Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

lunes, 18 de diciembre de 2017

INFLUENCER

“¿Estás leyendo algo? No”, con ese lacónico “No” despachaba la pregunta una tal Dulceida, para el siglo Aida Domenech, barcelonesa, veintiséis años, y de profesión ‘influencer’ o, como ella prefiere, 'fashion blogger'. Para introducir la entrevista la periodista nos adelanta unos datos que a aquellos más que iniciados, enviciados en ese mundo de las redes sociales  pueden parecerles estratosféricos: “una marca que vale dos millones de seguidores en Instagram y atrae colaboraciones de firmas de lujo”. Apabullante. Y ya tenía yo ganas de habérmelas con una de estas ‘influencers’, sobre todo para saber de sus gustos, sus estudios, a qué se dedican, sus lecturas… Y aquella entrevista me vino que ni pintiparada para satisfacer mi curiosidad que, después de leída, se trocó en decepción. La entrevista, tanto las preguntas como las respuestas, no era más que un cúmulo de frivolidades que iba perfilando una vida superficial, expuesta a la contemplación en las redes de esos dos millones de seguidores tan vacíos como la protagonista, la tal Dulceida. Que si su línea de ropa, que si los enormes armarios de su casa, que si su móvil, sus viajes, la música que prefiere, cuándo se pone los cascos… Pero mi curiosidad fue aún más lejos, no quería quedarme solo con la imagen hueca de la entrevista, y me metí en su página: cientos de fotos de todos los colores, y en todos los espacios y tiempos, pero nunca leyendo, en ninguna aparecía un libro. Una pregunta como ¿qué estás leyendo ahora? presupone el hábito lector del interrogado, quizá por eso la entrevistadora la formulase en estos términos “¿Estás leyendo algo?” lo que ya es altamente significativo, ¿qué puede haber dentro de ese “algo”? nada, como la respuesta de Dulceida, a la que siguen dos millones de replicantes, un rotundo “No”. Pues bien, estos son los modelos, las influencias que los jóvenes reciben de las redes sociales. Por eso, a la pregunta ¿qué quieres ser de mayor? La mayoría responde “famoso”, es decir, “algo” o nada. José López Romero.

viernes, 1 de diciembre de 2017

FIRMAS

Empezó en una presentación de un libro cuyo autor apenas conocía; una amiga le había insistido tanto que no encontró excusa para no acompañarla aquella tarde de un abril lleno de actividades en torno al libro. “Cuando termine el acto, nos compramos el libro para que nos lo dedique el autor”, le había dicho su amiga con la ilusión dibujada en su cara. Y fue aquella dedicatoria y la firma como un pistoletazo de salida de lo que con el tiempo se fue convirtiendo primero en una afición, para terminar en una obsesión por el autógrafo. Había escuchado que incluso grandes intelectuales habían sucumbido a lo que algunos llamaban mitomanía, hasta el punto de acudir a subastas internacionales con tal de hacerse con fragmentos del manuscrito del ‘Fausto’ de Goethe o una página de un cuaderno de trabajo de Leonardo, preciados tesoros que se contaban entre la colección que había logrado reunir un tal Stefan Zweig. Pero ella no llegaba a tanto, se conformaba con la dedicatoria y la firma de los escritores, y para ello no escatimaba ni el esfuerzo ni la tenacidad. No se perdía ni una presentación de libro, a la que acudía ya no con la ilusión dibujada en su cara, que le notó a su amiga aquella primera vez, sino con la obsesión por hacerse con un ejemplar dedicado y firmado de puño y letra. Y todos los años preparaba al detalle su viaje a la feria del libro de Madrid. Apuntaba en una libreta su recorrido por las diversas casetas para que ningún escritor o escritora se le pasara, aunque tuviera que esperar horas en una cola. Y así fue formando toda una colección de libros dedicados y firmados que enseñaba a sus amigos y visitas con el orgullo y la satisfacción de los que se saben privilegiados, únicos, distintos por el prestigio de su afición. Y contaba las anécdotas más sustanciosas para lograr el ansiado botín. Y en la soledad de su casa, cuando se sabía libre de la mirada de los suyos, pasaba sus dedos por los libros, sacaba alguno de sus estanterías, lo abría por la página de la dedicatoria y lo volvía a colocar en su sitio. Leerlo habría sido una profanación. José López Romero.


viernes, 24 de noviembre de 2017

OBSESIÓN

Fue por casualidad, como tantas otras veces en que había seguido la pista de un libro hasta lograr poseerlo. Quizá fuera en una conversación en un congreso de bibliófilos, círculos que frecuentaba por esa obsesión ya tan suya de hacerse con una pieza codiciada, que se enteró de la existencia de un magnífico ejemplar de los ‘Adagia’ de Erasmo, en aquella edición que en 1508 saliera de los talleres de Aldo Manuzio, al cuidado del propio autor. Conocía la historia de aquella edición: el gran humanista había renunciado a su proyectado viaje a Roma con tal de trabajar en la imprenta de Manuzio, de quien admiraba sus tipos y el tamaño de su letra. Erasmo quería un libro manejable y de bajo coste, y solo en los talleres del veneciano podía conseguirlo, como sabía que de su relación con Aldo podía salir buena parte de su obra, siempre bajo su cuidado y atención. Aquel ejemplar de los ‘Adagia’ era una pieza a la que no iba a renunciar y, conocido el poseedor, de inmediato pasó a la estrategia. Y como si de un asesino por encargo se tratase, lo primero fue informarse y seguir a la víctima: su vivienda, sus costumbres, sus amistades, sus gustos, hasta que a través de amigos comunes, lograra introducirse en la casa, y ya allí localizar el preciado tesoro. Por los datos que había recabado, el trabajo no parecía muy complicado, su víctima era un hombre de negocios, que solía invertir parte de su dinero en obras de arte, sobre todo pintura, y seguramente convencido por algún amigo se habría hecho con aquel ejemplar aldino. Su incursión en este mundo del libro antiguo se reducía prácticamente a este texto de Erasmo. Lo que significaba que no era uno de esos bibliófilos profesionales obsesionados por la posesión de libros valiosos. Y dio su último paso: se hizo invitar a una de esas fiestas que aquel hombre celebraba con cierta asiduidad, y una vez en la casa, paseando por sus inmensos salones, descubrió dentro de un mueble, y reposando sobre un atril el maravilloso volumen en 8º. Observó si tenía alguna medida de seguridad que no fuera exclusivamente la cerradura de la vitrina y no vio ningún cable que se conectara a una alarma. “El trabajo va a ser más sencillo de lo que me esperaba”, pensó. En el descuido del anfitrión que se multiplicaba por atender a sus invitados, cerró la puerta del salón y con una simple ganzúa pudo abrir la puerta de cristal que lo separaba de su preciada presa. Cuando tuvo el libro en sus manos, no se resistió a abrirlo, pasar sus dedos por las páginas y acercar su nariz para oler el fuerte aroma a humanismo que desprendía. Pasado aquel momento de éxtasis, se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta, salió del salón y se incorporó a la masa de invitados que en amenas conversaciones se repartían por toda la casa. Cuando, transcurrido el tiempo oportuno, fue a despedirse de su incauta víctima, esta, al saber de su afición por los libros antiguos, le comentó con cierta complicidad: “Nunca perdonaría al que roba obras de arte o libros por negocio, pero puedo perdonar al que lo hace por el deseo de poseerlo, porque usted y yo sabemos que la posesión y la contemplación de lo deseado no tiene precio, solo es pecado. Dentro de dos semanas doy otra fiesta; espero que venga.” José López Romero.


viernes, 10 de noviembre de 2017

A LA INMENSA...

“Anda. Pásate esta tarde por aquí y nos tomamos un café. Tengo una buena noticia que darte”. La llamada de su editor le cogió por sorpresa, y más aún lo de la buena noticia, de la que no quiso avanzarle nada. Y con la misma expectación se presentó en el despacho, donde lo esperaba con el café humeante. “Tu libro –le dijo con una sonrisa de oreja a oreja- se está vendiendo muy bien, pero que muy bien. Te confieso que no nos lo esperábamos”. Él se removió en el sillón y se acercó a la mesa para coger la taza y saborear un sorbo de aquel brebaje que le sabía a gloria. Se quemó la boca, pero ¡cómo iba a quejarse ahora! El editor prosiguió: “la campaña publicitaria no ha estado mal; pero hemos tocado a algunos críticos y, oye, ha funcionado. Ya hemos cubierto gastos y todo lo que se venda ya son beneficios. Lo mismo sacamos una segunda edición”. Cuando se terminó el café a duras penas y se dieron el abrazo de despedida, de camino a casa iba rumiando un éxito un tanto inesperado, intentaba digerir el apabullante número de ejemplares vendidos y por vender y el dinero que podía ganar. Pero una sombra, la maldita sombra de la conciencia se le abalanzó de pronto. Él no quería ser un autor de éxito popular, no ahora, en su espléndida madurez como escritor, y recordaba aquella anécdota del divino Borges que ya a una edad provecta se asombraba de las enormes ventas de sus libros, cuando en 1932 había publicado un texto del que solo se habían vendido en todo el año treinta y siete ejemplares. Él quería ser así, un autor de culto, un escritor para pocos (“a la inmensa minoría siempre”), no uno más de entre las listas de los más vendidos, porque eso sería bastardear su literatura, menospreciar su arte. Ya tendría tiempo de ser leído por cualquiera, ahora solo necesitaba a esos pocos que podían saborear su estilo, como se deleita con un sorbo de un buen café. Cuando llegó a su casa, no pudo por menos que compartir con su mujer todas sus inquietudes, la desazón de convertirse en un escritor de best-sellers. ¿Y el dinero? Fue la pregunta que sonó como un golpe definitivo sobre una conciencia cada vez más débil. José López Romero.  



sábado, 4 de noviembre de 2017

A QUIEN CORRESPONDA

“-Father…” (ya veo venir a mi hija, y de inmediato alcanzo mis posiciones de defensa) “… como tú ya sabes, a mí esto del problema catalán lo veo un poco lejos…” (¡claro! Ahora está trabajando en Inglaterra), “… y me gustaría que con la brevedad que te caracteriza (ironía), me lo expliques sucintamente. Dicho de otro modo, como una de tus clases exprés (nunca he impartido clases exprés) y divulgativas, es decir, “en plan” faena de aliño” (sarcasmo). Consciente de la guasa de la niña, me impuse más que la brevedad, la concisión más precisa: “un grupo de trapaceros y rufianes han declarado el si es no es de una república inexistente”. “-Father, te has superado a ti mismo. Ahora entiendo menos que antes. Igual que tus alumnos.” (puñalada ¿trapera?). “Pues ya que insistes (ahora me tocaba a mí la ironía). Te lo voy a explicar con más detalle”. Y empezaré por una cita: “habla para que te conozca y sepa quién eres”, y en este sentido la declaración de independencia es todo un ejemplo para aplicar esta cita: un político hueco que expresa una idea vacía, y si ya nos podíamos suponer lo que era, sus palabras no han hecho más que confirmar y refrendar la opinión inicial, ahora ya lo conocemos y sabemos quién es. Es el mismo vacío, la misma oquedad que se advierte cuando utiliza términos como nación o patria, porque “la patria es algo que cada individuo construye desde la decencia y claridad de su propio ser. Por eso he dicho alguna vez que no deberíamos enorgullecernos por ser de algún sitio, ni siquiera por tener una determinada lengua –se puede ser perfectamente  imbécil en castellano, en inglés, en vasco, en catalán, en francés-. La lengua materna en la que por casualidad hemos nacido tiene que hacerse lengua matriz, convertirse en lengua propia hecha de libertad, de racionalidad y de sensibilidad”. Utilizar y aplicar la razón y la ley, yo creo que no otra cosa se les pide a los políticos, “el entrar en razón es, por supuesto, un amargo despertar cuando la sinrazón nos cerca”. O dicho de otro modo: solo pedimos de los que nos gobiernan el empeño de administrar lo público, lo que es de todos con entrega absoluta a la justicia y a la verdad”. Y, en cambio, bajo el nombre de una inexistencia lo que se ha conseguido por desgracia es “una guerra perpetua y no declarada de una ciudad contra todas las demás… de una aldea contra otra aldea… y una casa respecto de otra casa, y de un hombre respecto de otro hombre”. Un enfrentamiento que recuerda otros tiempos tan negros como estos, cuando todo nuestro empeño tendría que ir dirigido a luchar “por formar una ciudad feliz… no ya estableciendo desigualdades y otorgando la dicha en ella sola a unos cuantos, sino a la ciudad entera”. Nota importante: todas las citas entrecomilladas proceden del libro ‘Los libros y la libertad’ del gran Emilio Lledó (reseñado abajo), la mayoría pertenece a Platón y Aristóteles. Nihil novum sub sole. Y una última perla del mismo libro: “apoderarse de la educación, condicionarla y maltratarla, ha sido una de las pretensiones fundamentales de toda tiranía”. José López Romero.

viernes, 27 de octubre de 2017

HACE UN MILLÓN DE AÑOS

Acabo de cruzarme por la calle con dos bultos sospechosos, dos jóvenes (masculinos) que después de comer sendas bolsas de patatas fritas o producto parecido han tirado los envases al suelo, y después de beberse unas latas de otro producto propio de su edad, han eructado y las latas han seguido el mismo camino que los envases de patatas. A la vista de su atuendo y figura, la primera conclusión a la que llegué: desconocen el invento papelera. O más exacto: lo conocen, pero a la que se han encontrado en su camino, le habrán arreado una patada y la habrán tirado al suelo, o es posible que la hayan quemado. Y estuve en un tris de acercarme a ellos y preguntarles no por su actitud tan ciudadana, sino por los libros que han leído. Pero de nuevo me asaltó la conclusión: ninguno. Y más: y si han leído alguno, de muy poco les ha servido, o incluso es posible que lo hayan quemado. ¿Juventud? La misma historia y la misma pedagogía buenista de la que estamos hasta la punta del pelo (eufemismo) ¿Qué hacen esos especímenes más propios de hace un millón de años, en un aula metidos durante seis horas los cinco días de la semana escolar? Seguramente lo mismo que en la calle: molestar, eructar, tirar las cosas al suelo del aula, del patio de su colegio, porque no otra educación han tenido ni creo, por desgracia, que la vayan a mejorar. ¿Los profesores educadores? No, gracias. La educación se trae de casa, incorporada a la mochila, a esa mochila de respeto, de ganas de trabajar, de estudiar que antes nos inculcaban en casa nuestros padres. Preguntarles por los suyos a estos bultos hubiera sido una temeridad, porque ya sabemos cómo se las gastan estos seres primitivos cuando de los culpables de sus vidas se trata. Pero no hay que hacer mucho esfuerzo para imaginárselos. Basta volver a ver alguna película de la prehistoria para ver reflejado el ambiente familiar de estos seres que aún no han evolucionado a personas. ¿Libros? Predicar en el desierto. José López Romero. 


viernes, 13 de octubre de 2017

016

El matrimonio formado por Theobald y Luise llegan a casa. A ella se le han caído las bragas en plena calle hasta asomar por las faldas, lo que ha provocado un considerable revuelo. El marido no puede estar más disgustado, no por la honestidad de su mujer, sino porque el suceso puede acarrearles el desprestigio social y con este la ruina económica, más cuando él es un modesto funcionario y, al parecer, el emperador se hallaba cerca de allí. La golpea con el bastón y la insulta: “Tengo la culpa de tener una mujer así, una puerca, una fulana, una lunática”. Pero aquí no queda la cosa. Los insultos y desprecios que Theobald le dirige a su esposa son continuos a lo largo de esta obra, ‘Las bragas’, del escritor alemán Carl Sternheim (reseñada en esta página). ¿Qué se puede esperar de un individuo que confiesa hasta con orgullo que no lee nada en absoluto, que apenas piensa y que no conoce a Shakespeare y muy superficialmente a Goethe? Y él mismo declara que su filosofía de vida es tan cómoda como primitiva: “Mi vida va a durar setenta años. Ciñéndome a mi conciencia adquirida, en ese lapso de tiempo puedo disfrutar a mi manera de algunas cosas. Si quisiera para mí un pensamiento más elevado… en mi difícil condición intelectual apenas habría conseguido interiorizarlo en cien años”. Una aclaración muy pertinente: Sternheim escribió ‘Las bragas’ a principios del siglo XX. Y sin embargo, ¡cúantos Theobald siguen existiendo repartidos por el mundo! Especímenes que se regodean en su primitivismo (Theobald alardea incluso de su fuerza física), más cercano a la prehistoria de la humanidad: comer, beber, dormir y marcar territorio. Pero a los Theobald se les ve venir. Mucho peores son los “tartufos” que bajo el aspecto del manso, del hombre de pensamientos elevados esconden su verdadera naturaleza: la del violento, la del maltratador. No hay día en que la fatídica estadística no aumente con una víctima más de este terrible mal. Hace más de un siglo que Sternheim escribió su obra, ¡qué poco hemos aprendido!. José López Romero.   

viernes, 6 de octubre de 2017

EL INFIERNO DE RULO

En el ‘Sueño del Infierno’ o, por otro nombre, ‘las zahúrdas de Plutón’, el gran Quevedo nos presenta a un poeta que no hace más que maldecir al que inventó las consonantes (la rima consonante), “Pues porque en un soneto dije que una señora era absoluta, / y siendo más honesta que Lucrecia, / por dar fin al cuarteto la hice puta”. No suelo prestarles atención a las canciones actuales, que siempre tengo de fondo mientras conduzco. La mayoría, si no todas, adolecen de una ramplonería y una vacuidad artística que algunas hasta estremecen y levantan el vello. Pero el otro día y por pura casualidad, sin premeditación ni alevosía (lo juro), me puse a escuchar la canción “Noviembre” perteneciente al grupo ‘Rulo y la contrabanda’. El primer cuarteto dice así: “¿Cómo voy a hacer que el corazón no te duela / Si llevo años durmiendo abrazado a cualquiera? / ¿Cómo voy a conseguir dejarme de vicios / Si tengo menos voluntad que tu abogado de oficio?”. Enseguida se me vino a las mientes el texto de Quevedo. ¡Maldito inventor de las consonantes! El pobre de Rulo no ha podido encontrar mejor consonancia para sus “vicios” que a un pobre “abogado de oficio” que pasaba por allí (por su inagotable inspiración) y encima, para completar el ripio, lo tilda de poco esforzado en su trabajo. No hace falta que aquí comente, porque basta con acercarse al colegio de abogados para informarse, la labor tan desagradecida y escasamente remunerada que realizan a diario los abogados de oficio. Además de que tras cada uno de ellos hay una persona que se ha esforzado en sacarse un título universitario, que ahora ejerce con más penas y con tan poca gloria como escaso reconocimiento en los juzgados. ¿Y quién es Rulo? ¿qué mérito tiene si no es el único ser perpetrador de malas consonantes?. Para Quevedo, un serio y seguro candidato a su infierno. José López Romero.     

viernes, 29 de septiembre de 2017

LAS COMPARACIONES...

Hace ya un tiempo escribí un artículo en el que comentaba cómo en la lectura simultánea de varios libros (soy de esos lectores múltiples), unos se agrandaban, se agigantaban, o tomaban exacta medida de su calidad, en comparación con otros, que se achicaban, menguaban o tomaban exacta medida de su mediocridad. No me acuerdo ahora cuáles fueron los libros o autores comparados en aquella ocasión, pero las lecturas que he ido haciendo desde entonces han confirmado esta teoría o impresión que tuve en aquel momento. Entre los que no resistirían ni una mínima comparación yo pondría sin duda la novela sentimentaloide de Siri Hustvedt titulada ‘Un verano sin hombres’, o ‘Zonas húmedas’ de Charlotte Roche, un delirante relato de una grosería totalmente gratuita. A estas dos obras y autoras, incorporaría una de mis últimas lecturas: ‘La gente feliz lee y toma café’ de Agnès Martin-Lugand (reseñado en esta página). ¿Tres mujeres? Tres autoras cuyas obras menguan hasta la vulgaridad, si las comparamos con otras tres mujeres, para que nadie demasiado suspicaz nos pueda acusar de nada. Cojo con una mano la novela de Hustvedt y en la otra ‘La señora Dalloway’ de Virginia Wolf y noto cómo la primera va menguando, mientras que la segunda aumenta su tamaño; y lo mismo pasa cuando tomo de la estantería ‘Zonas húmedas’ y en la otra mano sostengo ‘Nada se opone a la noche’ de Delphine de Vigan (que incluso gana altura en comparación con otra de sus novelas ‘Las horas subterráneas’). Ha dado la casualidad de que simultáneamente haya leído la obra de Martin-Lugand y los cuentos de Cristina Fernández Cubas. Quien haya pasado por mi misma experiencia lectora seguro que habrá exclamado “¡No hay color!”. En efecto. Y volviendo a mi teoría: ‘La gente feliz lee y toma café’ se va empequeñeciendo, encogiendo a medida que uno va leyendo los textos de Fernández Cubas, que se van agrandando, aumentando de tamaño; es decir, cada uno adquiere su exacta categoría literaria. La originalidad de los cuentos de Fdez. Cubas, la calidad del estilo, la estructura de los relatos, cómo lleva al lector por laberintos y pasadizos psicológicos de sus personajes, con ese punto inquietante que lo mantiene en un tenso vilo la convierten en uno de los mejores escritores, en mi opinión, del panorama actual español. Nada que envidiar a los mejores cuentos hispanoamericanos. En cambio, la novela de Martin-Lugand es un refrito de un puñado de situaciones tópicas o clichés cuyo argumento ya hemos visto hasta la saciedad en las películas romanticoides americanas. Y encima con ínfulas líricas del tipo “hundió sus ojos en los míos”, que repite varias veces. Un elenco de personajes que responden perfectamente a lo que se espera de ellos: los amables y acogedores caseros irlandeses, el tipo duro y sufridor, la perversa de su novia, el amigo gay que se tiraría hasta al tipo duro… Eso sí, fuman como carreteros; quizá por ello a la señorita de la portada le han cambiado el libro por el cigarrillo, por lo que no parece muy feliz. Lo mismo es porque se le ha acabado el café o, peor aún, está leyendo ‘La gente feliz lee y toma café’. ¡Horror! José López Romero.


domingo, 10 de septiembre de 2017

LECTURAS DE VERANO V

Las palabras de la noche

Natalia Ginzburg. Pre-textos, 2001

Después de leer ‘Querido Miguel’, aquí reseñada hace unas semanas, no podía por menos que dedicar otro rato de lectura a la obra de Natalia Ginzburg, escritora que con ese estilo sencillo, tan difícil de lograr, parece como si nos contara sus historias familiares reunidos en torno a una mesa camilla. En ‘Las palabras de la noche’ nos lleva Ginzburg a un pueblo italiano para contarnos, de la mano de Elsa, narradora y protagonista, sus relaciones con Tommasino, la mala salud de hierro de su madre, cuya obsesión es casar a su hija, y sobre todo las vidas de la familia del viejo Balotta, propietarios de una fábrica de tejidos, que le da de comer a casi todo el pueblo, y las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Un desfile de personajes a los que Ginzburg, en sus propias palabras, “ha llegado a amarles como si fueran reales”. J.L.R.

El arte de la distorsión

Juan Gabriel Vásquez. Alfaguara, 2009

Hace unas semanas fue ‘El arte de la novela’ de Milan Kundera, y hoy traemos a esta sección ‘El arte de la distorsión’ de J.G. Vásquez: una colección de textos que, al igual que el libro de Kundera, el escritor colombiano ha reunido en los que reflexiona sobre obras y autores; reflexiones siempre interesantes y muy aleccionadoras cuando se trata de un escritor, Vásquez, tan lúcido en muchas de sus apreciaciones. Desde su visión de ‘Cien años de soledad’, pasando por ‘El corazón en las tinieblas’ de Joseph Conrad y por los diarios de Julio Ramón Ribeyro (magníficos), hasta llegar al libro ‘Hiroshima’ de Hersey que tradujo, Vásquez nos ofrece una serie de trabajos que van de la crítica literaria, a los datos biográficos de autores, para terminar en la denuncia de una bomba atómica que pudo perfectamente evitarse. Vásquez sigue sin defraudarnos. J.L.R.

domingo, 27 de agosto de 2017

LECTURAS DE VERANO IV

Tokio blues (Norwegian Wood)

Haruki Murakami. Maxi Tusquets, 2007.

Aunque la obra de este escritor japonés ya comenzaba su consolidación, fue esta novela, publicada en 1987, la que le confirió definitivamente fama internacional, hasta el punto de convertirse en escritor de culto para muchos jóvenes. Porque de la juventud y sus inquietudes, sus problemas, sus sentimientos, sobre todo sentimientos trata esta novela. Al escuchar la canción de Los Beatles el narrador, Watanabe, ya maduro, va recordando aquella adolescencia-juventud en el Tokio de finales de los años sesenta. Y entre los recuerdos, en especial las relaciones con tres mujeres: Naoko, la novia de Kizuki, su mejor amigo que se suicida a los diecisiete años; Midori, compañera de universidad, con la que mantendrá una íntima relación; y Reiko, compañera de la casa de salud de Naoko. Una visión a veces descarnada de una juventud perdida, a ratos intimista y acogedora. Buena lectura. J.L.R.  

Una comedia española

Yasmina Reza. Alba editorial, 2012.


Yasmina Reza es una escritora francesa, de origen ruso-iraní-húngaro por parte de padres, de una bien consolidada carrera literaria especialmente en el género teatral, reconocida con diversos premios internacionales. Algunas de sus obras han sido llevadas al cine (‘Un dios salvaje’). Con un juego de doble, y hasta triple plano, en ‘Una comedia española’ cinco actores ensayan una obra del dramaturgo español Olmo Panero, en la que se representan las relaciones familiares de una madre (Pilar) con sus dos hijas: una,  actriz de éxito; y la otra, aspirante a actriz y casada con un profesor de Matemáticas que se ha dado a la bebida (y no es para menos). El novio de Pilar viene a completar el elenco. En otro plano, los monólogos de los actores que responden a supuestas entrevistas. Un juego del teatro dentro del teatro muy interesante. J.L.R.

martes, 8 de agosto de 2017

LECTURAS DE VERANO III

El malentendido

Irène Némirovsky. Salamandra, 2013


Irène Némirovsky (Kiev, 1903 – campo de concentración de Auschwitz, 1942) fue una precoz escritora, cuya primera novela es precisamente ‘El malentendido’, publicada en 1926 en una revista y cuatro años más tarde editada en volumen. Quizá más célebre por su narración ‘Suite francesa’ novela póstuma, no editada hasta 2004 y llevada al cine con gran éxito. En ‘El malentendido’ Némirovsky desarrolla la historia de un adulterio, el cometido por Denise, esposa de Jessaint, y por Ives Harteloup, su antiguo amigo. El encuentro de los tres personajes en Hendaya, mientras pasan unos días de veraneo, y la ausencia del marido por negocios, propician unas relaciones amorosas siempre complicadas. Una prosa que no deja de sorprendernos por su elegancia, su excelente ritmo habida cuenta de la edad de la autora cuando escribió esta novela. Seguiremos leyendo a Némirovsky. J.L.R. 

Butcher’s Crossing

John Williams. Lumen, 2013.

Después de leer ‘Stoner’ (magnífica) y ‘El hijo de César’ (espléndida), casi no me atrevía con
la tercera novela de John Williams, no fuera que tan alta estima decayera, y más cuando el género y la trama: un western, aunque rendido devoto en el cine, no me atraía como lector. Sin embargo, ‘Butcher’s Crossing’ mantiene la misma calidad literaria de las anteriores. Will Andrews es un joven que hastiado de su vida burguesa en Boston en los años setenta del siglo XIX, decide un buen día embarcarse en la aventura del salvaje oeste (comienzo que nos recuerda con sus diferencias a la gran ‘Las aventuras de Jeremías Johnson’). En el pueblo que da título a la novela encuentra lo que desea: formar parte de un pequeño grupo de cazadores de bisontes. Las condiciones adversas y la difícil convivencia hacen madurar al joven Will. J.L.R. 

viernes, 28 de julio de 2017

LECTURAS DE VERANO II

Los viejos amigos

Rafael Chirbes. Compactos Anagrama, 2008.

Después de las dos incursiones lectoras en la obra de este escritor (‘La buena letra’ y esta que reseñamos), llego a dos conclusiones: por un lado, Chirbes es uno de nuestros narradores imprescindibles, pero al mismo tiempo, por otro lado, exige un descanso entre sus novelas. Porque Chirbes escribe sin hacer concesiones ni al lector ni a sus personajes, a los que pone de frente al fracaso. Pasados veinticinco años, un grupo de antiguos amigos, que en los años 60 decidieron ir a Madrid a luchar por la revolución, se reúnen en una cena. La estructura de monólogos de estos personajes, dotan a la narración de ese matiz de sinceridad, de descarnada sinceridad que la hace más creíble aún, porque aquellos viejos amigos representan el resentimiento de una idea que ellos mismos han ido traicionando. El cáncer, el sida, la depresión, las drogas y hasta el éxito económico o el arribismo político son en definitiva lo que queda de aquellos viejos amigos. J.L.R.


En la lucha final

Rafael Chirbes. Anagrama, 2006.


Tan imprescindible, como acabamos de decir, la narrativa de Chirbes que, pese al descanso necesario entre las lecturas de sus novelas, no me he podido resistir a leer otra. Aunque menos incisiva y corrosiva que ‘Los viejos amigos’, ‘En la lucha final’ es una novela también de fracasados, a pesar de que los personajes se mueven entre la intelectualidad y el poder del Madrid de los años ochenta. El narrador, a modo de cronista y en el presente amante de Amelia, una de las protagonistas, va refiriendo las relaciones de amor-odio, pasión-repulsión que se producen entre un grupo de escritores, editores, gente de arte en general, que forman el pequeño y elegido grupo de amistades de Amelia y Carlos. El asesinato de este y la presencia siempre turbadora de Ricardo Alcántara son los ejes sobre los que gravita la narración. J.L.R. 

martes, 18 de julio de 2017

LECTURAS DE VERANO I

El regreso de Titmuss

John Mortimer. Libros del Asteroide, 2014

Esta segunda entrega de la trilogía es tan buena como la primera, ‘Un paraíso inalcanzable’, que no es poco mérito porque ya se sabe: segundas partes… John Mortimer, polifacético escritor que ha obtenido grandes éxitos como guionista para la televisión, vuelve aquí sobre su protagonista, Leslie Titmuss, en la cima de toda su buena fortuna, es decir, ya convertido en ministro de Territorio, Urbanismo y Fomento, el que fuera en su juventud chico que cuidaba del jardín de los Simcox y meritorio aspirante a un cargo político en el partido conservador inglés que ya ha conseguido. Su segundo matrimonio con Jenny Sidonia y un problema urbanístico nos hacen profundizar en la psicología del siempre escandaloso Titmuss, así como en las vidas de los habitantes de Rapstone Fanner, con ese acerado humor y fina ironía de Mortimer. Una novela para divertirse. J.L.R.

Ávidas pretensiones

Fernando Aramburu. Seix Barral, 2014


Después de leer "Patria" y su no menos estremecedora "‘Años lentos", uno puede pensar que Aramburu es un escritor centrado en el problema vasco. Sin embargo, muchos son los registros que nos ofrece en sus obras este novelista ya convertido en uno de los grandes actuales. Y aquí tenemos una novela que cambia completamente de tema y de estilo, "Ávidas pretensiones" con la que Aramburu consiguió el premio Biblioteca Breve de 2014. Una sátira escrita con el mejor humor, con escenas y personajes realmente hilarantes. La poetada (sic) nacional se reúne en Morilla del Pinar, en el convento de las hermanas espinosas, para celebrar las jornadas anuales de poesía; para los irreverentes, “jornadas en Casacristo”. Y para ello se congrega lo más granado del verso patrio distribuido por aficiones estéticas: los metafas o metafísicos, los realitas; o por inclinaciones sexuales: lesbianas, mariconcillos de playa o de pinar… y sobre todos el vejestorio y ciego don Mateo Gil Salgado con su lazarillo Vanessita Rincón (como dos tortolitos); la Nívea o el pobre Tadeo Balboa que arrastra la dura condena de Amalia Solórzano. Toda una fauna. Muy recomendable para pasar buenos momentos. J.L.R. 


viernes, 30 de junio de 2017

SENTIDO COMÚN

“Un hombre no difiere mucho de una mula o un caballo, salvo que el caballo o la mula tienen algo más de sentido común”, leo en ‘Mientras agonizo’, una de las novelas más emblemáticas de William Faulkner, maestro de maestros, como así lo confiesa el mismísimo Vargas Llosa. Me quedé con la frase por esas otras que relacionan a mulas o burros con hombres, o las que aluden a ese sentido común tan extraño al ser humano y, sin embargo, tan insistentemente demandado en los últimos tiempos por algunos políticos. Quizá el mérito o el ingenio de la frase del gran escritor estadounidense, sea haber compendiado en ella todos esos proverbios o refranes que están en la mente de todos y destacar, como en aquellos, la imagen peyorativa que se tiene del género humano. Concepto en el que también insistía el filósofo galés Bertrand Russell: “Me han dicho que el hombre es un animal racional. En todos estos años, no he encontrado una sola prueba de que eso sea cierto”. Cuando esto escribía Russell acababa de cumplir 90 años, es decir, en 1962, y fue en 1930 cuando Faulkner publica por primera vez ‘Mientras agonizo’; ni veinte años habían pasado aún entre el final de las dos grandes guerras mundiales en uno y otro caso (12 en el caso del novelista; 17 en el caso del filósofo). Seguramente en la memoria de estos dos enormes intelectuales frescos permanecerían los recuerdos de esas dos terribles contiendas, ejemplos universales del escaso o nulo sentido común de los seres humanos. Leer a George Steiner –autor con el que doy, desde hace algunos años, por iniciado mi verano de lecturas- o releer textos de Zweig, o los poemas de Erri de Luca, es un ejercicio que debemos hacer con cierta periodicidad para intentar recobrar la confianza en nosotros mismos, porque son intelectuales con sentido común; ese sentido que confiamos en que tengan los  gobernantes, y también los gobernados, aunque en más de una ocasión, desalentados, nos invada el pesimismo y hagamos nuestras las frases de Faulkner y de Russell. José López Romero.


viernes, 23 de junio de 2017

AUTOR-ESCRITOR

Roger Chartier es un estudioso francés de la historia del libro y de todo cuanto afecta o interesa a esta ya consolidada rama del saber, que no dudamos en inscribir en los estudios humanísticos. Y por poner un ejemplo que me está esperando en mi estantería de lecturas pendientes, en ella lleva ya unos meses su ‘Historia de la lectura en el mundo occidental’, que dirige junto a Guglielmo Cavallo (Taurus, 2011), un conjunto de trabajos en torno a una de las actividades imprescindibles del ser humano, si este quiere considerarse como tal. Pero antes de emprender la lectura de este volumen se me metió de rondón otro ensayo de Chartier titulado ‘El orden de los libros’ (Gedisa, 2017), libro dividido en tres apartados: “comunidades de lectores”; “Figuras del autor” y “Bibliotecas sin muros”, es decir, tres de los elementos fundamentales en torno al libro: sus lectores, sus autores y los lugares de depósito y consulta, aunque en este caso Chartier se centra en las compilaciones de obras que llevaban por título genérico “Biblioteca”. Un libro por momentos de complicada lectura, pero entre cuyas ideas aquí queremos centrarnos en el concepto autor / escritor que Chartier analiza en el segundo capítulo de su libro. No fue hasta finales del siglo XVII cuando tanto en Inglaterra como en Francia se recoge esta diferencia de conceptos: autor es todo aquel escritor que ha publicado o impreso algún libro, mientras que se reserva el término escritor para aquellos que no han visto en letra de imprenta sus creaciones. Una diferencia que lleva aparejada la consideración de la literatura como actividad profesional y comercial y, como consecuencia de todo ello, la disputa, que llega hasta nuestros días, de la propiedad intelectual del autor sobre sus escritos, que tiene como uno de sus más radicales defensores al novelista, excelente por otra parte, Javier Marías. La legislación española actual sobre los derechos de autor señala la vida de este y setenta años más después de su fallecimiento, a partir de dichos plazos la obra se considera libre y puede ser explotada por cualquiera. Lejos quedan ya los 1400 maravedíes por los que Cervantes le vendió al librero-impresor Francisco de Robles la primera parte del ‘Quijote’, de cuyas ventas apenas obtuvo el 10%; o  la venta de los derechos de impresión y puesta en escena de su ‘Don Juan Tenorio’ que Zorrilla cedió al editor Manuel Delgado por cuatro mil doscientos reales de vellón, en una  de las transacciones comerciales más lamentadas de toda la historia literaria española, según el estudioso Luis Fernández Cifuentes, ya que Zorrilla no dejó de arrepentirse durante toda su vida, como confiesa en sus memorias ‘Recuerdos del tiempo viejo’: “Mantengo con él [‘Don Juan’], en la primera quincena de noviembre, a todas las compañías de verso en España. ‘Don Juan Tenorio’, que produce miles de duros y seis días de diversión anual a toda España y las Américas españolas, no me produce a mí ni un solo real”. Desde hace ya mucho tiempo, más de una familia en varias generaciones siguen viviendo de los escritos del abuelo sin pegar un palo al agua. ¡Las cosas del abuelo! José López Romero.



sábado, 3 de junio de 2017

RELIGIÓN



“-Father. Ya que de misales en casa andamos más que tiesos, dile a la madre superiora que al menos me dé un versículo”. Mi hija, que es una esponja, de inmediato había hecho suyo el lenguaje metafórico de Marta Ferrusola, la “madrina” del clan Pujol y la acuñadora de un nuevo código lingüístico de relaciones comerciales con los bancos. La verdad es que el invento no deja de ser ingenioso, a pesar de que el lenguaje religioso y todo lo que rodea a la religión siempre han sido muy socorridos para establecer un plano metafórico con la realidad. Coplas populares como el villancico tan nuestro del “curita” es un excelente ejemplo, por no hablar de los chistes de curas y monjas que con tanta gracia he escuchado de boca de dos ilustres sacerdotes de esta ciudad; entre aquellos, uno en que se utilizaba la metáfora de los dos tomos del Concilio de Trento en alusión a las dos sobrinas del cura, cuando el obispo pedía alguna lectura reconfortante en las frías noches de invierno. El estamento religioso siempre ha estado muy emparentado con la literatura, y la festiva no iba a ser una excepción, sino todo lo contrario; y ahí están para no desmentirme el interesante pasaje incluido en el ‘Libro de buen amor’, del arcipreste de Hita, en el que los clérigos de Talavera se niegan a renunciar a sus mancebas o barraganas. O toda la literatura de goliardos que prolifera por Europa en la Edad Media, en la que se canta al vino, a la fortuna, a las mujeres y a todos los goces de la vida. A través de estos ejemplos no cabe duda de que la religión, sus miembros, sus ceremonias y su lenguaje han sido desde tiempo inmemorial un excelente material metafórico para muy variados usos. “Pá. Si a la niña le vais a dar un versículo, yo necesitaría una epístola” (el niño que se apunta a todas). “Pues ahora estamos reunidos la madre superiora y el capellán del convento, para decidir si os damos un versículo u os repartimos unas hostias”. José López Romero. 

viernes, 26 de mayo de 2017

VERGÜENZA

En la magnífica escena final de ‘Una lectora poco común’, Alan Bennett recrea una fiesta que la reina de Inglaterra, Isabel II, protagonista de esta novela corta, celebra por su octogésimo cumpleaños; fiesta a la que ha invitado a un buen nutrido grupo de políticos. Y haciendo gala de ese humor inglés, tan característico de Bennett, y seguramente que también de la reina, esta reduce a unos simples pero finos e irónico datos estadísticos su ya longevo reinado: “En más de cincuenta años hemos visto desfilar, y no digo hemos despedido —(risas)— a nueve primeros ministros, seis arzobispos de Canterbury, ocho presidentes de los Comunes y, aunque quizá no la consideren una estadística comparable, a cincuenta y tres perros corgi”. Y más adelante, cuando se centra la reina en esa afición, casi obsesión que en los últimos tiempos le ha entrado por la lectura, pregunta al su atento auditorio si alguien ha leído a Proust, solo cuenta la S.M. unas cuantas manos que se alzan sobre las conspicuas cabezas sobre las que recae el poder político de toda la nación: “ocho, nueve… diez”. No sin antes alguien preguntar “¿Quién?” al oír el apellido del célebre escritor de la magdalena. Un joven miembro del gabinete, lector de Proust, al ver que su primer ministro no tiene su brazo levantado, cree más conveniente no alzar el suyo “pues no le haría ningún bien”. Aunque Bennett ridiculice a este joven político por su miedo a caer en desgracia y arruinar así una prometedora carrera de cargos y prebendas (¡cuántos paniaguados no se atreven ni a levantar ni un solo dedo de sus manos por no molestar al político del que depende su vida y su hacienda!), la actitud del joven nos lleva también a considerar la vergüenza que pueden sentir muchos lectores en determinados círculos o situaciones en los que leer es poco menos que una actividad reprobable e incluso indigna. Hablar de libros puede convertirse en un acto vergonzante, toda una provocación a los ojos, tras de los cuales solo hay un cacho carne. José López Romero.   

sábado, 29 de abril de 2017

UN PRÉSTAMO

El otro día acudí a una entidad bancaria a pedir un préstamo. Me gusta más esta palabra que “crédito” porque así no me olvido de que los bancos no son más que al fin y al cabo unos prestamistas. Y cuando llegó el siempre espinoso y desagradable asunto de las garantías, saqué de una maleta que llevaba unos cuantos libros, lo más granado y selecto de mi biblioteca: clásicos en ediciones rigurosas, primeras ediciones de poetas contemporáneos, y hasta alguna novela del siglo pasado ya agotada. Mientras los iba poniendo encima de la mesa, noté que el cliente de la mesa de al lado (es lo bueno que tienen ahora las sucursales, que al no disponer de despachos, la privacidad es más bien escasa, por lo que los clientes pueden consolarse y resignarse en su paupérrima situación financiera), me observaba con cierta expectación (seguro que ya estaba intentando recordar los libros que tenía en su casa). El empleado, aunque con la misma amabilidad que durante toda la conversación había mantenido, me preguntó por lo que estaba haciendo. “No saque, por favor, más libros, caballero”, me dijo en un tono tan cortés como sorprendido, aunque percibí un matiz de incomodidad. La verdad es que le estaba llenando la mesa. “¿Y esto?”, me preguntó cuando di por finalizado mi trabajo. “Desde el siglo XII, caballero –le expuse- los libros eran considerados objetos comerciales y los prestamistas los aceptaban como garantía subsidiaria, como así lo afirma el gran Alberto Manguel en ‘Una historia de la lectura’ y recuerda Jorge Carrión en su libro ‘Librerías’. Así pues, yo vengo a pedir un préstamo y le pongo encima de la mesa (literal) mis libros más valiosos. Fíjese en este ‘Quijote’ de Crítica, o en estas ediciones de la RAE de las obras cervantinas. Mire, mire esta bella edición de las poesías completas de Antonio Colinas…”. “Pare, pare usted, caballero. Usted mismo lo ha dicho, los libros valían algo en el siglo XII, pero me temo que poco o nada valen ahora”. Y tal como los saqué, los fui metiendo en la maleta (el cliente de al lado me echó una mirada triste pero solidaria, se notaba su decepción). Y salí de aquella casa de préstamos sin un euro pero aliviado y contento. José López Romero.

viernes, 21 de abril de 2017

FÁBULAS


Aunque sus raíces se hunden en el mundo clásico, con el griego Esopo y el latino Fedro a la cabeza, quizá la consideración general de la fábula es la de ser un género menor dentro de la historia de la literatura, que disfrutará de un espléndido renacer en el siglo XVIII con Félix María Samaniego y Tomás Iriarte en nuestro país, herederos de una amplia tradición que tiene como referencia al mundo clásico, a la literatura didáctico-moral de la Edad Media (‘Libro del Conde Lucanor’ o el ‘Libro de buen amor’), a la literatura paremiológica y de emblemas renacentista y al francés Jean de la Fontaine. Porque las fábulas no son nada más y nada menos que, como define el diccionario de la RAE: “breve relato ficticio, en prosa o verso, con intención didáctica o crítica frecuentemente manifestada en una moraleja final, y en el que pueden intervenir personas, animales y otros seres animados o inanimados”. Pero lo que ya no sabe tanta gente es que el género, lejos de desaparecer con los ilustrados dieciochescos, alcanzó un esplendor inusitado a lo largo de la centuria siguiente, el siglo XIX, con colecciones dirigidas especialmente al mundo infantil para su formación académica y, sobre todo, moral, con lo que la intención didáctica, consustancial al género, no solo se mantenía sino que incluso se intensificaba. Y como paradigma de esta literatura para niños y niñas puede citarse ‘El libro de los niños’ (título elocuente), obra de la que se publicaron más de setenta ediciones, de Francisco Martínez de la Rosa, el famoso dramaturgo romántico (‘La conjuración de Venecia’). Todo un éxito de ventas. Y ya que el género estaba de moda, otros escritores lo aprovecharon para adoctrinar moral y religiosamente al público adulto, mucho más necesitado de estos mensajes o sermones que la tierna infancia; y así nos encontramos con los ‘Solaces poéticos’ de la marquesa de Pardo Figueroa, hermana del célebre asidonense Doctor Thebussem, cuyos versos hacía imprimir para recaudar fondos destinados a obras benéficas. Pero también las fábulas decimonónicas sirvieron para criticar y exponer a la pública vergüenza vicios y malas costumbres de la época que son, al fin y al cabo, los mismos en todos los tiempos, y los nuestros no son en este sentido y por desgracia una excepción. Pongamos un ejemplo tomado de la ‘Historia de la Literatura Española. Siglo XIX’ (tomo II, Espasa, coordinada por Leonardo Romero Tobar). El escritor Fernández Baeza critica en su fábula del perro y el gato cómo los gobernantes no cumplen las promesas hechas en las elecciones y  se enriquecen a costa del erario público, y tanto la oposición como la prensa, que tienen a su cargo denunciar los abusos, dejan de hacerlo cuando les conviene: “A cuantos como el perro he conocido / que lanzando al Gobierno ataques rudos / un trozo de turrón los dejó mudos”. Intemporal. José López Romero.


sábado, 8 de abril de 2017

EL COCINERO ERA MESSI

En una reciente entrevista, Messi confesaba que el único libro que leía era el que compartía por las noches con su hijo. Nada que reprochar, muy al contrario. ¡Cómo reprocharle al mejor jugador del mundo (soy madridista, pero la verdad es la verdad, aunque duela) que lea con su hijo, si precisamente hace varias semanas a propósito de una anécdota de Gorki, a quien el cocinero del remolcador donde trabajaba le insistía en que leyese, defendía la lectura en familia! En más de una ocasión he comentado que no habría mejor campaña de animación a la lectura que Cristiano Ronaldo o/y Messi leyendo un libro, aunque por lo difícil de imaginar, lo mismo no tendría el éxito esperado. Pero la enternecedora escena de los dos mejores futbolistas del momento leyendo con sus respectivos retoños sería sin duda un excelente reclamo publicitario y dispararía al menos las ventas de libros. Aún recuerdo cuando Alfonso Guerra, al preguntarle un periodista por sus lecturas, puso de moda ‘La Regenta’ y no digamos la ola de ¿lectores? que alcanzaron las poesías de Antonio Machado porque era el poeta preferido del que fuera todopoderoso vicepresidente del gobierno socialista. O más recientemente aunque ya lejos, la resurrección de ‘El señor de Bembibre’, novela histórica del XIX de Enrique Gil y Carrasco, que fue el regalo que le hiciera doña Letizia al entonces príncipe don Felipe con motivo de su compromiso de boda. Desconozco cuántos de los que compraron o fueron obsequiados con un ejemplar de ‘La Regenta’, o de las poesías de Machado,  o incluso con ‘El señor de Bembibre’ terminaron por ser sus lectores; en cualquier caso, habría que agradecerles a Guerra y a doña Letizia si por su prestigio, fama o celebridad se logró aumentar el número de lectores de este país. Por eso, solo nos falta que Messi nos diga el título de ese libro que lee con su hijo, éxito de ventas seguro. José López Romero.

sábado, 18 de marzo de 2017

LA FAMILIA

Sé que algunos libros no están a gusto en mi casa y que otros están muy molestos con el lugar que les he asignado, y es una decepción que comprendo, pero que no puedo aliviarles. Otros, en cambio, gozan de un lugar de privilegio, cerca de mi sitio de trabajo o bien localizados y de fácil acceso. Es cierto que cada vez tengo menos espacio y termino por acumularlos sin orden ni concierto en las estanterías repartidas por toda la casa, y muchos se amontonan y creen sufrir la indiferencia, si no el olvido; ellos no saben que a casi todos los tengo en la memoria (para tenerlos a todos sería Mendel) y de que todos cuentan con mi cariño sin condiciones. Cuando entro en mi librería de guardia y veo los libros, todos expectantes ante su compra, y me acerco a los anaqueles y los observo nerviosos unos, otros resignados y pacientes por el manoseo a que se ven sometidos, me transmiten una ternura indescriptible. Cojo uno, le acaricio la portada, lo abro y al azar leo algunos pasajes o seis o siete versos de un poema, y con la misma delicadeza lo devuelvo a la estantería, y no puedo por menos de notar su decepción: “¿No me compras?, ¿No te ha gustado lo que me has leído?”, parece que me reprochan. Y cuando me decido por adquirir uno, puedo palpar entre sus páginas la ilusión, ese cosquilleo que a todos nos entra cuando vamos a visitar por vez primera una ciudad, y en el caso del libro recién comprado, el que va a ser su nuevo hogar. Creo que la primera impresión de mi casa, de mi familia no les decepciona, aunque un cierto recelo en sus más profundas páginas sientan, pero cuando se dan cuenta de que van a ser uno más de entre cientos y, me atrevería a decir, que de miles, y que todos se reparten por todas las habitaciones de la casa, una mueca de desilusión e inquietud puedo percibir en sus lomos. Y los comprendo. Un lugar nuevo, nuevos dueños en cuyas manos está su destino: “¿me leerá?; y en cuanto me lea ¿se olvidará de mí? ¿dónde me colocará cuando esto pase?; ¿me tirará a la basura?; ¿será capaz de prestarme a otra manos que no sientan lo mismo con mi lectura?”, son preguntas que sin duda se harán recelosos y compungidos. Y aunque a todos les tengo cariño, como he dicho, la verdad es que no los quiero a todos por igual: a la mayoría de ellos los tengo en gran estima y a muchos los llevo en mi corazón, y a estos cuando me detengo a mirarlos, noto en ellos la complicidad de los sentimientos y emociones compartidos, y al sacarlos de la estantería, acariciarlos, leer alguna de sus páginas que señalé o subrayé con especial cuidado en una lectura sin duda inolvidable (y Borges añadiría: “y ya olvidada”), y hasta abandonarme en toda su geografía (los valles de sus líneas, los montes de sus páginas. Ella sabe lo que escribo), puedo advertir cómo se estremecen. Porque los libros son también mi familia. José López Romero.


sábado, 4 de marzo de 2017

DE VIEJOS

Hace unas semanas mi compañero Ramón recordaba no sin cierta melancolía a aquellos encuadernadores, a los que bibliófilos o simples aficionados al libro podían llevar lo que para ellos eran las joyas de su biblioteca particular con el fin de restaurar una ya envejecida y mal conservada encuadernación. Aquel oficio por falta de trabajo, terminó cayendo en la rutinaria labor de los fascículos y hoy están en alarmante proceso de extinción. Solo quedan los pocos que mantienen el espíritu de aquel viejo menester. De la misma manera, las librerías de viejo han ido también desapareciendo, aunque en las grandes ciudades aún quedan excelentes ejemplos de las que le describió Rilke a su mujer Clara: “A veces paso delante de tiendecillas en la rue de Seine, por ejemplo: anticuarios o libreros de viejo, o vendedores de grabados, con sus escaparates bien repletos. Nunca entra nadie y, al parece, no hacen negocio; pero si se curiosea en el interior, están leyendo despreocupados (a pesar de no ser ricos). No se inquietan por el día de mañana, ni se angustian por las ganancias…” (Wiesenthal, p. 570). Las librerías de viejo siempre han venido acompañadas en nuestra imaginación por efecto de la literatura (¿o es la pura realidad?) de un librero abichado y giboso, como el Zarastustra de ‘Luces de bohemia’, o el desarrapado y ajeno al mundo que le rodea Mendel, el de los libros, que con tanta maestría nos describió Stefan Zweig. Más distantes de estas figuras se nos quedan el William Buggage y su “ayudamante” Muriel Tottle, de la novelita ‘El librero’ de Roal Dahl. En cualquier caso, para los que tenemos a los libros por un bien más apreciado que su propia lectura, entrar en una de estas librerías de viejo que encontramos a veces casualmente en nuestro pasear por una ciudad a la que hemos viajado por simple turismo, es siempre un placer que despierta nuestros más entrañables sentidos: el olor del papel, el tacto de la vieja encuadernación, la vista de tantos libros amontonados sin orden y el silencio reverencial que domina el establecimiento. Lugares así quedan ya fuera del tiempo. José López Romero.   


sábado, 18 de febrero de 2017

UN HOMBRE BUENO

‘El cuentista que decía la verdad’ es el título de la biografía que con esmero, pasión y erudición Mauricio Gil Cano acaba de publicar de Francisco Burgos Lecea, jerezano que nació en la calle Santa Clara, nº 7, escritor de vanguardia y tristemente represaliado de la guerra civil hasta su suicidio en Madrid en 1951. Y como escritor vanguardista, prácticamente ningún género le fue ajeno, y en todos metió su pluma, aunque con desigual éxito. En el capítulo que Mauricio dedica a la labor teatral de su biografiado, se cuenta la anécdota de que en el estreno de su obra ‘La heroína del amor sublime’, que tuvo lugar en el teatro La Comedia de Madrid el 26 de mayo de 1930, asistió don Jacinto Benavente, que por aquellos años dominaba los escenarios españoles. La presencia de Benavente no podía llenar más de satisfacción y orgullo a Francisco Burgos, quien después del primer acto fue a saludar al célebre dramaturgo; y este le dijo: “Muy bien el primer acto. He hecho por usted lo que no hice por nadie hasta ahora. Venir al teatro sin haber comido. Ahora me voy…” Prueba incontestable de que hasta los grandes escritores necesitan alimentar el cuerpo tanto como el espíritu, sin que aquí y ahora nos atrevamos a decir a cuál debe atenderse primero. Pero la anécdota viene aquí a cuento no por la alimentación de los genios, sino porque en ella se unen casualmente dos escritores que reaccionaron en distintos años, aunque no muy distantes, contra la situación del teatro de la época. Benavente en los últimos años del siglo XIX ya había denunciado en varios artículos publicados en la prensa a los empresarios, empeñados solo en sus beneficios económicos, y también a los actores, pequeña y perversa sociedad totalmente jerarquizada en la que los más famosos imponían una férrea dictadura sobre los demás. Más de treinta años después, concretamente el 4 de abril de 1930, solo unos días antes del estreno de ‘La heroína del amor sublime’, Burgos Lecea publicaba en El Imparcial su manifiesto sobre la fundación del ‘Teatro de la nueva literatura’ en el que podemos leer las mismas críticas expuestas por Benavente, aunque con más detalle y vehemencia: “el teatro actual está podrido, por dentro y por fuera, literaria y económicamente. Hay que salvarlo. Así lo quiere el público. Así lo quiere la juventud. Es necesario destruir todas las enfermedades que lo llevan sin remisión al sepulcro”. Burgos Lecea fue tan apasionado en defender sus ideas sobre el teatro y la necesidad de su renovación, como lo fue para defender la literatura en general y el poder de esta para mejorar la vida de los seres humanos, de cuya nobleza nunca dudó este hombre honrado, que sobre todas las cosas fue esencialmente bueno. Una bondad, una honradez que, junto con su ideología comunista, lo llevaron por varias cárceles franquistas hasta su liberación el 19 de diciembre de 1950, para terminar por suicidarse: “Cuando después de muchos años, salió en libertad y se halló ante el espectáculo de su hogar y las dificultades de ganarse la vida bajo un régimen que le era hostil, se lanzó de cabeza por la ventana de su casa, un quinto piso”. Era el 5 de marzo de 1951. José López Romero.

sábado, 11 de febrero de 2017

EL COCINERO

En la excepcional por definitiva biografía que de Rainer María Rilke publicó en 2015 Mauricio Wiesenthal (‘Rainer María Rilke. El vidente y lo oculto’, Acantilado), este cuenta una anécdota del escritor ruso Máximo Gorki: “Siendo todavía un niño –comenta Wiesenthal de Gorki- trabajó como pinche de cocina en un remolcador. Le gustaban los libros más que los fogones, y el cocinero le hacía leer en voz alta, a cambio de librarle del servicio”. No es muy frecuente que el jefe exima a un muchacho de su trabajo a condición de que ocupe el tiempo en la lectura (“Todos lloraban cuando leía ‘Tarás Bulba’, o cuando contaba historias novelescas a sus compañeros de navegación” –sigue contando Wiesenthal- Y el cocinero le decía emocionado: “lee, muchacho, lee, que no hay nada mejor que los libros”). Que un cocinero de un remolcador tenga esa sensibilidad y ese sentido de la responsabilidad sobre la educación de un pinche no es que sea poco habitual, es sin duda toda una excepción, una verdadera rareza pero, como los caminos del Señor, los de la lectura a veces también son inescrutables. Gorki recordaría toda su vida a ese cocinero que, en su modestia, supo orientar los primeros pasos literarios del que con el tiempo vendría a ser uno de los más destacados escritores de la gran Rusia. Hoy, a pesar de todas las estrategias y mecanismos que se activan para hacer de la lectura un hábito, una actividad más que incorporar a la vida diaria de los jóvenes españoles (estrategias que tienen a la escuela como centro de operaciones y, en menor medida, a las bibliotecas públicas), no hay mejor ni más eficaz animación a la lectura que la casa de uno, la familia, el padre y la madre sentados con sus hijos leyéndoles un cuento, o leyendo el niño o la niña bajo la atención de sus padres. Esperar que a nuestro hijo o hija se le presente el cocinero de Gorki es esperar un verdadero milagro; los caminos de la lectura, como los del Señor, son inescrutables, no imposibles. José López Romero.

viernes, 3 de febrero de 2017

¿LOS LIBROS SON CAROS?

La cultura en este país es cara y lo ha sido siempre, aunque en estos últimos tiempos con el aumento del IVA se haya encarecido aún más. Quizá, y como viene siendo habitual desde hace ya muchos años, la subida de impuestos no sea más que la coartada para subir el producto, que esta subida repercuta directamente en el consumidor o usuario y echarle las culpas al gobierno de turno, porque para eso está. Y lo que realmente debería considerarse un producto de primera necesidad (¡animación a la lectura!), se convierte en artículo de lujo, al alcance de pocos, y cada vez, menos bolsillos. El cine, el teatro… Pero cuando se abaratan las entradas los espectadores acuden en masa, como se ha comprobado en estos últimos años con los días del espectador o con la fiesta del cine. Esto le decía yo a la madre el otro día, cuando mi hijo, que aparentaba si no  distracción escaso, si no nulo, interés (estado natural) por nuestra conversación, nos suelta: “¡Qué razón tienes, Pá. A mí que me ha dado por la cultura del entrecot de ternera, no ganáis entre los dos para este artículo de primera necesidad”. Y contento volviose a su estado natural. La verdad es que  no me había yo parado a pensar en que había también una cultura del entrecot de ternera, yo estaba pensando más bien en los libros. Y venía todo ello a cuento porque el otro día me compré un libro a un precio que me pareció un poco desmesurado para lo que aparentemente era: unas escasas ciento cincuenta páginas, en letra más grande de lo normal, en formato más cercano al libro de bolsillo que a edición de lujo. Total: 20 euros. El lector que pretenda estar al día de las últimas novedades del mercado ya puede ir preparando la cartera si no quiere esperar a la edición de bolsillo, teniendo en cuenta además que las críticas, escasamente objetivas, tampoco le garantizan que la novela o libro que compra va a responder a sus expectativas. No cabe duda de que, a pesar de la espera, el libro de bolsillo (y en este formato hay precios muy asequibles) es siempre una buena opción para un lector paciente, o también acudir a los grandes nombres, a escritores que no nos van a defraudar: la última de Fernando Aramburu; ahora Eduardo Mendoza, flamante premio Cervantes; y tantos otros cuyas ediciones pueden comprarse, según las editoriales, a buen precio. ¡Ah! Se me olvidaba. El libro que ha provocado esta reflexión se titula ‘Historia de los libros perdidos’ de Giorgio Van Straten y debo confesar que a pesar del precio o, digámoslo de otra manera, a pesar de las características antes indicadas, es un magnífico libro, de lectura fácil, entretenida y enriquecedora en todos los aspectos; un libro que, como los buenos textos, señalan a otros libros, a otros autores que tienes por descubrir. ¿Para costar 20 euros? Al menos no lo tengo que tirar o guardarlo en esa segunda fila, la llamada del olvido, de una estantería. Pero si costase menos seguro estoy de que se venderían muchos ejemplares. El contenido lo merece sin duda. José López Romero.


sábado, 28 de enero de 2017

PAREJAS

“Father, father –mi hija con una noticia calentita-. En “first dates” un muchacho le acaba de confesar a su pareja que habrá leído como mucho un libro en su vida; a lo que la muchacha le ha respondido que ella en cambio sí ha leído ‘Cuarenta sombras de Gray’ y ‘Crepúsculo’”. De inmediato conecté con este programa para ver a dos prototipos de lo que podríamos llamar “bultos humanos”: el macho que entre los méritos que lo adornan se encuentra la alergia a la lectura, lo que esgrime como arma de seducción, y la hembra, por el contrario, que tiene en su casa la envidia de la biblioteca de Alejandría. La pinta de ambos, por supuesto, acorde era con su talla intelectual. Lo dicho: perfectos ejemplares de lo que es hoy la llamada de la selva, reconvertida en un plató de televisión en el que, en un alarde de inconsciente sinceridad, a sus participantes no les importa poner sus vergüenzas a la pública exposición. Y lo grave de esta desgracia es que estos especímenes son más numerosos de lo que queremos o nos engañamos en creer. La situación no será tan alarmante, nos decimos confiados en que se lee más de lo que las estadísticas desvelan, o pensando que la juventud (que ya empieza también a tener sus años) de nuestro país no puede verse reflejada en dos espontáneos que han acudido a un programa de televisión con el fin de ligar. Y sin embargo, las estadísticas no engañan y muchos jóvenes pueden perfectamente identificarse con esa pareja de “first dates”, en todos sus aspectos, hasta en los feromonales, quizá el único por el que destacarían y por el que participan en estos programas. En realidad, alguien debería abrirles los ojos y decirles que detrás de sus ignorancias se esconde la desesperada necesidad del otro, de un igual a ellos porque a no otra cosa pueden aspirar, si no es al fracaso que algunos ya han sufrido. Alguien debería decirles que un libro, que la lectura les devolverá la autoestima que hace tiempo seguro que perdieron. José López Romero.