga aquella primera vez, sino con la obsesión por hacerse con un
ejemplar dedicado y firmado de puño y letra. Y todos los años preparaba al
detalle su viaje a la feria del libro de Madrid. Apuntaba en una libreta su
recorrido por las diversas casetas para que ningún escritor o escritora se le
pasara, aunque tuviera que esperar horas en una cola. Y así fue formando toda
una colección de libros dedicados y firmados que enseñaba a sus amigos y
visitas con el orgullo y la satisfacción de los que se saben privilegiados,
únicos, distintos por el prestigio de su afición. Y contaba las anécdotas más
sustanciosas para lograr el ansiado botín. Y en la soledad de su casa, cuando
se sabía libre de la mirada de los suyos, pasaba sus dedos por los libros,
sacaba alguno de sus estanterías, lo abría por la página de la dedicatoria y lo
volvía a colocar en su sitio. Leerlo habría sido una profanación. José López
Romero.
viernes, 24 de noviembre de 2017
OBSESIÓN
Fue por casualidad, como
tantas otras veces en que había seguido la pista de un libro hasta lograr
poseerlo. Quizá fuera en una conversación en un congreso de bibliófilos,
círculos que frecuentaba por esa obsesión ya tan suya de hacerse con una pieza
codiciada, que se enteró de la existencia de un magnífico ejemplar de los
‘Adagia’ de Erasmo, en aquella edición que en 1508 saliera de los talleres de
Aldo Manuzio, al cuidado del propio autor. Conocía la historia de aquella
edición: el gran humanista había renunciado a su proyectado viaje a Roma con
tal de trabajar en la imprenta de Manuzio, de quien admiraba sus tipos y el
tamaño de su letra. Erasmo quería un libro manejable y de bajo coste, y solo en
los talleres del veneciano podía conseguirlo, como sabía que de su relación con
Aldo podía salir buena parte de su obra, siempre bajo su cuidado y atención.
Aquel ejemplar de los ‘Adagia’ era una pieza a la que no iba a renunciar y,
conocido el poseedor, de inmediato pasó a la estrategia. Y como si de un
asesino por encargo se tratase, lo primero fue informarse y seguir a la
víctima: su vivienda, sus costumbres, sus amistades, sus gustos, hasta que a
través de amigos comunes, lograra introducirse en la casa, y ya allí localizar
el preciado tesoro. Por los datos que había recabado, el trabajo no parecía muy
complicado, su víctima era un hombre de negocios, que solía invertir parte de
su dinero en obras de arte, sobre todo pintura, y seguramente convencido por
algún amigo se habría hecho con aquel ejemplar aldino. Su incursión en este
mundo del libro antiguo se reducía prácticamente a este texto de Erasmo. Lo que
significaba que no era uno de esos bibliófilos profesionales obsesionados por
la posesión de libros valiosos. Y dio su último paso: se hizo invitar a una de
esas fiestas que aquel hombre celebraba con cierta asiduidad, y una vez en la
casa, paseando por sus inmensos salones, descubrió dentro de un mueble, y
reposando sobre un atril el maravilloso volumen en 8º. Observó si tenía alguna
medida de seguridad que no fuera exclusivamente la cerradura de la vitrina y no
vio ningún cable que se conectara a una alarma. “El trabajo va a ser más
sencillo de lo que me esperaba”, pensó. En el descuido del anfitrión que se
multiplicaba por atender a sus invitados, cerró la puerta del salón y con una
simple ganzúa pudo abrir la puerta de cristal que lo separaba de su preciada
presa. Cuando tuvo el libro en sus manos, no se resistió a abrirlo, pasar sus
dedos por las páginas y acercar su nariz para oler el fuerte aroma a humanismo
que desprendía. Pasado aquel momento de éxtasis, se lo guardó en el bolsillo de
la chaqueta, salió del salón y se incorporó a la masa de invitados que en
amenas conversaciones se repartían por toda la casa. Cuando, transcurrido el
tiempo oportuno, fue a despedirse de su incauta víctima, esta, al saber de su
afición por los libros antiguos, le comentó con cierta complicidad: “Nunca
perdonaría al que roba obras de arte o libros por negocio, pero puedo perdonar
al que lo hace por el deseo de poseerlo, porque usted y yo sabemos que la
posesión y la contemplación de lo deseado no tiene precio, solo es pecado.
Dentro de dos semanas doy otra fiesta; espero que venga.” José López Romero.
viernes, 10 de noviembre de 2017
A LA INMENSA...
“Anda. Pásate esta tarde
por aquí y nos tomamos un café. Tengo una buena noticia que darte”. La llamada
de su editor le cogió por sorpresa, y más aún lo de la buena noticia, de la que
no quiso avanzarle nada. Y con la misma expectación se presentó en el despacho,
donde lo esperaba con el café humeante. “Tu libro –le dijo con una sonrisa de
oreja a oreja- se está vendiendo muy bien, pero que muy bien. Te confieso que
no nos lo esperábamos”. Él se removió en el sillón y se acercó a la mesa para
coger la taza y saborear un sorbo de aquel brebaje que le sabía a gloria. Se
quemó la boca, pero ¡cómo iba a quejarse ahora! El editor prosiguió: “la
campaña publicitaria no ha estado mal; pero hemos tocado a algunos críticos y,
oye, ha funcionado. Ya hemos cubierto gastos y todo lo que se venda ya son
beneficios. Lo mismo sacamos una segunda edición”. Cuando se terminó el café a
duras penas y se dieron el abrazo de despedida, de camino a casa iba rumiando
un éxito un tanto inesperado, intentaba digerir el apabullante número de
ejemplares vendidos y por vender y el dinero que podía ganar. Pero una sombra,
la maldita sombra de la conciencia se le abalanzó de pronto. Él no quería ser
un autor de éxito popular, no ahora, en su espléndida madurez como escritor, y
recordaba aquella anécdota del divino Borges que ya a una edad provecta se
asombraba de las enormes ventas de sus libros, cuando en 1932 había publicado
un texto del que solo se habían vendido en todo el año treinta y siete
ejemplares. Él quería ser así, un autor de culto, un escritor para pocos (“a la
inmensa minoría siempre”), no uno más de entre las listas de los más vendidos,
porque eso sería bastardear su literatura, menospreciar su arte. Ya tendría
tiempo de ser leído por cualquiera, ahora solo necesitaba a esos pocos que
podían saborear su estilo, como se deleita con un sorbo de un buen café. Cuando
llegó a su casa, no pudo por menos que compartir con su mujer todas sus
inquietudes, la desazón de convertirse en un escritor de best-sellers. ¿Y el dinero?
Fue la pregunta que sonó como un golpe definitivo sobre una conciencia cada vez
más débil. José López Romero.
sábado, 4 de noviembre de 2017
A QUIEN CORRESPONDA
“-Father…” (ya veo venir
a mi hija, y de inmediato alcanzo mis posiciones de defensa) “… como tú ya
sabes, a mí esto del problema catalán lo veo un poco lejos…” (¡claro! Ahora
está trabajando en Inglaterra), “… y me gustaría que con la brevedad que te
caracteriza (ironía), me lo expliques sucintamente. Dicho de otro modo, como
una de tus clases exprés (nunca he impartido clases exprés) y divulgativas, es
decir, “en plan” faena de aliño” (sarcasmo). Consciente de la guasa de la niña,
me impuse más que la brevedad, la concisión más precisa: “un grupo de
trapaceros y rufianes han declarado el si es no es de una república
inexistente”. “-Father, te has superado a ti mismo. Ahora entiendo menos que
antes. Igual que tus alumnos.” (puñalada ¿trapera?). “Pues ya que insistes
(ahora me tocaba a mí la ironía). Te lo voy a explicar con más detalle”. Y
empezaré por una cita: “habla para que te conozca y sepa quién eres”, y en este
sentido la declaración de independencia es todo un ejemplo para aplicar esta
cita: un político hueco que expresa una idea vacía, y si ya nos podíamos
suponer lo que era, sus palabras no han hecho más que confirmar y refrendar la
opinión inicial, ahora ya lo conocemos y sabemos quién es. Es el mismo vacío,
la misma oquedad que se advierte cuando utiliza términos como nación o patria,
porque “la patria es algo que cada individuo construye desde la decencia y
claridad de su propio ser. Por eso he dicho alguna vez que no deberíamos
enorgullecernos por ser de algún sitio, ni siquiera por tener una determinada
lengua –se puede ser perfectamente
imbécil en castellano, en inglés, en vasco, en catalán, en francés-. La
lengua materna en la que por casualidad hemos nacido tiene que hacerse lengua matriz,
convertirse en lengua propia hecha de libertad, de racionalidad y de
sensibilidad”. Utilizar y aplicar la razón y la ley, yo creo que no otra cosa
se les pide a los políticos, “el entrar en razón es, por supuesto, un amargo
despertar cuando la sinrazón nos cerca”. O dicho de otro modo: solo pedimos de
los que nos gobiernan el empeño de administrar lo público, lo que es de todos
con entrega absoluta a la justicia y a la verdad”. Y, en cambio, bajo el nombre
de una inexistencia lo que se ha conseguido por desgracia es “una guerra
perpetua y no declarada de una ciudad contra todas las demás… de una aldea
contra otra aldea… y una casa respecto de otra casa, y de un hombre respecto de
otro hombre”. Un enfrentamiento que recuerda otros tiempos tan negros como
estos, cuando todo nuestro empeño tendría que ir dirigido a luchar “por formar
una ciudad feliz… no ya estableciendo desigualdades y otorgando la dicha en
ella sola a unos cuantos, sino a la ciudad entera”. Nota importante: todas las
citas entrecomilladas proceden del libro ‘Los libros y la libertad’ del gran
Emilio Lledó (reseñado abajo), la mayoría pertenece a Platón y Aristóteles.
Nihil novum sub sole. Y una última perla del mismo libro: “apoderarse de la
educación, condicionarla y maltratarla, ha sido una de las pretensiones
fundamentales de toda tiranía”. José López Romero.
viernes, 27 de octubre de 2017
HACE UN MILLÓN DE AÑOS
Acabo de cruzarme por la
calle con dos bultos sospechosos, dos jóvenes (masculinos) que después de comer
sendas bolsas de patatas fritas o producto parecido han tirado los envases al
suelo, y después de beberse unas latas de otro producto propio de su edad, han
eructado y las latas han seguido el mismo camino que los envases de patatas. A
la vista de su atuendo y figura, la primera conclusión a la que llegué:
desconocen el invento papelera. O más exacto: lo conocen, pero a la que se han
encontrado en su camino, le habrán arreado una patada y la habrán tirado al
suelo, o es posible que la hayan quemado. Y estuve en un tris de acercarme a
ellos y preguntarles no por su actitud tan ciudadana, sino por los libros que
han leído. Pero de nuevo me asaltó la conclusión: ninguno. Y más: y si han
leído alguno, de muy poco les ha servido, o incluso es posible que lo hayan
quemado. ¿Juventud? La misma historia y la misma pedagogía buenista de la que
estamos hasta la punta del pelo (eufemismo) ¿Qué hacen esos especímenes más
propios de hace un millón de años, en un aula metidos durante seis horas los
cinco días de la semana escolar? Seguramente lo mismo que en la calle:
molestar, eructar, tirar las cosas al suelo del aula, del patio de su colegio, porque
no otra educación han tenido ni creo, por desgracia, que la vayan a mejorar.
¿Los profesores educadores? No, gracias. La educación se trae de casa,
incorporada a la mochila, a esa mochila de respeto, de ganas de trabajar, de
estudiar que antes nos inculcaban en casa nuestros padres. Preguntarles por los
suyos a estos bultos hubiera sido una temeridad, porque ya sabemos cómo se las
gastan estos seres primitivos cuando de los culpables de sus vidas se trata.
Pero no hay que hacer mucho esfuerzo para imaginárselos. Basta volver a ver
alguna película de la prehistoria para ver reflejado el ambiente familiar de
estos seres que aún no han evolucionado a personas. ¿Libros? Predicar en el
desierto. José López Romero.
viernes, 13 de octubre de 2017
016
El matrimonio formado por
Theobald y Luise llegan a casa. A ella se le han caído las bragas en plena
calle hasta asomar por las faldas, lo que ha provocado un considerable revuelo.
El marido no puede estar más disgustado, no por la honestidad de su mujer, sino
porque el suceso puede acarrearles el desprestigio social y con este la ruina
económica, más cuando él es un modesto funcionario y, al parecer, el emperador
se hallaba cerca de allí. La golpea con el bastón y la insulta: “Tengo la culpa
de tener una mujer así, una puerca, una fulana, una lunática”. Pero aquí no
queda la cosa. Los insultos y desprecios que Theobald le dirige a su esposa son
continuos a lo largo de esta obra, ‘Las bragas’, del escritor alemán Carl
Sternheim (reseñada en esta página). ¿Qué se puede esperar de un individuo que
confiesa hasta con orgullo que no lee nada en absoluto, que apenas piensa y que
no conoce a Shakespeare y muy superficialmente a Goethe? Y él mismo declara que
su filosofía de vida es tan cómoda como primitiva: “Mi vida va a durar setenta
años. Ciñéndome a mi conciencia adquirida, en ese lapso de tiempo puedo
disfrutar a mi manera de algunas cosas. Si quisiera para mí un pensamiento más
elevado… en mi difícil condición intelectual apenas habría conseguido interiorizarlo
en cien años”. Una aclaración muy pertinente: Sternheim escribió ‘Las bragas’ a
principios del siglo XX. Y sin embargo, ¡cúantos Theobald siguen existiendo
repartidos por el mundo! Especímenes que se regodean en su primitivismo
(Theobald alardea incluso de su fuerza física), más cercano a la prehistoria de
la humanidad: comer, beber, dormir y marcar territorio. Pero a los Theobald se
les ve venir. Mucho peores son los “tartufos” que bajo el aspecto del manso,
del hombre de pensamientos elevados esconden su verdadera naturaleza: la del
violento, la del maltratador. No hay día en que la fatídica estadística no
aumente con una víctima más de este terrible mal. Hace más de un siglo que
Sternheim escribió su obra, ¡qué poco hemos aprendido!. José López Romero.
viernes, 6 de octubre de 2017
EL INFIERNO DE RULO
En el ‘Sueño del
Infierno’ o, por otro nombre, ‘las zahúrdas de Plutón’, el gran Quevedo nos
presenta a un poeta que no hace más que maldecir al que inventó las consonantes
(la rima consonante), “Pues porque en un soneto dije que una señora era
absoluta, / y siendo más honesta que Lucrecia, / por dar fin al cuarteto la
hice puta”. No suelo prestarles atención a las canciones actuales, que siempre
tengo de fondo mientras conduzco. La mayoría, si no todas, adolecen de una
ramplonería y una vacuidad artística que algunas hasta estremecen y levantan el
vello. Pero el otro día y por pura casualidad, sin premeditación ni alevosía
(lo juro), me puse a escuchar la canción “Noviembre” perteneciente al grupo
‘Rulo y la contrabanda’. El primer cuarteto dice así: “¿Cómo voy a hacer que el
corazón no te duela / Si llevo años durmiendo abrazado a cualquiera? / ¿Cómo
voy a conseguir dejarme de vicios / Si tengo menos voluntad que tu abogado de
oficio?”. Enseguida se me vino a las mientes el texto de Quevedo. ¡Maldito
inventor de las consonantes! El pobre de Rulo no ha podido encontrar mejor
consonancia para sus “vicios” que a un pobre “abogado de oficio” que pasaba por
allí (por su inagotable inspiración) y encima, para completar el ripio, lo
tilda de poco esforzado en su trabajo. No hace falta que aquí comente, porque
basta con acercarse al colegio de abogados para informarse, la labor tan
desagradecida y escasamente remunerada que realizan a diario los abogados de
oficio. Además de que tras cada uno de ellos hay una persona que se ha
esforzado en sacarse un título universitario, que ahora ejerce con más penas y
con tan poca gloria como escaso reconocimiento en los juzgados. ¿Y quién es
Rulo? ¿qué mérito tiene si no es el único ser perpetrador de malas consonantes?.
Para Quevedo, un serio y seguro candidato a su infierno. José López
Romero.
viernes, 29 de septiembre de 2017
LAS COMPARACIONES...
Hace ya un tiempo escribí
un artículo en el que comentaba cómo en la lectura simultánea de varios libros
(soy de esos lectores múltiples), unos se agrandaban, se agigantaban, o tomaban
exacta medida de su calidad, en comparación con otros, que se achicaban,
menguaban o tomaban exacta medida de su mediocridad. No me acuerdo ahora cuáles
fueron los libros o autores comparados en aquella ocasión, pero las lecturas
que he ido haciendo desde entonces han confirmado esta teoría o impresión que
tuve en aquel momento. Entre los que no resistirían ni una mínima comparación
yo pondría sin duda la novela sentimentaloide de Siri Hustvedt titulada ‘Un
verano sin hombres’, o ‘Zonas húmedas’ de Charlotte Roche, un delirante relato
de una grosería totalmente gratuita. A estas dos obras y autoras, incorporaría
una de mis últimas lecturas: ‘La gente feliz lee y toma café’ de Agnès
Martin-Lugand (reseñado en esta página). ¿Tres mujeres? Tres autoras cuyas
obras menguan hasta la vulgaridad, si las comparamos con otras tres mujeres,
para que nadie demasiado suspicaz nos pueda acusar de nada. Cojo con una mano
la novela de Hustvedt y en la otra ‘La señora Dalloway’ de Virginia Wolf y noto
cómo la primera va menguando, mientras que la segunda aumenta su tamaño; y lo
mismo pasa cuando tomo de la estantería ‘Zonas húmedas’ y en la otra mano
sostengo ‘Nada se opone a la noche’ de Delphine de Vigan (que incluso gana
altura en comparación con otra de sus novelas ‘Las horas subterráneas’). Ha
dado la casualidad de que simultáneamente haya leído la obra de Martin-Lugand y
los cuentos de Cristina Fernández Cubas. Quien haya pasado por mi misma
experiencia lectora seguro que habrá exclamado “¡No hay color!”. En efecto. Y
volviendo a mi teoría: ‘La gente feliz lee y toma café’ se va empequeñeciendo,
encogiendo a medida que uno va leyendo los textos de Fernández Cubas, que se
van agrandando, aumentando de tamaño; es decir, cada uno adquiere su exacta
categoría literaria. La originalidad de los cuentos de Fdez. Cubas, la calidad
del estilo, la estructura de los relatos, cómo lleva al lector por laberintos y
pasadizos psicológicos de sus personajes, con ese punto inquietante que lo
mantiene en un tenso vilo la convierten en uno de los mejores escritores, en mi
opinión, del panorama actual español. Nada que envidiar a los mejores cuentos
hispanoamericanos. En cambio, la novela de Martin-Lugand es un refrito de un
puñado de situaciones tópicas o clichés cuyo argumento ya hemos visto hasta la
saciedad en las películas romanticoides americanas. Y encima con ínfulas
líricas del tipo “hundió sus ojos en los míos”, que repite varias veces. Un
elenco de personajes que responden perfectamente a lo que se espera de ellos:
los amables y acogedores caseros irlandeses, el tipo duro y sufridor, la
perversa de su novia, el amigo gay que se tiraría hasta al tipo duro… Eso sí,
fuman como carreteros; quizá por ello a la señorita de la portada le han
cambiado el libro por el cigarrillo, por lo que no parece muy feliz. Lo mismo
es porque se le ha acabado el café o, peor aún, está leyendo ‘La gente feliz
lee y toma café’. ¡Horror! José López Romero.
domingo, 10 de septiembre de 2017
LECTURAS DE VERANO V
Las palabras de la noche
Natalia
Ginzburg. Pre-textos, 2001
Después
de leer ‘Querido Miguel’, aquí reseñada hace unas semanas, no podía por menos
que dedicar otro rato de lectura a la obra de Natalia Ginzburg, escritora que
con ese estilo sencillo, tan difícil de lograr, parece como si nos contara sus
historias familiares reunidos en torno a una mesa camilla. En ‘Las palabras de
la noche’ nos lleva Ginzburg a un pueblo italiano para contarnos, de la mano de
Elsa, narradora y protagonista, sus relaciones con Tommasino, la mala salud de
hierro de su madre, cuya obsesión es casar a su hija, y sobre todo las vidas de
la familia del viejo Balotta, propietarios de una fábrica de tejidos, que le da
de comer a casi todo el pueblo, y las consecuencias de la Segunda Guerra
Mundial. Un desfile de personajes a los que Ginzburg, en sus propias palabras,
“ha llegado a amarles como si fueran reales”. J.L.R.
El
arte de la distorsión
Juan
Gabriel Vásquez. Alfaguara, 2009
Hace
unas semanas fue ‘El arte de la novela’ de Milan Kundera, y hoy traemos a esta
sección ‘El arte de la distorsión’ de J.G. Vásquez: una colección de textos
que, al igual que el libro de Kundera, el escritor colombiano ha reunido en los
que reflexiona sobre obras y autores; reflexiones siempre interesantes y muy
aleccionadoras cuando se trata de un escritor, Vásquez, tan lúcido en muchas de
sus apreciaciones. Desde su visión de ‘Cien años de soledad’, pasando por ‘El
corazón en las tinieblas’ de Joseph Conrad y por los diarios de Julio Ramón
Ribeyro (magníficos), hasta llegar al libro ‘Hiroshima’ de Hersey que tradujo,
Vásquez nos ofrece una serie de trabajos que van de la crítica literaria, a los
datos biográficos de autores, para terminar en la denuncia de una bomba atómica
que pudo perfectamente evitarse. Vásquez sigue sin defraudarnos. J.L.R.
domingo, 27 de agosto de 2017
LECTURAS DE VERANO IV
Tokio blues (Norwegian Wood)
Haruki Murakami. Maxi Tusquets, 2007.
Aunque
la obra de este escritor japonés ya comenzaba su consolidación, fue esta
novela, publicada en 1987, la que le confirió definitivamente fama
internacional, hasta el punto de convertirse en escritor de culto para muchos
jóvenes. Porque de la juventud y sus inquietudes, sus problemas, sus
sentimientos, sobre todo sentimientos trata esta novela. Al escuchar la canción
de Los Beatles el narrador, Watanabe, ya maduro, va recordando aquella
adolescencia-juventud en el Tokio de finales de los años sesenta. Y entre los
recuerdos, en especial las relaciones con tres mujeres: Naoko, la novia de
Kizuki, su mejor amigo que se suicida a los diecisiete años; Midori, compañera
de universidad, con la que mantendrá una íntima relación; y Reiko, compañera de
la casa de salud de Naoko. Una visión a veces descarnada de una juventud
perdida, a ratos intimista y acogedora. Buena lectura. J.L.R.
Una comedia española
Yasmina Reza. Alba editorial, 2012.
Yasmina
Reza es una escritora francesa, de origen ruso-iraní-húngaro por parte de
padres, de una bien consolidada carrera literaria especialmente en el género
teatral, reconocida con diversos premios internacionales. Algunas de sus obras
han sido llevadas al cine (‘Un dios salvaje’). Con un juego de doble, y hasta
triple plano, en ‘Una comedia española’ cinco actores ensayan una obra del
dramaturgo español Olmo Panero, en la que se representan las relaciones
familiares de una madre (Pilar) con sus dos hijas: una, actriz de éxito; y la otra, aspirante a actriz
y casada con un profesor de Matemáticas que se ha dado a la bebida (y no es
para menos). El novio de Pilar viene a completar el elenco. En otro plano, los
monólogos de los actores que responden a supuestas entrevistas. Un juego del
teatro dentro del teatro muy interesante. J.L.R.
martes, 8 de agosto de 2017
LECTURAS DE VERANO III
El
malentendido
Irène
Némirovsky. Salamandra, 2013
Irène
Némirovsky (Kiev, 1903 – campo de concentración de Auschwitz, 1942) fue una
precoz escritora, cuya primera novela es precisamente ‘El malentendido’,
publicada en 1926 en una revista y cuatro años más tarde editada en volumen.
Quizá más célebre por su narración ‘Suite francesa’ novela póstuma, no editada
hasta 2004 y llevada al cine con gran éxito. En ‘El malentendido’ Némirovsky
desarrolla la historia de un adulterio, el cometido por Denise, esposa de
Jessaint, y por Ives Harteloup, su antiguo amigo. El encuentro de los tres
personajes en Hendaya, mientras pasan unos días de veraneo, y la ausencia del
marido por negocios, propician unas relaciones amorosas siempre complicadas.
Una prosa que no deja de sorprendernos por su elegancia, su excelente ritmo
habida cuenta de la edad de la autora cuando escribió esta novela. Seguiremos
leyendo a Némirovsky. J.L.R.
Butcher’s
Crossing
John
Williams. Lumen, 2013.
Después
de leer ‘Stoner’ (magnífica) y ‘El hijo de César’ (espléndida), casi no me
atrevía con
la tercera novela de John Williams, no fuera que tan alta estima
decayera, y más cuando el género y la trama: un western, aunque rendido devoto
en el cine, no me atraía como lector. Sin embargo, ‘Butcher’s Crossing’
mantiene la misma calidad literaria de las anteriores. Will Andrews es un joven
que hastiado de su vida burguesa en Boston en los años setenta del siglo XIX,
decide un buen día embarcarse en la aventura del salvaje oeste (comienzo que
nos recuerda con sus diferencias a la gran ‘Las aventuras de Jeremías
Johnson’). En el pueblo que da título a la novela encuentra lo que desea:
formar parte de un pequeño grupo de cazadores de bisontes. Las condiciones
adversas y la difícil convivencia hacen madurar al joven Will. J.L.R. viernes, 28 de julio de 2017
LECTURAS DE VERANO II
Rafael
Chirbes. Compactos Anagrama, 2008.
Después
de las dos incursiones lectoras en la obra de este escritor (‘La buena letra’ y
esta que reseñamos), llego a dos conclusiones: por un lado, Chirbes es uno de
nuestros narradores imprescindibles, pero al mismo tiempo, por otro lado, exige
un descanso entre sus novelas. Porque Chirbes escribe sin hacer concesiones ni
al lector ni a sus personajes, a los que pone de frente al fracaso. Pasados
veinticinco años, un grupo de antiguos amigos, que en los años 60 decidieron ir
a Madrid a luchar por la revolución, se reúnen en una cena. La estructura de
monólogos de estos personajes, dotan a la narración de ese matiz de sinceridad,
de descarnada sinceridad que la hace más creíble aún, porque aquellos viejos
amigos representan el resentimiento de una idea que ellos mismos han ido
traicionando. El cáncer, el sida, la depresión, las drogas y hasta el éxito
económico o el arribismo político son en definitiva lo que queda de aquellos
viejos amigos. J.L.R.
En
la lucha final
Tan
imprescindible, como acabamos de decir, la narrativa de Chirbes que, pese al
descanso necesario entre las lecturas de sus novelas, no me he podido resistir
a leer otra. Aunque menos incisiva y corrosiva que ‘Los viejos amigos’, ‘En la
lucha final’ es una novela también de fracasados, a pesar de que los personajes
se mueven entre la intelectualidad y el poder del Madrid de los años ochenta.
El narrador, a modo de cronista y en el presente amante de Amelia, una de las
protagonistas, va refiriendo las relaciones de amor-odio, pasión-repulsión que
se producen entre un grupo de escritores, editores, gente de arte en general,
que forman el pequeño y elegido grupo de amistades de Amelia y Carlos. El
asesinato de este y la presencia siempre turbadora de Ricardo Alcántara son los
ejes sobre los que gravita la narración. J.L.R.
martes, 18 de julio de 2017
LECTURAS DE VERANO I
El regreso de Titmuss
John Mortimer. Libros del Asteroide, 2014
Esta segunda entrega de la trilogía es tan buena como la primera, ‘Un
paraíso inalcanzable’, que no es poco mérito porque ya se sabe: segundas
partes… John Mortimer, polifacético escritor que ha obtenido grandes éxitos
como guionista para la televisión, vuelve aquí sobre su protagonista, Leslie
Titmuss, en la cima de toda su buena fortuna, es decir, ya convertido en
ministro de Territorio, Urbanismo y Fomento, el que fuera en su juventud chico
que cuidaba del jardín de los Simcox y meritorio aspirante a un cargo político
en el partido conservador inglés que ya ha conseguido. Su segundo matrimonio
con Jenny Sidonia y un problema urbanístico nos hacen profundizar en la
psicología del siempre escandaloso Titmuss, así como en las vidas de los
habitantes de Rapstone Fanner, con ese acerado humor y fina ironía de Mortimer.
Una novela para divertirse. J.L.R.
Ávidas pretensiones
Fernando Aramburu. Seix Barral, 2014
Después de leer "Patria" y su no menos estremecedora "‘Años lentos", uno puede pensar que Aramburu es un escritor centrado en el problema vasco. Sin embargo, muchos son los registros que nos ofrece en sus obras este novelista ya convertido en uno de los grandes actuales. Y aquí tenemos una novela que cambia completamente de tema y de estilo, "Ávidas pretensiones" con la que Aramburu consiguió el
premio Biblioteca Breve de 2014. Una sátira escrita con el mejor humor, con
escenas y personajes realmente hilarantes. La poetada (sic) nacional se reúne
en Morilla del Pinar, en el convento de las hermanas espinosas, para celebrar
las jornadas anuales de poesía; para los irreverentes, “jornadas en
Casacristo”. Y para ello se congrega lo más granado del verso patrio
distribuido por aficiones estéticas: los metafas o metafísicos, los realitas; o
por inclinaciones sexuales: lesbianas, mariconcillos de playa o de pinar… y
sobre todos el vejestorio y ciego don Mateo Gil Salgado con su lazarillo
Vanessita Rincón (como dos tortolitos); la Nívea o el pobre Tadeo Balboa que
arrastra la dura condena de Amalia Solórzano. Toda una fauna. Muy recomendable
para pasar buenos momentos. J.L.R.
viernes, 30 de junio de 2017
SENTIDO COMÚN
“Un hombre no difiere mucho de una mula o
un caballo, salvo que el caballo o la mula tienen algo más de sentido común”,
leo en ‘Mientras agonizo’, una de las novelas más emblemáticas de William
Faulkner, maestro de maestros, como así lo confiesa el mismísimo Vargas Llosa.
Me quedé con la frase por esas otras que relacionan a mulas o burros con
hombres, o las que aluden a ese sentido común tan extraño al ser humano y, sin
embargo, tan insistentemente demandado en los últimos tiempos por algunos
políticos. Quizá el mérito o el ingenio de la frase del gran escritor
estadounidense, sea haber compendiado en ella todos esos proverbios o refranes
que están en la mente de todos y destacar, como en aquellos, la imagen
peyorativa que se tiene del género humano. Concepto en el que también insistía
el filósofo galés Bertrand Russell:
“Me han dicho que el hombre es un animal racional. En todos estos años, no he
encontrado una sola prueba de que eso sea cierto”. Cuando esto escribía Russell
acababa de cumplir 90 años, es decir, en 1962, y fue en 1930 cuando Faulkner
publica por primera vez ‘Mientras agonizo’; ni veinte años habían pasado aún
entre el final de las dos grandes guerras mundiales en uno y otro caso (12 en
el caso del novelista; 17 en el caso del filósofo). Seguramente en la memoria
de estos dos enormes intelectuales frescos permanecerían los recuerdos de esas
dos terribles contiendas, ejemplos universales del escaso o nulo sentido común
de los seres humanos. Leer a George Steiner –autor con el que doy, desde hace
algunos años, por iniciado mi verano de lecturas- o releer textos de Zweig, o
los poemas de Erri de Luca, es un ejercicio que debemos hacer con cierta
periodicidad para intentar recobrar la confianza en nosotros mismos, porque son
intelectuales con sentido común; ese sentido que confiamos en que tengan
los gobernantes, y también los
gobernados, aunque en más de una ocasión, desalentados, nos invada el pesimismo
y hagamos nuestras las frases de Faulkner y de Russell. José López Romero.
viernes, 23 de junio de 2017
AUTOR-ESCRITOR
Roger Chartier es un
estudioso francés de la historia del libro y de todo cuanto afecta o interesa a
esta ya consolidada rama del saber, que no dudamos en inscribir en los estudios
humanísticos. Y por poner un ejemplo que me está esperando en mi estantería de
lecturas pendientes, en ella lleva ya unos meses su ‘Historia de la lectura en
el mundo occidental’, que dirige junto a Guglielmo Cavallo (Taurus, 2011), un
conjunto de trabajos en torno a una de las actividades imprescindibles del ser humano,
si este quiere considerarse como tal. Pero antes de emprender la lectura de
este volumen se me metió de rondón otro ensayo de Chartier titulado ‘El orden
de los libros’ (Gedisa, 2017), libro dividido en tres apartados: “comunidades
de lectores”; “Figuras del autor” y “Bibliotecas sin muros”, es decir, tres de
los elementos fundamentales en torno al libro: sus lectores, sus autores y los
lugares de depósito y consulta, aunque en este caso Chartier se centra en las
compilaciones de obras que llevaban por título genérico “Biblioteca”. Un libro
por momentos de complicada lectura, pero entre cuyas ideas aquí queremos
centrarnos en el concepto autor / escritor que Chartier analiza en el segundo
capítulo de su libro. No fue hasta finales del siglo XVII cuando tanto en
Inglaterra como en Francia se recoge esta diferencia de conceptos: autor es
todo aquel escritor que ha publicado o impreso algún libro, mientras que se
reserva el término escritor para aquellos que no han visto en letra de imprenta
sus creaciones. Una diferencia que lleva aparejada la consideración de la
literatura como actividad profesional y comercial y, como consecuencia de todo
ello, la disputa, que llega hasta nuestros días, de la propiedad intelectual
del autor sobre sus escritos, que tiene como uno de sus más radicales
defensores al novelista, excelente por otra parte, Javier Marías. La
legislación española actual sobre los derechos de autor señala la vida de este
y setenta años más después de su fallecimiento, a partir de dichos plazos la
obra se considera libre y puede ser explotada por cualquiera. Lejos quedan ya
los 1400 maravedíes por los que Cervantes le vendió al librero-impresor
Francisco de Robles la primera parte del ‘Quijote’, de cuyas ventas apenas
obtuvo el 10%; o la venta de los
derechos de impresión y puesta en escena de su ‘Don Juan Tenorio’ que Zorrilla
cedió al editor Manuel Delgado por cuatro mil doscientos reales de vellón, en
una de las transacciones comerciales más lamentadas de
toda la historia literaria española, según el estudioso Luis Fernández
Cifuentes, ya que Zorrilla no dejó de arrepentirse durante toda su vida, como
confiesa en sus memorias ‘Recuerdos del tiempo viejo’: “Mantengo con él [‘Don Juan’], en la primera quincena de
noviembre, a todas las compañías de verso en España. ‘Don Juan Tenorio’, que produce miles
de duros y seis días de diversión anual a toda España y las Américas españolas,
no me produce a mí ni un solo real”. Desde hace ya mucho tiempo, más de
una familia en varias generaciones siguen viviendo de los escritos del abuelo
sin pegar un palo al agua. ¡Las cosas del abuelo! José López Romero.
sábado, 3 de junio de 2017
RELIGIÓN
“-Father. Ya que de misales en casa
andamos más que tiesos, dile a la madre superiora que al menos me dé un
versículo”. Mi hija, que es una esponja, de inmediato había hecho suyo el
lenguaje metafórico de Marta Ferrusola, la “madrina” del clan Pujol y la
acuñadora de un nuevo código lingüístico de relaciones comerciales con los
bancos. La verdad es que el invento no deja de ser ingenioso, a pesar de que el
lenguaje religioso y todo lo que rodea a la religión siempre han sido muy
socorridos para establecer un plano metafórico con la realidad. Coplas
populares como el villancico tan nuestro del “curita” es un excelente ejemplo,
por no hablar de los chistes de curas y monjas que con tanta gracia he
escuchado de boca de dos ilustres sacerdotes de esta ciudad; entre aquellos,
uno en que se utilizaba la metáfora de los dos tomos del Concilio de Trento en
alusión a las dos sobrinas del cura, cuando el obispo pedía alguna lectura
reconfortante en las frías noches de invierno. El estamento religioso siempre ha
estado muy emparentado con la literatura, y la festiva no iba a ser una
excepción, sino todo lo contrario; y ahí están para no desmentirme el
interesante pasaje incluido en el ‘Libro de buen amor’, del arcipreste de Hita,
en el que los clérigos de Talavera se niegan a renunciar a sus mancebas o
barraganas. O toda la literatura de goliardos que prolifera por Europa en la
Edad Media, en la que se canta al vino, a la fortuna, a las mujeres y a todos
los goces de la vida. A través de estos ejemplos no cabe duda de que la
religión, sus miembros, sus ceremonias y su lenguaje han sido desde tiempo
inmemorial un excelente material metafórico para muy variados usos. “Pá. Si a
la niña le vais a dar un versículo, yo necesitaría una epístola” (el niño que
se apunta a todas). “Pues ahora estamos reunidos la madre superiora y el
capellán del convento, para decidir si os damos un versículo u os repartimos
unas hostias”. José López Romero.
viernes, 26 de mayo de 2017
VERGÜENZA
En la magnífica escena
final de ‘Una lectora poco común’, Alan Bennett recrea una fiesta que la reina
de Inglaterra, Isabel II, protagonista de esta novela corta, celebra por su octogésimo
cumpleaños; fiesta a la que ha invitado a un buen nutrido grupo de políticos. Y
haciendo gala de ese humor inglés, tan característico de Bennett, y seguramente
que también de la reina, esta reduce a unos simples pero finos e irónico datos
estadísticos su ya longevo reinado: “En más de
cincuenta años hemos visto desfilar, y no digo hemos despedido —(risas)— a
nueve primeros ministros, seis arzobispos de Canterbury, ocho presidentes de los
Comunes y, aunque quizá no la consideren una estadística comparable, a
cincuenta y tres perros corgi”. Y más adelante, cuando se centra la reina en
esa afición, casi obsesión que en los últimos tiempos le ha entrado por la
lectura, pregunta al su atento auditorio si alguien ha leído a Proust, solo
cuenta la S.M. unas cuantas manos que se alzan sobre las conspicuas cabezas
sobre las que recae el poder político de toda la nación: “ocho, nueve… diez”.
No sin antes alguien preguntar “¿Quién?” al oír el apellido del célebre
escritor de la magdalena. Un joven miembro del gabinete, lector de Proust, al
ver que su primer ministro no tiene su brazo levantado, cree más conveniente no
alzar el suyo “pues no le haría ningún bien”. Aunque Bennett ridiculice a este joven
político por su miedo a caer en desgracia y arruinar así una prometedora
carrera de cargos y prebendas (¡cuántos paniaguados no se atreven ni a levantar
ni un solo dedo de sus manos por no molestar al político del que depende su
vida y su hacienda!), la actitud del joven nos lleva también a considerar la
vergüenza que pueden sentir muchos lectores en determinados círculos o
situaciones en los que leer es poco menos que una actividad reprobable e
incluso indigna. Hablar de libros puede convertirse en un acto vergonzante,
toda una provocación a los ojos, tras de los cuales solo hay un cacho carne.
José López Romero.
sábado, 29 de abril de 2017
UN PRÉSTAMO
El otro día acudí a una
entidad bancaria a pedir un préstamo. Me gusta más esta palabra que “crédito”
porque así no me olvido de que los bancos no son más que al fin y al cabo unos
prestamistas. Y cuando llegó el siempre espinoso y desagradable asunto de las
garantías, saqué de una maleta que llevaba unos cuantos libros, lo más granado
y selecto de mi biblioteca: clásicos en ediciones rigurosas, primeras ediciones
de poetas contemporáneos, y hasta alguna novela del siglo pasado ya agotada. Mientras
los iba poniendo encima de la mesa, noté que el cliente de la mesa de al lado
(es lo bueno que tienen ahora las sucursales, que al no disponer de despachos,
la privacidad es más bien escasa, por lo que los clientes pueden consolarse y
resignarse en su paupérrima situación financiera), me observaba con cierta
expectación (seguro que ya estaba intentando recordar los libros que tenía en
su casa). El empleado, aunque con la misma amabilidad que durante toda la
conversación había mantenido, me preguntó por lo que estaba haciendo. “No
saque, por favor, más libros, caballero”, me dijo en un tono tan cortés como
sorprendido, aunque percibí un matiz de incomodidad. La verdad es que le estaba
llenando la mesa. “¿Y esto?”, me preguntó cuando di por finalizado mi trabajo.
“Desde el siglo XII, caballero –le expuse- los libros eran considerados objetos
comerciales y los prestamistas los aceptaban como garantía subsidiaria, como
así lo afirma el gran Alberto Manguel en ‘Una historia de la lectura’ y
recuerda Jorge Carrión en su libro ‘Librerías’. Así pues, yo vengo a pedir un
préstamo y le pongo encima de la mesa (literal) mis libros más valiosos. Fíjese
en este ‘Quijote’ de Crítica, o en estas ediciones de la RAE de las obras
cervantinas. Mire, mire esta bella edición de las poesías completas de Antonio
Colinas…”. “Pare, pare usted, caballero. Usted mismo lo ha dicho, los libros
valían algo en el siglo XII, pero me temo que poco o nada valen ahora”. Y tal
como los saqué, los fui metiendo en la maleta (el cliente de al lado me echó
una mirada triste pero solidaria, se notaba su decepción). Y salí de aquella
casa de préstamos sin un euro pero aliviado y contento. José López Romero.
viernes, 21 de abril de 2017
FÁBULAS
Aunque sus raíces se
hunden en el mundo clásico, con el griego Esopo y el latino Fedro a la cabeza,
quizá la consideración general de la fábula es la de ser un género menor dentro
de la historia de la literatura, que disfrutará de un espléndido renacer en el
siglo XVIII con Félix María Samaniego y Tomás Iriarte en nuestro país,
herederos de una amplia tradición que tiene como referencia al mundo clásico, a
la literatura didáctico-moral de la Edad Media (‘Libro del Conde Lucanor’ o el
‘Libro de buen amor’), a la literatura paremiológica y de emblemas renacentista
y al francés Jean de la Fontaine. Porque las fábulas no son nada más y nada
menos que, como define el diccionario de la RAE: “breve relato ficticio, en
prosa o verso, con intención didáctica o crítica frecuentemente manifestada en
una moraleja final, y en el que pueden intervenir personas, animales y otros
seres animados o inanimados”. Pero lo que ya no sabe
tanta gente es que el género, lejos de desaparecer con los ilustrados
dieciochescos, alcanzó un esplendor inusitado a lo largo de la centuria
siguiente, el siglo XIX, con colecciones dirigidas especialmente al mundo
infantil para su formación académica y, sobre todo, moral, con lo que la
intención didáctica, consustancial al género, no solo se mantenía sino que
incluso se intensificaba. Y como paradigma de esta literatura para niños y
niñas puede citarse ‘El libro de los niños’ (título elocuente), obra de la que
se publicaron más de setenta ediciones, de Francisco Martínez de la Rosa, el famoso
dramaturgo romántico (‘La conjuración de Venecia’). Todo un éxito de ventas. Y
ya que el género estaba de moda, otros escritores lo aprovecharon para
adoctrinar moral y religiosamente al público adulto, mucho más necesitado de
estos mensajes o sermones que la tierna infancia; y así nos encontramos con los
‘Solaces poéticos’ de la marquesa de Pardo Figueroa, hermana del célebre
asidonense Doctor Thebussem, cuyos versos hacía imprimir para recaudar fondos
destinados a obras benéficas. Pero también las fábulas decimonónicas sirvieron
para criticar y exponer a la pública vergüenza vicios y malas costumbres de la
época que son, al fin y al cabo, los mismos en todos los tiempos, y los
nuestros no son en este sentido y por desgracia una excepción. Pongamos un ejemplo
tomado de la ‘Historia de la Literatura Española. Siglo XIX’ (tomo II, Espasa,
coordinada por Leonardo Romero Tobar). El escritor Fernández Baeza critica en
su fábula del perro y el gato cómo los gobernantes no cumplen las promesas
hechas en las elecciones y se enriquecen
a costa del erario público, y tanto la oposición como la prensa, que tienen a
su cargo denunciar los abusos, dejan de hacerlo cuando les conviene: “A cuantos
como el perro he conocido / que lanzando al Gobierno ataques rudos / un trozo
de turrón los dejó mudos”. Intemporal. José López Romero.
sábado, 8 de abril de 2017
EL COCINERO ERA MESSI
En una reciente
entrevista, Messi confesaba que el único libro que leía era el que compartía
por las noches con su hijo. Nada que reprochar, muy al contrario. ¡Cómo
reprocharle al mejor jugador del mundo (soy madridista, pero la verdad es la
verdad, aunque duela) que lea con su hijo, si precisamente hace varias semanas
a propósito de una anécdota de Gorki, a quien el cocinero del remolcador donde
trabajaba le insistía en que leyese, defendía la lectura en familia! En más de
una ocasión he comentado que no habría mejor campaña de animación a la lectura
que Cristiano Ronaldo o/y Messi leyendo un libro, aunque por lo difícil de
imaginar, lo mismo no tendría el éxito esperado. Pero la enternecedora escena
de los dos mejores futbolistas del momento leyendo con sus respectivos retoños
sería sin duda un excelente reclamo publicitario y dispararía al menos las
ventas de libros. Aún recuerdo cuando Alfonso Guerra, al preguntarle un
periodista por sus lecturas, puso de moda ‘La Regenta’ y no digamos la ola de
¿lectores? que alcanzaron las poesías de Antonio Machado porque era el poeta
preferido del que fuera todopoderoso vicepresidente del gobierno socialista. O
más recientemente aunque ya lejos, la resurrección de ‘El señor de Bembibre’,
novela histórica del XIX de Enrique Gil y Carrasco, que fue el regalo que le
hiciera doña Letizia al entonces príncipe don Felipe con motivo de su
compromiso de boda. Desconozco cuántos de los que compraron o fueron
obsequiados con un ejemplar de ‘La Regenta’, o de las poesías de Machado, o incluso con ‘El señor de Bembibre’
terminaron por ser sus lectores; en cualquier caso, habría que agradecerles a
Guerra y a doña Letizia si por su prestigio, fama o celebridad se logró aumentar
el número de lectores de este país. Por eso, solo nos falta que Messi nos diga
el título de ese libro que lee con su hijo, éxito de ventas seguro. José López
Romero.
sábado, 18 de marzo de 2017
LA FAMILIA
Sé que algunos libros no
están a gusto en mi casa y que otros están muy molestos con el lugar que les he
asignado, y es una decepción que comprendo, pero que no puedo aliviarles.
Otros, en cambio, gozan de un lugar de privilegio, cerca de mi sitio de trabajo
o bien localizados y de fácil acceso. Es cierto que cada vez tengo menos
espacio y termino por acumularlos sin orden ni concierto en las estanterías
repartidas por toda la casa, y muchos se amontonan y creen sufrir la
indiferencia, si no el olvido; ellos no saben que a casi todos los tengo en la
memoria (para tenerlos a todos sería Mendel) y de que todos cuentan con mi
cariño sin condiciones. Cuando entro en mi librería de guardia y veo los
libros, todos expectantes ante su compra, y me acerco a los anaqueles y los
observo nerviosos unos, otros resignados y pacientes por el manoseo a que se
ven sometidos, me transmiten una ternura indescriptible. Cojo uno, le acaricio
la portada, lo abro y al azar leo algunos pasajes o seis o siete versos de un
poema, y con la misma delicadeza lo devuelvo a la estantería, y no puedo por
menos de notar su decepción: “¿No me compras?, ¿No te ha gustado lo que me has
leído?”, parece que me reprochan. Y cuando me decido por adquirir uno, puedo
palpar entre sus páginas la ilusión, ese cosquilleo que a todos nos entra
cuando vamos a visitar por vez primera una ciudad, y en el caso del libro
recién comprado, el que va a ser su nuevo hogar. Creo que la primera impresión
de mi casa, de mi familia no les decepciona, aunque un cierto recelo en sus más
profundas páginas sientan, pero cuando se dan cuenta de que van a ser uno más
de entre cientos y, me atrevería a decir, que de miles, y que todos se reparten
por todas las habitaciones de la casa, una mueca de desilusión e inquietud
puedo percibir en sus lomos. Y los comprendo. Un lugar nuevo, nuevos dueños en
cuyas manos está su destino: “¿me leerá?; y en cuanto me lea ¿se olvidará de
mí? ¿dónde me colocará cuando esto pase?; ¿me tirará a la basura?; ¿será capaz
de prestarme a otra manos que no sientan lo mismo con mi lectura?”, son
preguntas que sin duda se harán recelosos y compungidos. Y aunque a todos les
tengo cariño, como he dicho, la verdad es que no los quiero a todos por igual:
a la mayoría de ellos los tengo en gran estima y a muchos los llevo en mi
corazón, y a estos cuando me detengo a mirarlos, noto en ellos la complicidad
de los sentimientos y emociones compartidos, y al sacarlos de la estantería,
acariciarlos, leer alguna de sus páginas que señalé o subrayé con especial
cuidado en una lectura sin duda inolvidable (y Borges añadiría: “y ya
olvidada”), y hasta abandonarme en toda su geografía (los valles de sus líneas,
los montes de sus páginas. Ella sabe lo que escribo), puedo advertir cómo se
estremecen. Porque los libros son también mi familia. José López Romero.
sábado, 4 de marzo de 2017
DE VIEJOS
Hace unas semanas mi
compañero Ramón recordaba no sin cierta melancolía a aquellos encuadernadores,
a los que bibliófilos o simples aficionados al libro podían llevar lo que para
ellos eran las joyas de su biblioteca particular con el fin de restaurar una ya
envejecida y mal conservada encuadernación. Aquel oficio por falta de trabajo,
terminó cayendo en la rutinaria labor de los fascículos y hoy están en
alarmante proceso de extinción. Solo quedan los pocos que mantienen el espíritu
de aquel viejo menester. De la misma manera, las librerías de viejo han ido
también desapareciendo, aunque en las grandes ciudades aún quedan excelentes
ejemplos de las que le describió Rilke a su mujer Clara: “A veces paso delante
de tiendecillas en la rue de Seine, por ejemplo: anticuarios o libreros de
viejo, o vendedores de grabados, con sus escaparates bien repletos. Nunca entra
nadie y, al parece, no hacen negocio; pero si se curiosea en el interior, están
leyendo despreocupados (a pesar de no ser ricos). No se inquietan por el día de
mañana, ni se angustian por las ganancias…” (Wiesenthal, p. 570). Las librerías
de viejo siempre han venido acompañadas en nuestra imaginación por efecto de la
literatura (¿o es la pura realidad?) de un librero abichado y giboso, como el
Zarastustra de ‘Luces de bohemia’, o el desarrapado y ajeno al mundo que le
rodea Mendel, el de los libros, que con tanta maestría nos describió Stefan
Zweig. Más distantes de estas figuras se nos quedan el William Buggage y su
“ayudamante” Muriel Tottle, de la novelita ‘El librero’ de Roal Dahl. En
cualquier caso, para los que tenemos a los libros por un bien más apreciado que
su propia lectura, entrar en una de estas librerías de viejo que encontramos a
veces casualmente en nuestro pasear por una ciudad a la que hemos viajado por
simple turismo, es siempre un placer que despierta nuestros más entrañables
sentidos: el olor del papel, el tacto de la vieja encuadernación, la vista de
tantos libros amontonados sin orden y el silencio reverencial que domina el
establecimiento. Lugares así quedan ya fuera del tiempo. José López
Romero.
sábado, 18 de febrero de 2017
UN HOMBRE BUENO
‘El cuentista que decía
la verdad’ es el título de la biografía que con esmero, pasión y erudición
Mauricio Gil Cano acaba de publicar de Francisco Burgos Lecea, jerezano que
nació en la calle Santa Clara, nº 7, escritor de vanguardia y tristemente
represaliado de la guerra civil hasta su suicidio en Madrid en 1951. Y como
escritor vanguardista, prácticamente ningún género le fue ajeno, y en todos
metió su pluma, aunque con desigual éxito. En el capítulo que Mauricio dedica a
la labor teatral de su biografiado, se cuenta la anécdota de que en el estreno
de su obra ‘La heroína del amor sublime’, que tuvo lugar en el teatro La
Comedia de Madrid el 26 de mayo de 1930, asistió don Jacinto Benavente, que por
aquellos años dominaba los escenarios españoles. La presencia de Benavente no
podía llenar más de satisfacción y orgullo a Francisco Burgos, quien después
del primer acto fue a saludar al célebre dramaturgo; y este le dijo: “Muy bien
el primer acto. He hecho por usted lo que no hice por nadie hasta ahora. Venir
al teatro sin haber comido. Ahora me voy…” Prueba incontestable de que hasta
los grandes escritores necesitan alimentar el cuerpo tanto como el espíritu,
sin que aquí y ahora nos atrevamos a decir a cuál debe atenderse primero. Pero
la anécdota viene aquí a cuento no por la alimentación de los genios, sino
porque en ella se unen casualmente dos escritores que reaccionaron en distintos
años, aunque no muy distantes, contra la situación del teatro de la época.
Benavente en los últimos años del siglo XIX ya había denunciado en varios
artículos publicados en la prensa a los empresarios, empeñados solo en sus
beneficios económicos, y también a los actores, pequeña y perversa sociedad
totalmente jerarquizada en la que los más famosos imponían una férrea dictadura
sobre los demás. Más de treinta años después, concretamente el 4 de abril de
1930, solo unos días antes del estreno de ‘La heroína del amor sublime’, Burgos
Lecea publicaba en El Imparcial su
manifiesto sobre la fundación del ‘Teatro de la nueva literatura’ en el que
podemos leer las mismas críticas expuestas por Benavente, aunque con más
detalle y vehemencia: “el teatro actual está podrido, por dentro y por fuera,
literaria y económicamente. Hay que salvarlo. Así lo quiere el público. Así lo
quiere la juventud. Es necesario destruir todas las enfermedades que lo llevan
sin remisión al sepulcro”. Burgos Lecea fue tan apasionado en defender sus
ideas sobre el teatro y la necesidad de su renovación, como lo fue para
defender la literatura en general y el poder de esta para mejorar la vida de
los seres humanos, de cuya nobleza nunca dudó este hombre honrado, que sobre
todas las cosas fue esencialmente bueno. Una bondad, una honradez que, junto
con su ideología comunista, lo llevaron por varias cárceles franquistas hasta
su liberación el 19 de diciembre de 1950, para terminar por suicidarse: “Cuando
después de muchos años, salió en libertad y se halló ante el espectáculo de su
hogar y las dificultades de ganarse la vida bajo un régimen que le era hostil,
se lanzó de cabeza por la ventana de su casa, un quinto piso”. Era el 5 de
marzo de 1951. José López Romero.
sábado, 11 de febrero de 2017
EL COCINERO
En la excepcional por
definitiva biografía que de Rainer María Rilke publicó en 2015 Mauricio
Wiesenthal (‘Rainer María Rilke. El vidente y lo oculto’, Acantilado), este
cuenta una anécdota del escritor ruso Máximo Gorki: “Siendo todavía un niño
–comenta Wiesenthal de Gorki- trabajó como pinche de cocina en un remolcador.
Le gustaban los libros más que los fogones, y el cocinero le hacía leer en voz
alta, a cambio de librarle del servicio”. No es muy frecuente que el jefe exima
a un muchacho de su trabajo a condición de que ocupe el tiempo en la lectura
(“Todos lloraban cuando leía ‘Tarás Bulba’, o cuando contaba historias
novelescas a sus compañeros de navegación” –sigue contando Wiesenthal- Y el
cocinero le decía emocionado: “lee, muchacho, lee, que no hay nada mejor que
los libros”). Que un cocinero de un remolcador tenga esa sensibilidad y ese
sentido de la responsabilidad sobre la educación de un pinche no es que sea
poco habitual, es sin duda toda una excepción, una verdadera rareza pero, como
los caminos del Señor, los de la lectura a veces también son inescrutables.
Gorki recordaría toda su vida a ese cocinero que, en su modestia, supo orientar
los primeros pasos literarios del que con el tiempo vendría a ser uno de los
más destacados escritores de la gran Rusia. Hoy, a pesar de todas las
estrategias y mecanismos que se activan para hacer de la lectura un hábito, una
actividad más que incorporar a la vida diaria de los jóvenes españoles
(estrategias que tienen a la escuela como centro de operaciones y, en menor
medida, a las bibliotecas públicas), no hay mejor ni más eficaz animación a la
lectura que la casa de uno, la familia, el padre y la madre sentados con sus
hijos leyéndoles un cuento, o leyendo el niño o la niña bajo la atención de sus
padres. Esperar que a nuestro hijo o hija se le presente el cocinero de Gorki
es esperar un verdadero milagro; los caminos de la lectura, como los del Señor,
son inescrutables, no imposibles. José López Romero.
viernes, 3 de febrero de 2017
¿LOS LIBROS SON CAROS?
La cultura en este país
es cara y lo ha sido siempre, aunque en estos últimos tiempos con el aumento
del IVA se haya encarecido aún más. Quizá, y como viene siendo habitual desde
hace ya muchos años, la subida de impuestos no sea más que la coartada para
subir el producto, que esta subida repercuta directamente en el consumidor o
usuario y echarle las culpas al gobierno de turno, porque para eso está. Y lo
que realmente debería considerarse un producto de primera necesidad (¡animación
a la lectura!), se convierte en artículo de lujo, al alcance de pocos, y cada
vez, menos bolsillos. El cine, el teatro… Pero cuando se abaratan las entradas
los espectadores acuden en masa, como se ha comprobado en estos últimos años
con los días del espectador o con la fiesta del cine. Esto le decía yo a la
madre el otro día, cuando mi hijo, que aparentaba si no distracción escaso, si no nulo, interés
(estado natural) por nuestra conversación, nos suelta: “¡Qué razón tienes, Pá.
A mí que me ha dado por la cultura del entrecot de ternera, no ganáis entre los
dos para este artículo de primera necesidad”. Y contento volviose a su estado
natural. La verdad es que no me había yo
parado a pensar en que había también una cultura del entrecot de ternera, yo
estaba pensando más bien en los libros. Y venía todo ello a cuento porque el
otro día me compré un libro a un precio que me pareció un poco desmesurado para
lo que aparentemente era: unas escasas ciento cincuenta páginas, en letra más
grande de lo normal, en formato más cercano al libro de bolsillo que a edición
de lujo. Total: 20 euros. El lector que pretenda estar al día de las últimas
novedades del mercado ya puede ir preparando la cartera si no quiere esperar a
la edición de bolsillo, teniendo en cuenta además que las críticas, escasamente
objetivas, tampoco le garantizan que la novela o libro que compra va a
responder a sus expectativas. No cabe duda de que, a pesar de la espera, el
libro de bolsillo (y en este formato hay precios muy asequibles) es siempre una
buena opción para un lector paciente, o también acudir a los grandes nombres, a
escritores que no nos van a defraudar: la última de Fernando Aramburu; ahora
Eduardo Mendoza, flamante premio Cervantes; y tantos otros cuyas ediciones
pueden comprarse, según las editoriales, a buen precio. ¡Ah! Se me olvidaba. El
libro que ha provocado esta reflexión se titula ‘Historia de los libros
perdidos’ de Giorgio Van Straten y debo confesar que a pesar del precio o,
digámoslo de otra manera, a pesar de las características antes indicadas, es un
magnífico libro, de lectura fácil, entretenida y enriquecedora en todos los
aspectos; un libro que, como los buenos textos, señalan a otros libros, a otros
autores que tienes por descubrir. ¿Para costar 20 euros? Al menos no lo tengo
que tirar o guardarlo en esa segunda fila, la llamada del olvido, de una
estantería. Pero si costase menos seguro estoy de que se venderían muchos
ejemplares. El contenido lo merece sin duda. José López Romero.
sábado, 28 de enero de 2017
PAREJAS
“Father, father –mi hija
con una noticia calentita-. En “first dates” un muchacho le acaba de confesar a
su pareja que habrá leído como mucho un libro en su vida; a lo que la muchacha
le ha respondido que ella en cambio sí ha leído ‘Cuarenta sombras de Gray’ y
‘Crepúsculo’”. De inmediato conecté con este programa para ver a dos prototipos
de lo que podríamos llamar “bultos humanos”: el macho que entre los méritos que
lo adornan se encuentra la alergia a la lectura, lo que esgrime como arma de
seducción, y la hembra, por el contrario, que tiene en su casa la envidia de la
biblioteca de Alejandría. La pinta de ambos, por supuesto, acorde era con su
talla intelectual. Lo dicho: perfectos ejemplares de lo que es hoy la llamada
de la selva, reconvertida en un plató de televisión en el que, en un alarde de
inconsciente sinceridad, a sus participantes no les importa poner sus
vergüenzas a la pública exposición. Y lo grave de esta desgracia es que estos
especímenes son más numerosos de lo que queremos o nos engañamos en creer. La
situación no será tan alarmante, nos decimos confiados en que se lee más de lo
que las estadísticas desvelan, o pensando que la juventud (que ya empieza
también a tener sus años) de nuestro país no puede verse reflejada en dos espontáneos
que han acudido a un programa de televisión con el fin de ligar. Y sin embargo,
las estadísticas no engañan y muchos jóvenes pueden perfectamente identificarse
con esa pareja de “first dates”, en todos sus aspectos, hasta en los
feromonales, quizá el único por el que destacarían y por el que participan en
estos programas. En realidad, alguien debería abrirles los ojos y decirles que
detrás de sus ignorancias se esconde la desesperada necesidad del otro, de un
igual a ellos porque a no otra cosa pueden aspirar, si no es al fracaso que
algunos ya han sufrido. Alguien debería decirles que un libro, que la lectura
les devolverá la autoestima que hace tiempo seguro que perdieron. José López
Romero.
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