Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

sábado, 15 de diciembre de 2012

LOS MEJORES


“Solo los mejores se casan”, más o menos literalmente, vino a decir una exuberante y sofisticada joven en una película que estaba viendo al ladito mismo de mi mujer. De inmediato, en mi mirada observó ella la satisfacción que aquella frase me había producido viniendo además de quién venía; pero de la misma manera y sin darme apenas tiempo para el regodeo, me espetó, con los ojos inyectados en ese desprecio con que solo las mujeres miran con todo su cariño a los maridos, “¿No te habrás dado por aludido? Y en cualquier caso, es solo una película, pura ficción.” Para terminar apuntillando: “Mentira”. Como pueden comprobar, el matrimonio está lleno de momentos conmovedores. Ficción, mentira… hasta las películas y las novelas que están, como dicen siempre al principio, “basada en hechos reales”, adolecen de una buena dosis de imaginación de guionistas o escritores que llegan a manipular de tal forma la realidad que más que “basada en hechos reales”, debería anteponer el aviso contrario: “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”. Cada vez que leo una novela histórica, siento curiosidad por saber cuánto de verdad histórica y cuánto de mentira encierran sus páginas, cuánto es debido a la investigación del autor y cuánto a su imaginación; y hasta en mi obsesión por ello llegué a rastrear la huella de uno de los personajes de la gran ‘Bomarzo’, el duque Pedro Luis Farnesio, a quien he dedicado más de un desvelo. El otro día, sin más lejos, comentaba con un gran lector la sensación de crónica que dejaba la lectura de “La fiesta del chivo”, obra en la que se mezclan, como en ‘Bomarzo’, personajes ficticios e históricos, pero ¿en qué proporción? Esperemos que Vargas Llosa algún día nos lo aclare, porque como novela –excelente por cierto-, no crónica, se incluye en la ya prolífica obra del escritor hispano-peruano. Cuando se sosegaron los ánimos, se me ocurrió murmurar: “quizá la muchacha quiso decir en vez de los “mejores” los “valientes”. Provocador que es uno. José López Romero.


viernes, 7 de diciembre de 2012

EL ANTICRISTO


Como ya hiciera con los opúsculos ‘A los jóvenes’ y ‘Exhortación a un hijo espiritual’, obras de Basilio de Cesarea, Francisco Antonio García Romero acaba de publicar, en la misma colección Biblioteca de Patrística (editorial Ciudad Nueva), una edición de la obra de Hipólito ‘El anticristo’. La misma calidad y el mismo rigor en el tratamiento del texto y en el estudio previo en torno a la figura e identidad de este Hipólito (de origen oriental que fue obispo, aunque se desconoce aún de qué lugar), así como en el análisis de las claves de esta obra cuyo interés radica en el mito bíblico del anticristo, son virtudes o valores que nos presenta este nuevo trabajo de edición e investigación de Francisco Antonio, cuya solvencia en el manejo de estos textos está más que demostrada. Dos trabajos ya publicados en la misma colección con el denominador común del rigor filológico y, sin embargo, tan distintos en la temática que nos plantean. Las luces que iluminan los bellos y prácticos consejos de Basilio de Cesarea, contrastan con la oscuridad que envuelve la imagen del “Antimesías”, del “abominable desolador” o también llamado “abominación de la desolación”. “El Anticristo personifica en el cristianismo a esa figura antagonista de la divinidad, que aparece de diferentes maneras en diversas culturas y épocas distintas, aunque especialmente en el mundo judío”, nos dice Francisco Antonio antes de señalar las distintas formas de representación de esta figura, que tiene su base textual en diversos pasajes de la Biblia, sobre todo en el Antiguo Testamento y en el ‘Apocalipsis’, y en menor medida en el Nuevo Testamento, pero que vuelve a aparecer con fuerza en los textos cristianos a partir de la segunda mitad del siglo II. Todas estas referencias se encuentran en la edición, ya sea en la introducción, ya en el propio texto de Hipólito, quien en su obra repasa las fuentes bíblicas que anuncian la venida del anticristo. Una figura que tendrá a finales del siglo XIX su versión filosófica tan conocida como polémica, a cargo del gran Friedrich Nietzsche, que veía en el propio cristianismo y en la Iglesia a los verdaderos anticristos. Después de la adjudicación o identificación del emperador Nerón con tal figura, de lo que se hicieron eco Tácito y Suetonio, a lo largo de épocas, civilizaciones y religiones todos hemos tenido y seguimos teniendo nuestros anticristos, ya sean generales, oficiales o particulares. Una vuelta en este sentido por Internet nos resultará muy aleccionadora no solo por las imágenes que representan al anticristo, sino por la diversidad de personajes que se han tomado como representación del “abominable desolador”, según creencias y, sobre todo, posiciones o criterios políticos. Y yo en esto tengo también mis anticristos, pero hoy me los callo. ‘El Anticristo’ de Hipólito, con introducción, traducción y notas de Francisco Antonio García Romero, se presentará el día 13, las 19’00 en la Biblioteca Municipal Central. José López Romero.

CABALLERO DE JEREZ


A pesar de que nada más concedérsele el Premio Cervantes a José Manuel Caballero Bonald todos los medios de comunicación se aprestaron a sacar reportajes y monográficos sobre su vida y su obra (ver Diario de Jerez, del pasado 30 de noviembre), en esta página dedicada a la literatura no queremos ser menos y así dedicarle nuestro modesto homenaje a quien con su nombre ha limpiado un poco la imagen de nuestra ciudad, que tanta falta le hacía. Más de un escritor amigo o investigador ha visto en la concesión del premio no solo un reconocimiento a la obra literaria de Caballero Bonald, sino también, aunque en una mínima proporción, un acto de desagravio por aquel lamentable y desagradable incidente de la Academia, institución que nunca debió permitirse el lujo de prescindir de un escritor que, si por algo se caracteriza, es por el cuidado hasta la obsesión por el lenguaje, por la palabra precisa y poética, rasgo que se observa tanto en la poesía como en la narrativa. Y nada mejor que dedicar este pequeño homenaje a acercar al lector su obra. En las dos reseñas incluidas en esta página, se recogen una excelente muestra de su poesía con la antología ‘Summa Vitae’ y la novela ‘Dos días de setiembre’, ejemplos modélicos de su labor literaria, a la que habría que añadir sus trabajos como estudioso del flamenco, que siguen siendo referencia obligada para los investigadores. Pero en estas breves notas queremos destacar, por un lado, de la amplia bibliografía que se ha dedicado a su obra, el trabajo ‘El universo narrativo de Caballero Bonald’ de Juan José Yborra Aznar (Diputación de Cádiz, 1998) y el cuaderno monográfico que le dedicó la revista ‘Trivium’ en su nº 9 de 1997; y por otro, la labor que desde sus inicios está haciendo la Fundación Caballero Bonald en pro de la difusión de la obra de nuestro Premio Cervantes. Porque en esto de la literatura ya se sabe que no es suficiente ser bueno, muy bueno en el caso de C.B., sino también hay que darse a conocer. José López Romero.

sábado, 24 de noviembre de 2012

EL CHICO DE LA ESTRELLA


Cuando cayó en mis manos el último poemario de José Lupiáñez titulado ‘La edad ligera’ (además, tuve la enorme satisfacción de presentarlo en la Escuela de Hostelería de Jerez), después de la lectura atenta llegué a la conclusión de que el cambio que ya había anunciado la poesía de Pepe Lupiáñez en sus libros anteriores, llegaba a su consolidación y expresión última en aquellos poemas. El juvenil ‘Ladrón de fuego’ había dejado paso a la madurez nostálgica de un poeta que prefería el intimismo, la experiencia personal, la evocación de paisajes soñados y vividos para expresar unos sentimientos que miraban más hacia el pasado interior que a un futuro lleno de incertidumbres. Hace unos días mi encuentro con el primer libro de relatos de Lupiáñez, ‘El chico de la estrella’, y después de su lectura, de los seis cuentos de que consta el volumen, la conclusión a la que llegué con su poesía, la he confirmado y certificado en su prosa. El denominador común que les da la unidad intrínseca no es otro que la nostalgia, esta vez de una infancia y una adolescencia, en las que todos los que las vivimos, las sufrimos y hasta las disfrutamos en aquellos duros pero emotivos años 60 nos vemos reflejados. Porque hay mucho de autobiográfico en los relatos de Pepe Lupiáñez, muchos recuerdos con los que nos identificamos y en los que reconocemos un tiempo en el que fuimos niños a pesar de las circunstancias. ¿Quién no se verá en el espejo de la vida escolar que nos retrata en ‘Don Siro’ con su tinta a granel, su goma Milán y la ceremonia de forrar los libros al inicio de cada curso?  ¿Quién no reconocerá a alguno de sus mejores amigos de  pandilla en los personajes de ‘El chico de la estrella’, o incluso el barrio del Carmen en su propio barrio? ¿O quién no recordará su primer amor en la niña de ‘El secreto’ o la imagen idealizada y siempre imposible de Nuri en el relato que le da título al libro? Relatos intimistas y festivos como ‘El milagro de los peces’, esperanzadores y llenos de futuro como ‘Regina y el vértigo de la eternidad’, que contrastan con la dureza áspera e inhumana, pero tan real, de ‘El imperio de César’. Relatos en los que Lupiáñez ha sabido, y esto es uno de los valores más llamativos del libro, imprimir el estilo justo a cada escena. La maestría de un escritor se manifiesta precisamente en esto: en adecuar el estilo a la situación narrativa: pausado cuando de evocar la infancia se trata, más ligero cuando los acontecimientos alcanzan un cierto dramatismo, y pocas veces trepidante, porque el estilo de Lupiáñez se remansa, no suele acelerarse, se recrea en la nostalgia de lo vivido a través de la mirada poética que nunca le abandona: el adjetivo preciso y brillante, las metáforas elegantes, y hasta las sensaciones, sobre todo los olores que se respiran, tan familiares algunos, en todos los relatos. Y como elegante es todo el libro para rememorar un tiempo con el que me he reencontrado gracias a Pepe Lupiáñez. ‘El chico de la estrella’, Port-Royal, Granada, 2012. José López Romero

sábado, 17 de noviembre de 2012

MARIDAJE


Después de una sesión de degustación de lo que ahora se ha dado en llamar maridaje, aquel grupo de cursis y noveleros decidió en el fragor de las copas hacerse pueblo por unas horas y desplazarse a un tabanco cercano a seguir su “vía crucis en honor a Baco”, como gustaba decir a uno de ellos que, aunque católico practicante, se permitía estas licencias irreverentes. Y después de que el dueño del local les pusiera por delante la botella de mosto y los vasos correspondientes, poco menos que les lanzó un platillo de altramuces y con socarronería les dijo: “es el maridaje tradicional; tenemos la variante de las almendras, pero no están de temporada”. Yo que me crié entre guisos, en los que predominaba la patata acompañada de lo que había sobrado de un día para otro, y entre legumbres, con la permanente amenaza de que lo que no me comía hoy, lo tenía mañana, no llego a entender estas novedades gastronómicas de maridajes y libros en los restaurantes, iniciativa de la que se hacía eco mi compañero y amigo Ramón en esta misma página la pasada semana. Aunque, ¡claro!, mientras lean los niños y dejen en paz a los padres, cualquier invento se agradece. No sé quién dijo que no soportaba a un fumador a su mesa, pero prefería cuatro fumadores a un solo niño. Pero no se crean que me cierro en banda a novedades, todo lo contrario. Ya me imagino una degustación de almejas con un buen fragmento de un texto de la Sonrisa Vertical; o una excelente copa de amontillado leyendo los brillantes alejandrinos de Rubén Darío; por no decir de un buen oloroso con una tragedia de Calderón o la exquisita prosa de Juan Valera. “Luces de bohemia” solo se puede leer con una generosa copa de aguardiente. “SuperLópez -mi mujer, que sigue con la guasa- ¿qué vino le echo al guiso de arroz con gambas?”. “Si lo has hecho tú, aquí van unas páginas del “Código Da Vinci” y un artículo de Lucía Echeverría”. La bromita me va a costar cara. Lo sé. José López Romero. 

sábado, 10 de noviembre de 2012

OTRAS TRES COSAS

Oswaldo Guayasamín

Que el número tres es uno de los grandes números de la historia de la humanidad, lo atestigua la enorme cantidad de elementos que en torno a este número se distribuyen y agrupan, por poner un ejemplo, léase la cita “somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres…. Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad”, del aquel hermoso cuento de Borges titulado “El espejo y la máscara”; o como hace unas semanas comentábamos las tres cosas que ningún joven inglés del siglo XIX era capaz de hacer al criterio del Dr. Gylmore, personaje de “La dama de blanco” del novelista Wilkie Collins; y así también el más grande de nuestros escritores, D. Miguel de Cervantes, en “Los trabajos de Persiles y Sigismunda” (el “Persiles”, para el común), novela que, al igual que Collins con Dickens, ha quedado inmerecidamente oscurecida en la producción de Cervantes por el “Quijote” y por las “Novelas Ejemplares”, nos plantea asimismo una afirmación basada en el número tres: “Por tres cosas es lícito que llore el varón prudente: la una, por haber pecado; la segunda, por alcanzar perdón dél; la tercera, por estar celoso; las demás lágrimas no dicen bien en un rostro grave”. No nos debe resultar extraño que en una sociedad y en una época en las que el llanto de un hombre no era precisamente lo más frecuente ni lo mejor visto (sin duda herencia de nuestro ser español es la frase “los hombres no lloran”, que inculcamos a nuestros hijos), Cervantes restrinja las lágrimas varoniles a tres sucesos y siempre con la condición expresa y previa de la prudencia. Tres situaciones que, a pesar de las fuentecillas de sabiduría que manan de las páginas del “Persiles”, no son lamentablemente en la sociedad actual y en los tiempos que corren ni de rabiosa actualidad ni lo más visto. Ya no se llora por pecar, porque hemos perdido el sentido y el carácter trascendente del pecado, y menos aún lloramos por pedir perdón por los errores cometidos, sencillamente porque nos cuesta mucho reconocer que hemos errado. Y por celos nunca lloraría un hombre prudente, porque de imprudentes e impertinentes es tenerlos, como nos enseñó el propio Cervantes en su novelita “El curioso impertinente”, engastada en la primera parte de la vida de su gran hidalgo, o más claramente en “El celoso extremeño”, una de sus mejores novelas ejemplares. “Las demás lágrimas no dicen bien en un rostro grave”, termina en sentencia la frase del “Persiles”; la gravedad y la prudencia son virtudes que deben adornar a un hombre de bien, ése que es capaz de llorar por sus pecados y de la misma manera por pedir perdón por ellos. Pero está visto que o se nos metió tan adentro, hasta la  masa de la sangre la frase de que “los hombres no lloran”, o los que deben llorar están muy lejos de ser prudentes y graves. A veces unas cuantas lágrimas nos harían bien a todos, aunque solo sean por higiene moral. José López Romero.

sábado, 3 de noviembre de 2012

SUPER-MEN


“Hola, superfather”, me recibe mi hija a porta gayola después de un día de duro trabajo. Pero no contento con esto, se cruza mi hijo y de refilón me espeta “¿qué pasa, super-pá?” (voz coloquial-filial). Solo faltaba mi mujer para que la guasita fuera ya completa, pero afortunadamente no se encontraba en casa. Y todo porque los dirigentes de una venerable y muy respetable (no sus mandamases) institución cultural jerezana habían decidido pasarme a la categoría de supermiembro (sin connotación alguna), junto con varios compañeros y amigos (por cierto, colaboradores de este Diario), los mismos que ahora hemos decidido llamarnos super-men, de ahí el título de este artículo, y hasta tenemos la intención de hacernos tarjetas de visita con esta nueva distinción. No sé si los amables lectores recuerdan la moda en el uso del prefijo super-, que aún se deja oír por ahí en las bocas de algún que otro u otra cursi de turno: “esto es super”, se oía con frecuencia no hace mucho  sin necesidad de añadirle adjetivo al prefijo porque ya éste mismo era suficientemente super-lativo para calificar la dimensión de la realidad que se quería destacar. Pero el super por excelencia, con permiso de los supermercados, es el gran héroe americano Superman, que incluso ha sido recientemente noticia, porque en la próxima entrega Clark Kent abandona su periódico de siempre, el Daily Planet. Un cómic, quizá el más famoso y célebre de cuantos se han dedicado a la elaboración de la figura de un héroe, y que tiene entre sus rendidos estudiosos al gran Umberto Eco, con un trabajo que incluyó en su libro “Apocalípticos e integrados”, libro imprescindible para todo aquel que quiera profundizar en la cultura de masas. “Hola, superLópez”, me saluda mi mujer. En la próxima asamblea de la ilustre institución, “irás con capa” (mi hijo), “y con los calzoncillos por fuera” (mi hija)… “y marcando” (mi mujer). ¡Ay, Dios, todo héroe tiene su kriptonita!”. José López Romero.

sábado, 27 de octubre de 2012

TRES COSAS


“Hay tres cosas que ninguno de los jóvenes de la presente generación son capaces de hacer: no pueden saborear el vino, no pueden jugar al whist y tampoco pueden decirle un piropo a una dama”, dice el honesto abogado Sr. Gilmore en relación al joven Walter Hartright, profesor de dibujo y rendido amante, aunque sin esperanzas, de la señorita Laura Fairlie, en la novela “La dama de blanco” del escritor inglés del siglo XIX Wilkie Collins, a quien la inmensidad literaria de un Charles Dickens quizá le haya restado el reconocimiento y la fama que su calidad sin duda merece. Prueba de ello es que precisamente “La dama de blanco” se publicó por primera vez por entregas en la revista “All the year round” que dirigía el propio Dickens, y donde éste también había publicado varias de sus obras también por entregas, entre ellas “Historia de dos ciudades”. Incluso los dos grandes escritores y sin embargo amigos llegaron a escribir algunos relatos al alimón que vieron la luz en la misma revista. “La dama de blanco”, como ejemplo de la producción de Collins, es una novela que al misterio de la trama se le une la sólida narración de las buenas novelas decimonónicas tan recomendables para todas las épocas del año. Háganme caso: una novela del XIX nunca defrauda al más exigente lector. Pero vayamos a la frase del Sr. Gilmore que dicha en pleno siglo XIX parece que no ha perdido vigencia pese a que más de un siglo la contemple. Si no saber o ser diestro en el whist, un juego de cartas a los que tan aficionados son los ingleses, es ya un defecto de la juventud a criterio del Sr. Gilmore, ¿qué decir de no saber requebrar a una señorita o de beber y saborear una copa de buen vino? En lo primero, siempre se nos viene a las mientes el exabrupto grosero a pie de obra al paso de una hermosa mujer; y sin embargo, en otro tiempo, tampoco tan lejano, el español gastaba fama de dominar el arte del piropo, de la elegancia y la sutileza de una frase que halagaba la vanidad femenina cuando a través de ella se destacaba su belleza. Pero en esto, como en tantas cosas, vivimos otros tiempos en los que no sabemos distinguir lo sutil y elegante de la mala educación, o hemos desarrollado para estos asuntos una susceptibilidad tan especial que cualquier piropo nos parece un insulto y, por tanto, motivo de denuncia. Y en cuanto a lo del vino, no hay más que darse una vuelta por los bares de nuestra ciudad, la ciudad del vino, para darse cuenta de que nuestra juventud no aprecia las bondades de un producto que por ser de la tierra nos deberíamos sentir orgullosos de él y hacer patria con su consumo. Somos capaces de ponernos las manos en la cabeza al ver a un joven beber una copa de buen oloroso, y sin embargo miramos para otro lado cuando se prepara una de esas combinaciones por las que un día le explotará el hígado. Enseñar a beber sigue siendo, no cabe duda, una de nuestras asignaturas pendientes. José López Romero.


domingo, 21 de octubre de 2012

ENTERAO


“El enterao” lo llamaban en el barrio, con esa fina y atinada ironía que suelen utilizar los vecinos cuando de poner motes se trata. Y él sufría el apodo con ese puntito de desprecio hacia la plebe ignorante y asilvestrada, a la que miraba por encima del hombro. Y todo porque se consideraba un tío informado y con unas preocupaciones e inquietudes culturales que los demás no tenían. Se tomaba un café todas las mañanas en un bar cercano a su casa con el único fin de estudiarse, más que leerse, el diario y algún periódico deportivo (el mismo bar donde veía los partidos de fútbol de pago). De las páginas de la prensa local se fijaba con detalle en la agenda cultural para programar los actos a los que podría asistir: exposiciones, talleres, conferencias, a nada hacía ascos, y más cuando se apostillaba en la noticia que se serviría una copa de cortesía. Tampoco estaba ajeno al manejo de las nuevas tecnologías, y siempre que podía se pasaba por la biblioteca municipal para consultar la prensa nacional por Internet o la biografía de algún escritor, o noticias sobre algún tema de actualidad. Y de camino sacar algún libro de lectura, porque tampoco estaba de más aprovechar el servicio de préstamos de las bibliotecas públicas. Pero últimamente espaciaba cada vez más la lectura; él, que había sido un gran lector en su juventud, mataba ya en su madurez el gusanillo con los periódicos y con alguna que otra novela, pero ahora gustaba más de una cultura de oído: las conferencias (se las tragaba todas con la misma devoción con que se bebía la copita), los informativos en radio y televisión, los documentales y programas culturales…Y en un golpe de suerte, le había tocado el premio de ser uno de los cincuenta primeros lectores que iba a compartir con una autora de éxito el primer capítulo de su nueva novela. Seguro, se decía, que después nos darán algo de comer. Cuando se enteró “el enterao” de que a la cultura también le habían subido el IVA desde el 1 de septiembre, puso el mismo gesto de desprecio con que sufría su mote en aquel barrio de incultos. José López Romero.

viernes, 12 de octubre de 2012

UN PLACER Y SALUD


… Ya de vuelta. Un placer. Un curso más por delante que, por todas las señales del cielo y del infierno, no nos será propicio. Sin embargo, mi compañero Ramón y yo acometemos esta empresa con ilusión renovada y quedamos muy agradecidos a los lectores por acercarse cada semana a esta página para compartir con nosotros nuestro amor por los libros, por la Literatura (con mayúscula), y compartir también, los olores y los sabores agridulces de los libros. Nada nos debe ser ajeno y más en estos tiempos en que todo apoyo, toda colaboración, cualquier idea deben ser bienvenidos, si parten de la generosidad, la sabiduría y la experiencia. Y a veces la literatura nos servirá para alejarnos de una realidad que no nos gusta, pero muchas más veces debe servirnos para reflexionar sobre ella y comprometernos para mejorarla. Y en esto de la colaboración, de la idea brillante que puede si no mover al mundo, a nuestra sociedad, al menos zarandearla un poco, me topé hace unas semanas con la figura de Marc Vidal (no confundir con Nacho, aunque el contexto lo permita por lo del zarandeo). Marc Vidal es un joven autor de dos libros titulados “Crónica de una crisis anunciada” (manida adaptación del título de la novela de García Márquez), publicado en 2009, y el más reciente “Contra la cultura del subsidio”, que ya va por la tercera edición. En una entrevista reciente, la periodista calificaba a Marc Vidal como “emprendedor en serie, arruinado y superviviente” y destacaba que es “una de las personas más seguidas en España en tuiter”. Personalmente no me gustan y, por tanto, no tengo entre mis lecturas libros que tratan temas de tanta actualidad que terminan por convertirse en efímeros al poco de publicarse; ni siquiera aquellos cuyos autores nos merecen, por su prestigio en dichos temas, toda nuestra confianza. Como tampoco me atraen esos otros de autoayuda que proliferan en las tiendas y librerías, una especie de manual de instrucciones o prospecto de perogrullo ante cualquier problema de orden personal o laboral. Porque la lectura de los periódicos y estar bien informado a través de los distintos medios de comunicación es, a mi juicio, suficiente para hacernos reflexionar sobre la situación actual; y porque no hay nada como el apoyo de la familia y de los amigos para salir de cualquier atolladero. Pero la juventud de Marc Vidal y lo ya vivido me impulsan a concederle un punto más de credibilidad, porque no cabe duda de que durante demasiados años, y en especial en la última década, España ha sido y sigue siendo un país de subsidios, en el que los más listos (que son legión) sólo quieren su paguita a final de mes subsidiada por el Estado. ¿Trabajar? Hasta urticaria les entraba. No solo hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, sino que hemos pensionado y seguimos pagando a más ciudadanos de los que nos corresponde; muchos en edad actualmente de trabajar en vez de pasear y tomar cervezas; otros, con enfermedades que no les impide desarrollar otras labores en otros puestos. Y en Andalucía… A la vista está. Mucha salud a todos, porque dinero… José López Romero.  

sábado, 23 de junio de 2012

ORÍGENES


El fallecimiento de Carlos Fuentes el pasado 15 de mayo, viene a añadirse a la ya larga lista de pérdidas de aquella inigualable generación o promoción de narradores latinoamericanos que alguien dio en calificar de “boom”. Es la ley de la vida más inexorable cuanto más años se cumplen, porque si Ernesto Sábato contaba con casi un siglo de existencia cuando murió el pasado año, Carlos Fuentes se nos ha ido con 83 a sus espaldas. Por no citar a García Márquez que un día de éstos nos da un disgusto con sus 85, o su amigo Álvaro Mutis que camina veloz hacia los 90. Con 88 años murió el paraguayo Augusto Roa Bastos, y casi con la misma edad el gran Borges y el uruguayo Benedetti. Ante tales cifras prematuras se nos antojan las muertes de Alejo Carpentier, José Donoso o Julio Cortázar que se quedaron en septuagenarios, por no citar al mexicano Juan Rulfo, que se quedó en los 69. Nos dejamos para el final a Mario Vargas Llosa, quien a sus 76 años exhibe una exultante vitalidad, en plena madurez literaria. Pero no quería detenerme en la edad de estos grandes clásicos ya de la literatura contemporánea, sino en otro punto en común que la mayoría de ellos, no todos, tienen, al margen de la editorial Seix Barral y de la agente Carmen Balcells, que fueron sin duda fundamentales para darlos a conocer en Europa. Me refiero a sus orígenes, a las familias en cuyo seno se criaron y mamaron la cultura que después convirtieron en ese poso en el que hunden sus raíces literarias. Las frecuentes estancias en distintos países, especialmente europeos, de muchos de ellos (algunos nacieron incluso en Europa: Cortázar en el municipio de Ixelles (Bruselas), o Carpentier en Lausana, Suiza), como consecuencia de las profesiones de sus padres, dedicados a la diplomacia (casos de Álvaro Mutis, Cortázar o el mismo Fuentes), o a actividades liberales (médicos, como el padre de José Donoso, arquitecto como el de Carpentier), sin duda marcaron, propiciaron o facilitaron enormemente el acceso a una cultura que después, sin perder sus ascendencias, reflejaron en sus novelas. Literatura latinoamericana, sin duda, pero… José López Romero.

sábado, 16 de junio de 2012

HISPANISMO


Como la semana pasada se celebró el Corpus Christi, ya saben: “hay tres jueves en el año que lucen más que el sol…”, festividad tradicionalmente tan relacionada con los autos sacramentales, me viene a la memoria que hace ya unos cuantos años, más de los que mis neuronas son capaces de recordar, que un pequeño e intrépido grupo de profesores  nos inscribimos en un curso, impartido en la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla, con el elevado (como nuestros espíritus) fin de “reciclarnos” en ese interesantísimo género tratral. Eran otros tiempos, sin duda, otras nuestras inquietudes y otras muy distintas, aunque siempre añoradas, nuestras edades. La lección inaugural corrió a cargo de uno de los grandes especialistas en la materia: John E. Varey, gran hispanista inglés ya fallecido. Versaba su intervención sobre el auto sacramental “La cena del rey Baltasar”, del que desplegó durante más de una hora argumento, claves, símbolos, todo un estudio pormenorizado de aquella pieza escrita por Pedro Calderón de la Barca. Una hora larga de insufrible exposición porque a lo tedioso del tema, el profesor Varey añadía un nivel de castellano sorprendentemente bajo para las exigencias del acto. Así, el más atento espectador perdía por momentos el hilo de aquella cena, y pasada la media hora ya nadie sabía por qué plato iba el rey. Hay que suponer, y así la prolífica labor investigadora que sobre la literatura española fue desarrollando el profesor Varey a lo largo de su vida profesional lo certifica, que ese nivel de castellano subiría muchos enteros en la lectura y en la escritura; si no, es de todo punto imposible conocer con la profundidad del especialista, como lo era Varey, a un autor como Calderón. Y todo esto viene a cuento porque revisando la literatura medieval a través del primer suplemento que la “Historia de la Literatura” publicó hace ya unos años (1991) la editorial Crítica al cuidado de Francisco Rico, en las introducciones a los temas que no son más un balance actualizado de las últimas investigaciones realizadas, me ha sorprendido la abundante presencia de investigadores anglosajones, que en número superan con amplitud apabullante al de castellanos (sean españoles o latinoamericanos), en todos los géneros, obras y épocas, lo cual es más sorprendente aún al tratarse de una literatura que no está al alcance de cualquiera: la medieval, con la dificultad añadida del idioma en que está escrita. Sin ir más lejos, el coordinador del volumen es Alan Deyermond, también de origen británico, lo que prueba el inveterado interés del mundo anglosajón por la cultura española, del que también tenemos insignes ejemplos en la historiografía. En un estudio sobre las universidades española, un periódico destacaba en un excelente lugar a la Facultad de Filología de Sevilla. Pero está claro que ni siquiera en esta disciplina, en la que siempre hemos tenido una magnífica tradición de investigadores, estamos entre las doscientas mejores universidades del mundo, ni de nuestra propia literatura.  ¿El cursillo? A la vuelta nos cayeron chuzos de punta, seguramente sería la indigestión de la cena del rey Baltasar. José López Romero. 

viernes, 8 de junio de 2012

LOLITA


Gustav Klimt

“Cuando ya tenga mis años y esté en edad de casarme, quisiera encontrar un marido como usted”, me comentó un compañero que le dijo una alumna hace unos años, en una de esas cenas de despedida de promoción de Bachillerato. La adolescente, vestida para la ocasión, es decir, con todos sus encantos expuestos y elevados a la máxima potencia, le recordó de inmediato –me confesaba mi compañero- a esa “Lolita” que acuñó Nabokov, aunque reconvertida en titulada en bachiller, que no deja de ser un grado y unos años más de diferencia con aquella otra caprichosa y cruel de la literatura. No había maldad en aquella frase, sino todo lo contrario, admiración, y como halago la entendió mi compañero; aunque pensada con más calma, pronto se dio cuenta de que la muchacha cuando pasara más tiempo del que él querría, buscaría un marido para que le calentara los pies en las frías noches de invierno e incluso le leyera en la cama mientras ella esperaba que le llegara el primer sueño. Sin embargo, no desdeñemos el porcentaje de elogio que la frasecita contenía, porque en ella implícito se encuentra el efecto Pigmalión que tan exquisitamente supo llevar al teatro George Bernard Shaw, es decir, el prestigio de la cultura, del conocimiento, e incluso del magisterio en todos los aspectos educativos que aquel compañero ejerció sobre la adolescente, aspectos que habitualmente no se tienen en cuenta cuando de valorar la enseñanza se trata, y sólo se recuerdan con los años, los mismos que iban a pasar para que aquella Lolita encontrase un marido, lo cual no deja de ser un pírrico consuelo habida cuenta de la escena que les relato. “Entonces, lo de amantes ni se contempla” –le respondió con cierta retranca mi compañero para ver por dónde salía la señorita-. Ésta, le echó una mirada de complicidad al compañero de curso que tenía al lado y le dijo al profesor: “Profe, lo que usted nos ha repetido tantas veces en clase: cada uno sirve para lo que sirve”. Touché, querida. José López Romero. 

sábado, 2 de junio de 2012

SUBRAYAR


Jonathan Wolstenholme

Tuve yo en mis ya lejanos (¡muy lejanos!) años de estudiante universitario a un profesor de crítica literaria, poeta por aquellos tiempos en ciernes y hoy consagrado, que afirmaba, seguramente por su propia experiencia, que el poeta está en permanente búsqueda de un verso feliz, ése sobre el que hace gravitar todo el poema o, incluso, el que puede salvarlo del olvido; pero para esto último, más que feliz, habría que calificarlo de divino. Es posible. Concedámosle a la teoría de aquel profesor al menos el beneficio de lo plausible, porque en esto de la poesía cualquier afirmación puede convertirse en dogma; ese dogma que, a partir de cierto momento como lector, he seguido y rastreado en buena parte de los libros que he leído en busca de ese verso o de una frase, siquiera una, que me iluminara la novela o el poema que estaba leyendo. Y así, me he convertido en subrayador de fragmentos en los que (me atrevo a decirlo) adivino la inspiración celestial que alienta al creador, o quiero destacar por alguna experiencia personal o porque los considero simplemente interesantes. En un principio hacía el subrayado de forma inconstante y apresurada (aún me acuerdo de aquel inicial “Narciso y Godmundo” de Hermann Hesse), pero con el tiempo he perfeccionado la mecánica y no falta en mi mesa la regla y el lápiz de color (rojo o azul), instrumentos callados pero sabedores de la importancia que les he concedido en mis lecturas. Y así, cuando reviso o releo alguna obra, siempre encuentro la huella que dejé en aquella primera lectura, huella a veces inexplicable pasados los años, aunque en la mayoría reconozco el pálpito que me hizo destacarla sobre el resto de las páginas. Permítanme que, a modo de ejemplo, ponga la última obra que estoy leyendo (aún no acabada), se trata de “Balas de plata”, interesante novela del mexicano Élmer Mendoza. En una de sus páginas he subrayado la frase siguiente: “Como dice Rudy, reflexionó, la comida para que sea buena debe hacer un poquito de daño”; una frase que seguramente responde a mis vivencias personales, más cuando uno ya está amarrado al duro banco del omeoprazol. Y, en la misma página, he subrayado: “los asesinos carecen de algo que él tiene a mares (se refiere a un sospechoso): aptitud para la tristeza”. Una frase que, en mi opinión, salva toda una novela, al margen de la  indudable calidad del relato de Élmer Mendoza. Sin embargo, hay novelas y autores que por mucho que he intentado subrayar pasajes, frases o pequeños fragmentos, me ha sido del todo imposible, porque tendría que gastar cajas y cajas de lápices: “El amor en los tiempos del cólera” o el relato “El rastro de tu sangre en la nieve” del gran García Márquez, por ejemplo, y últimamente “Los girasoles ciegos” de Alberto Méndez. De los muchos, muchísimos pasajes que he ido subrayando de esta excelente novela, me quedo con el siguiente: “Él y yo sabemos qué largo es el tiempo sin un beso y ahora, probablemente, no nos quede suficiente para resarcirnos. El miedo, el frío, el hambre, la rabia, la soledad desalojan la ternura”. El dedo de Dios. José López Romero. 

sábado, 26 de mayo de 2012

VENERACIÓN


“Sospecho que esta novela debe de ser una gran novela”, me dijo el otro día una amiga a la que no dudo en considerar una lectora inteligente y capaz de distinguir lo bueno de lo malo, la buena de la mala literatura. Y es que ante ciertos nombres que forman parte del parnaso actual, muchos lectores terminan por agachar la cabeza, algunos hasta se ponen de rodillas en una veneración casi religiosa que les embota no sólo los sentidos, sino hasta el poder de discernimiento. Y sin embargo, en más de un caso esta elevación a los cielos de las letras se debe a campañas publicitarias bien diseñadas, con toda la artillería de medios de comunicación potentes puesta a disposición del encumbrado, cuya calidad literaria aparece y desaparece, como el Guadiana, entre sus libros. No todo lo que escribe un determinado autor debe ser bueno, por el simple hecho de llamarse como se llame, y porque ese nombre haya terminado por considerarse sagrado en ciertos círculos de influencia. El miedo infundado de enseñar nuestras vergüenzas de lector limitado o fácil, nos lleva a ocultar nuestra opinión de lo que nos ha parecido un verdadero bodrio. Es el eterno cuento del traje del rey convertido en crítica literaria: nadie se atreve a gritar que el rey va desnudo por temor a las distintas represalias que cambian según las versiones de la tradición oral. Y son tantas las circunstancias que pueden hacer mala una novela, las cuales se escapan a los lectores, que no debemos renunciar a nuestro espíritu crítico por mucho nombre y muy venerado que éste sea: el tirón comercial, que incluso ha obligado a más de uno a desempolvar viejas novelas de juventud; las urgencias en el cumplimiento del contrato firmado con la editorial y ya cobrado y gastado; la literatura fácil, etc. “Por eso dejé yo –me decía en la misma reunión otra lectora igualmente inteligente- de leer a cierto autor, porque en las continuaciones de cierta saga detectivesca me parecía que se aprovechaba del éxito de la primera novela”. Y nada de sospecha, con toda la razón del mundo. José López Romero.

viernes, 18 de mayo de 2012

EL MÉTODO


Federico Zandomeneghi
Era tal su admiración por Paul Auster desde que cayeron en sus manos las primeras novelas del escritor norteamericano, que para él era como un ritual la lectura de sus nuevas publicaciones, las mismas que se apresuraba a comprar en cuanto aparecían en los escaparates de las librerías. Con devoción casi mística se sumergía en las páginas de aquellas “obras de arte” sin que problema externo lograra distraerlo o lo sacara de su arrobo. Y allá por los años finales de la década de los noventa leyó o devoró “Leviatán”, que años antes había obtenido el premio Médicis. Pero el personaje que más le fascinó de aquella novela fue María Turner, aquella fotógrafa que perseguía durante todo un día a la primera persona que se cruzaba por la calle por la mañana, y le iba haciendo fotos clandestinas para después imaginarse su vida; en verdad, aquella María Turner era todo un personaje lleno de posibilidades literarias. Y aquel era, lo tenía decidido, el método que necesitaba para convertirse él también en escritor, como lo eran el complejo Sachs y Peter Aaron, los protagonistas del relato de Auster. Y durante años se dedicó a perseguir a personas por la calle, anotar sus movimientos, sus conversaciones, hacer fotos sin ser visto por sus observados, y de ellos fue sacando toda la información que después convertía en novelas, pequeños relatos y hasta ensayos del comportamiento humano. El método funcionaba a la perfección y la materia de trabajo era sin duda inacabable; en realidad no había encontrado un método sino un filón inagotable, sólo tenía que sentarse en la terraza de un bar observar y escuchar, y la novela se escribía sola. Y cuando ya disfrutaba de una más que holgada posición económica y un cierto prestigio en los círculos intelectuales del país, le dio por disfrazarse (no quería correr el riesgo de que lo reconocieran) y empezar a perseguir a sus lectores. Quería saber no la opinión que de sus escritos podían tener, no le interesaba lo más mínimo, sino más bien en qué casas vivían y cómo estaban decoradas, qué coches o amistades tenían; sus familias, especialmente sus cónyuges, o incluso qué les gustaba comer y beber. Para su observación, se trasladaba a una ciudad cercana, entraba en una librería o gran superficie y esperaba con la paciencia de los santos a que alguien eligiera una de sus obras. De inmediato, pasaba a la persecución discreta, en la que ya era un consumado maestro, e iba anotando y tomando fotos de vida, costumbres y hasta vicios ocultos de sus lectores. Se dio de plazo un año de investigaciones, y una vez cumplido decidió hacer balance de sus pesquisas. Comparó sus conclusiones con esas estadísticas de lecturas y lectores que publican libreros y editores y en verdad poca diferencia había entre ambas: las mujeres superaban con creces a los hombres; el nivel cultural era de medio a alto, se leía más pasados los cuarenta, etc. Nada nuevo. Sin embargo, sí le sorprendió una nota que podía diferenciar a sus lectores del resto: después de leer sus libros, inevitablemente leían a Paul Auster. José López Romero.   

sábado, 5 de mayo de 2012

PASIONES TRISTES


Uno de los libros más inteligentes de los que he leído en los últimos tiempos es, sin duda, “Enemigos públicos”, una colección de cartas que se intercambian Michel Houellebecq, muy conocido y transitado por esta página de libros, y el filósofo también francés Bernard-Henri Lévy. Un intercambio epistolar en el que se tocan todos los temas y preocupaciones que hoy día deben hacernos reflexionar, al menos a los que sentimos como propios un mundo y una civilización que hemos y estamos ayudando a destruir, cada uno con su modesta aportación diaria. En una de estas cartas, el lamento de Houellebecq sobre la voracidad con que muchos periodistas, aves de rapiña, suelen atacar a ciertos escritores, entre ellos él mismo, cuando se airea algún lado oscuro o intimidad (el caso de sus relaciones con su madre), y los escasos medios de defensa que contra la infamia se pueden esgrimir, provoca la respuesta de B-H Lévy en la que intenta demostrarle a su interlocutor que esa “jauría” no merece la menor consideración por tres rasgos que la caracterizan: tiene miedo, es débil y es idiota. Pero lo que más me ha interesado de la argumentación de Lévy es la teoría que recoge del filósofo holandés Baruch de Spinoza sobre las pasiones tristes. Hay personas, pocas aunque más de las que quisiéramos y creemos, y lo peor, más cerca de lo que pensamos, cuyas vidas no se mueven más que por “la envidia, la burla, el resentimiento, el odio, el rencor, la maldad, la cólera, la crueldad, el escarnio, el desprecio”, éstas son las pasiones tristes de las que habla Spinoza que no dan fuerza, sino debilidad e impotencia. Mala gente, envenenada por dentro, que manifiesta a través de la mentira o la maledicencia su verdadera condición. Y contra ellos, nuestra alegría de vivir, no una alegría pasiva, sino activa, como le propone a Houellebecq  B-H Lévy: “la alegría te hace inteligente y fuerte; la maldad es un veneno y este veneno, más o menos a largo plazo, mata”. José López Romero.

sábado, 28 de abril de 2012

EL ÁTICO


Cuando le hicieron el tercer encargo, una biografía de aquel político inepto que había sido una verdadera ruina para su país, respiró aliviado. Se había metido en algunas deudas (un hermoso ático con vistas al mar) y ese nuevo libro le reportaría unos ingresos que le iban a venir muy bien para reducir la hipoteca y pagar la decoración caprichosa de su mujer. En la editorial de toda su vida de escritor estaba bien considerado, aunque no dejaba de ser un autor de segunda fila, muy por debajo en emolumentos y prestigio de las grandes firmas con que aquella editorial contaba. Sin embargo, era una pluma disciplinada, en absoluto conflictiva,  sumisa y que  aceptaba hasta de buen grado las campañas de promoción y, sobre todo, obediente a las líneas comerciales de la empresa. Sin ir más lejos, le habían recomendado que en la manera de lo posible (aunque bien sabía que esta expresión era un simple eufemismo que escondía una verdadera imposición), tratara al infame político con cierta benevolencia, (“tú ya sabes –le habían dicho- una página de fracasos y cuatro de éxitos”), porque su partido había prometido hacer una aportación económica para su publicación; una cantidad apreciable que él no acertaba a imaginar de dónde iba a salir pero que poco o nada le importaba porque, al fin y al cabo, de ahí iban a salir sus honorarios. Una obediencia que él prolongaba hasta en sus artículos periodísticos que publicaba en los diarios más afines a esa línea ideológica o (¿para qué engañarnos?) puramente comercial de su editorial. Unas semanas atrás le habían llegado felicitaciones por un artículo titulado “Violencia”, en el que denunciaba la situación de la mujer en nuestro país a todos los niveles. Un artículo repleto de tópicos manipulados, pero que él sabía sentaba muy bien en ciertas esferas. Lo mismo en su propia editorial se discriminaba a las mujeres en salarios, en puestos de trabajo, pero eso a él tampoco le interesaba. Sin embargo, en su fuero interno él reconocía que toda su literatura, la de encargo, en la que se había convertido en un especialista, y las novelas y relatos que tenían a bien publicar de vez en cuando, aunque un poco a regañadientes porque apenas cubrían gastos, más algún que otro poemario totalmente deficitario, no era el tipo de literatura que él había soñado escribir. Muchas de sus páginas no eran más que agujeros negros, llenas muchas de ellas hasta de incorrecciones porque las urgencias de tiempo no le habían permitido hacerles una última revisión, páginas llenas de mentiras, escritas contra sus lectores y contra la literatura misma, con la que –reconocía- no se había portado como un buen hijo. Pero mirando al mar desde la terraza de su flamante ático, con un vaso de whisky en la mano como si fuera su pequeña y diaria dosis de cinismo de la que ya no podía prescindir, pensaba que él no era culpable de todo aquello, en todo caso una víctima más de un mundo podrido por la crisis y por los resultados económicos, un mundo que se bastardeaba hasta en lo más sagrado: la palabra desnuda, limpia y verdadera de la literatura. José López Romero.

sábado, 21 de abril de 2012

Madame Poitrine


La exhaustividad y la profundidad en todos los aspectos con que Stefan Zweig trata a todos sus personajes biografiados, son las características más sobresalientes con que podemos definir las biografías que el gran escritor austríaco fue escribiendo y publicando a lo largo de su vida, y en esto la que dedicó a  María Antonieta no es una excepción, sino uno de sus ejemplos más acabados. En el cuadro que nos pinta de la aquella reina frívola no sólo se dibujan con detalle la psicología y costumbres de la bella mujer de Luis XVI, sino también toda la corte francesa, entre la que destaca la figura del simple e insustancial rey. Cuando nace, después de ciertas vicisitudes en las relaciones maritales, el 22 de octubre de 1781 el Delfín Luis José, de inmediato se lo ceden a una ama de cría llamada Geneviève Poitrine, “Madame Poitrine” nos dice Zweig, cuyo apellido le iría, debemos suponer, a la perfección con la exuberancia de sus pechos. Sin duda, la historia desde aquella Venus de Willendorf de generosas ubres, pasando por la loba capitolina, hasta llegar a esas amas de leche a las que seguro se debe la salud de más de un rey, abunda en órganos mamarios pródigos y acogedores, como aquellas dos tetas (y pongo un ejemplo literario) que alimentaron los últimos días de don Sebastián Romero Bárcenas, el protagonista de la novela “En la casa del padre” de J.M. Caballero Bonald, que al no admitir ya leche, vino oloroso, tisana de poleo con belladona y caldo de pichón como única comida, se pasó sus últimos meses de vida agarrado a las tetas de la ama de cría que la familia contrató y con el pezón entre sus encías. Aquel pobre y frágil Luis José padeció en su corta existencia de toda clase de enfermedades, hasta la tuberculosis atribuida a la leche de su nodriza, aquella “madame Poitrine”. La historia de sus padres ya la saben ustedes: la revolución de 1789 y la guillotina. ¿A qué tetas se arrimará el sr. Valderas? José López Romero. 

domingo, 15 de abril de 2012

RELACIONES

“El mapa y el territorio” es la última novela del siempre polémico escritor francés Michel Houellebecq que, como todas sus obras, no deja a ningún lector indiferente, y menos aún a la crítica, que rastrea en cada línea las virtudes de su prosa, si aquella le es afecta; o los más nimios defectos si, por el contrario, no es de su particular gusto o afición. Sin ir más lejos, los pasajes que el escritor copia de Wikipedia ya fueron motivo de censura por la propia fuente de información utilizada; y sin embargo, la novela obtuvo el Premio Goncourt, el galardón más prestigioso de las letras francesas. Mi compañero Ramón ha manifestado en varias ocasiones en esta misma página su admiración por esta última entrega del que sin duda es el escritor más célebre del país que tanta envidia nos tiene. Por mi parte y en esto de elogiar a Houellebecq creo que he ido más lejos que mi amigo en esta misma página, y sin riesgo de caer en fanatismos literarios, no dudaría en calificar a este autor como uno de los grandes novelistas actuales, seguramente candidato al Nobel en poco tiempo, aunque mucho me temo que los suecos lo rechazarán, porque no suelen ver con buenos ojos a esos escritores cuya vida y costumbres son, cuando menos, poco convencionales. Pero vayamos a “El mapa y el territorio”. Si tuviera que entresacar una nota de las muchas que podría destacar de esta novela, yo me inclinaría por el sentido crepuscular de las relaciones humanas cuando llegados a una edad se siente con más angustia el paso del tiempo y, con éste, la sensación de pérdida y, en consecuencia, de algo, cosas, gestos irrepetibles. Y es la despedida de los personajes el símbolo o la manifestación más ejemplar de ello. Cuando el protagonista, Jed Martin, se despide de su padre después de pasar la Nochebuena, o cuando le entrega el retrato al propio Houellebecq, o cuando se cita con su galerista Franz para poner en venta el mismo cuadro recuperado, es Jed quien se da cuenta con resignación de que puede ser la última vez que los vea. Incluso y para no poner ejemplos del mismo personaje, el comisario Jasselin tiene esa sensación de momento irrepetible cuando está comiendo con su compañero Ferber en el pequeño restaurante de París que ha elegido para despedirse de él, una vez que ha conseguido su jubilación. Y sin embargo, no son personajes tristes, apenados por la pérdida de un amigo o un familiar; parecen más bien conformes con una vida, un tiempo que no les va a permitir, o ellos mismos no quieren, volver a entablar una relación que ha tocado a su fin o, al menos, algunos de ellos así lo entienden. ¿Para qué forzar situaciones o amistades que pueden considerarse cerradas cuando tuvieron en otro tiempo su sentido y su provecho? ¿Para qué prolongarlas hasta el desgaste, hasta el tedio? Final de trayecto (porque eso parece: amistades de tren que se dan por concluida cuando cada pasajero decide apearse), en el que no hay tristeza ni amargura. Sólo les falta por decir: “fue bonito mientras duró”, pero eso es imposible en Houellebecq, mejor un “c’est la vie”. José López Romero.

domingo, 25 de marzo de 2012

NEGRO SOBRE OSCURO

Terraza de un bar. Temperatura poco agradable para tertulias. Son las 10’30 de la noche y, sin embargo, en una mesa un grupo de literatos aguanta a la intemperie, toma el fresco y lo que le echen; entre ellos destaca un viejo profesor con estudiada pose bohemia (por aquello del “torpe aliño indumentario” del maestro), presuntuoso y gorrón. En la barra, negociando la cuarta de oloroso, un pobre diablo maldice su negra suerte por no haber llegado a tiempo a los aperitivos con que aquella noche agasajaba el local a la parroquia. Cena en blanco y ¡cómo están los tiempos…! Con mirada torva y de soslayo el curdela observa a la mesa del Parnaso, los conoce bien, son estómagos agradecidos que se lanzan como cuervos a las primicias de las bandejas que seguro, se imagina hambriento, habrán desfilado con prodigalidad. La tertulia de las insignes plumas gira en torno a los premios literarios, de los que el viejo profesor si no es del todo afecto, tampoco reniega, “al fin y al cabo –pontifica con avaricia de Fagín- si la dotación económica es buena, no haremos ascos. Tengo algún conocido en el jurado…”, y llama al camarero por si todavía pudiera gorronear alguna sobra, mientras se escarba los molares con un palillo, entre reflexivo e indolente; siempre que se aplica a esta labor higiénica pero grosera se le viene a las mientes algún perdido entre su memoria fragmento de la picaresca. ¡Ay, cuando él leía! Lleva ya un tiempo que sólo se lee a sí mismo. “Negra. –atrona la voz del pobre diablo arrastrada por el fragor de las copas. La Pléyade queda en silencio y expectante. El viejo profesor, altivo el rostro, muestra su desdén- No hay más que un género en la literatura: el negro, como ya demostró Umberto Eco con “El nombre de la rosa”: historia, crímenes e investigación; o, como diría Pérez Reverte, planteamiento, nudo y desenlace”. Negra la literatura, como el alma, como los falsos premios, como el agujero de vanidad de los tenores huecos… por aquello del maestro. José López Romero.

sábado, 17 de marzo de 2012

ASÍ QUE PASEN CIEN AÑOS

Recordaba el gran Borges en el prólogo que en su día escribió al relato “Las cartas de mamá” de Julio Cortázar, una frase o consejo que daba el filósofo Schopenhauer: para no exponernos al azar, sólo habría que leer libros que hubieran cumplido cien años. Y a más de un escritor ya entrado en bastantes años le he leído u oído que él ya se dedica a releer, porque no quiere perder el tiempo, que tiene tasado, en novedades. Ya se sabe: las afirmaciones tan categóricas siempre tienen un punto de injusticia, aunque en otras muchas ocasiones no dejan de tener su fondo de razón. Ni todo lo bueno se escribió hace al menos cien años, ni todo lo escrito de un siglo hasta la fecha no merece ni el más mínimo beneficio de la duda, algún voto de confianza y, por tanto, su lectura. Además, como la memoria es por desgracia limitada, olvidamos con la misma facilidad lo leído como lo comido, aunque, como alguien dijo, ambas cosas contribuyen por igual a sustentar el espíritu y el cuerpo; y así, como siempre tenemos necesidad de alimentarnos, de la misma manera notamos nuestro espíritu en todo momento deseoso tanto de los antiguos como de los modernos. Los primeros para consolidar lo aprendido, los segundos para abrirnos nuevas expectativas. Sin embargo y como decíamos, no le quitemos esa parte de razón que el consejo o frase de Schopenhauer sin duda contiene, y yo la ampliaría, no sólo a los libros, sino a muchas manifestaciones artísticas, aunque para algunas de éstas ni siquiera tengamos que retrotraernos un siglo. Véase, por ejemplo, el cine. El 90 por ciento (vamos a ponernos categóricos como el filósofo alemán) de las películas que se ruedan desde hace diez años no aguantan ni una mínima revisión, por mucho que se empeñen los canales de televisión en reponernos siempre los mismos bodrios. Y para qué hablar del cine español, juventud, sexo, droga son los únicos ingredientes que al parecer nuestros inteligentes guionistas y directores saben mezclar con suerte o fortuna siempre escasa, por no hablar del inefable Torrente, cuyo gesto más elegante es coger en la mano el fétido olor de sus pedos y restregársela en la cara al pobre de Paquirrín, quien necesitaría 20 años en el Actors Studio para llegar a figurante. No me extraña que con este panorama muchos busquen películas en blanco y negro. Como terminamos refugiándonos en esa literatura que nunca decepciona, la que sabemos que no sólo entretiene, sino que nos hace pensar, y hasta nos exige un esfuerzo suplementario: el de ser mejores. Ya lo decía Coleridge al definir la poesía: las mejores palabras en el mejor orden. No hay ni otro mecanismo, ni otra técnica, ni más mimbres, y eso quizá sólo lo han sabido hacer aquellos que ahora tienen sus nombres grabados en oro en la historia de la literatura o en el cine, y a ellos acudimos. Lo demás, sea antiguo o moderno, no nos sirve y es pérdida de tiempo y hasta de dinero. ¡Y para eso estamos! José López Romero.

sábado, 10 de marzo de 2012

MARCAS

“¡Qué lástima que los libros no sean de marca, porque así el regalo tendría otro caché!”, le oí sorprendido a una señora que rodeada de bolsas de todas las marcas se tomaba una copa de vino blanco en la mesa de al lado. Su interlocutora no le iba a la zaga en esto de las bolsas y las tonterías. “¡Huy, hija, con lo que algunos libros cuestan ya podrían ser de Armani o de Loewe!” Ni imaginarme puedo que los libros fueran editados por los sellos de esas empresas del diseño y de la moda, y en lugar de Anagrama o de Seix Barral, de Alianza o de Cátedra, habláramos del último Loewe, o de las novedades de Chanel o de la última novela de Versace o de Gucci. Y todo por hacer del libro un objeto de regalo más glamouroso (palabra cursi donde las haya). La obsesión por las marcas en esta sociedad de hoy no tiene límites y la ansiedad por hacerse con uno, aunque sólo sea uno, de los ya prohibitivos objetos que estas marcas comercializan, seguro que ha llevado a más de una señora o señor al límite de alguna enfermedad tan absurda como incurable. Pero los libros, a pesar del lamento de aquella señora, sí tienen marca que no es la de la editorial que lo publica y comercializa, sino del autor que lo ha escrito. Y así, si en lo tocante a libros no hablamos de un Armani, sí hablamos de un Vargas Llosa, o de un Pérez Reverte, o de un Delibes o un Javier Marías. Son las marcas y en ellas, como en las otras, ponemos toda nuestra confianza  de que el producto que compramos no nos va a defraudar, muy al contrario, se convertirá en un signo de distinción, de elegancia. Y en esa obsesión por las marcas, la lectura para algunos termina por convertirse en un acto comparable al estreno de una camisa de Tommy Hilfiger o de Saint Laurent. Para estos frívolos lo importante no es leer, sino exhibir, hacer ostentación de la lectura; y para eso, uno no puede escoger cualquier escritor, como no puede elegir cualquier corbata. No se dan cuenta de que para leer, como también para vestir, hay que tener clase, la que uno tiene, no la que te da la marca. José López Romero.

sábado, 25 de febrero de 2012

ENGAÑO

Nathan Glass, el protagonista de la excelente novela “Brooklyn Follies” de Paul Auster, que ha trabajado durante treinta años en una compañía de seguros, intenta abrirle los ojos a su sobrino, recién reencontrado, Tom: “La pasión por el engaño es universal, muchacho, y cuando alguien le coge el gusto, ya no hay remedio que valga. El dinero fácil: no hay mayor tentación que ésa. Fíjate en todos esos listos que montan simulacros de accidentes de coche en los que resultan falsamente heridos… el gran espectáculo de la falta de honradez…”. Más razón que un santo. Es más, tío y sobrino tendrán que mediar en un timo de grandes proporciones del que no sale precisamente airoso su amigo Harry Brighman. Pero no hay que irse a lo universal para comprobar lo que dice Nathan, amparado en su dilatada experiencia en seguros. Con cierta periodicidad los medios de comunicación nos ofrecen reportajes de individuos que estando de baja en sus trabajos, se dedican a hacer otros por su cuenta y su beneficio, mientras cobran sus sueldos. Por eso no estoy totalmente de acuerdo con el protagonista de “Brooklyn Follies” cuando eleva a lo universal lo que él considera “la pasión por el engaño” o afirma rotundamente que no hay mayor tentación que el dinero fácil. Por el contrario, pienso que es una cuestión más de educación personal, que de naturaleza humana; y si me apuran y para utilizar palabras del propio Nathan: de honradez, virtud poco frecuente en estos tiempos; aunque el engaño elevado a una de las categorías de las bellas artes ya se encuentra en los genes de esa parte de lo español sinvergüenza y maleducada, de ahí el género picaresco o la inabarcable lista de timos que hemos sido capaces de crear y perpetrar a lo largo de la historia, costumbre que sigue gozando de una espléndida salud. Y en esa falta de honradez es donde el engaño se convierte en la estrategia diaria, el mecanismo para aprovecharse de los demás, no cumplir con su trabajo, y hasta robar si fuera necesario, porque una forma de robar es también no hacer lo que uno debe. La mentira es otra forma, perversa cuando se utiliza también en beneficio propio, del engaño. ¿Dónde están ahora los que han arruinado a entidades financieras y disfrutan de indemnizaciones millonarias, los que han arruinado a su ciudad, a sus regiones, a la nación entera; todos aquellos que consintieron o participaron en los enchufes masivos, los sindicatos los primeros? Qué son sino unos profesionales del engaño, unos timadores, unos golfos en definitiva. ¡Y ninguno en la cárcel! No cabe duda de que nos han tocado vivir  malos tiempos, en malas compañías y con los peores gobernantes, y hay que aprender a vivir sin ilusiones, como diría uno de los personajes de “Respiración artificial” de Ricardo Piglia, porque la ilusión no puede crearse si no es en una sociedad sana y honrada. Pero tampoco vamos a pedir una cerveza y una ginebra doble,  porque esa mezcla fuera el recurso recomendado por Dickens a quienes están a punto de suicidarse. Por cierto, ¿han visto el despliegue en los medios de comunicación por el bicentenario del nacimiento de Dickens? Y Jovellanos y Unamuno celebrados en familia. ¡Qué engaño de país! José López Romero.

sábado, 18 de febrero de 2012

TWITTER

-Father, una preguntita. (¡el diminutivo amenazador!) – Una y que no sea muy difícil, porque no está la cosa para gastar ni una neurona. - ¡Tan borde como siempre mi father! Pues como tu amigo Ramón y tú habéis conseguido ese rollito de publicar esa novelita (el diminutivo irónico) en Amazon, “Asta Regia” dices que se llama, había pensado (¡mi hija pensando!) que me podrías ayudar a publicar mis mejores tuits, una selección de mis momentos estelares con mis amiguetes y con ese lenguaje que tanto te gusta de las k, los xk, etc. ¿Qué te parece? – Pues lo de comparar tus tuits siderales con nuestra novela, un insulto; y lo de publicarlos, un atentado contra el género humano del que no quiero ser cómplice. - ¡Ese es mi father! ¡Anda, que no tienes precio como animador de iniciativas personales y para apoyar a la familia! ¿Qué quería que le dijera? Desde que hace una semana mi compañero de página comentaba la compra por Ediciones B de novelas previamente publicadas en Internet, donde habían obtenido un gran éxito, con el fin de editarlas en papel, no hay día en que no lea o escuche en los medios de comunicación alguna noticia al respecto. Es cierto que la edición digital, gratuita en la mayoría de los casos, siempre y cuando el autor no tenga más pretensión que poner el texto al alcance de cualquier lector a módico precio, es la salida de muchos escritores, noveles y no tan noveles, en busca de la gloria literaria, la cual sería plena si viniera acompañada de algún ingreso económico. Aunque más de uno no se fía ni de la suerte de los textos colgados, y menos aún de la devolución de los pagos de los lectores que descargan los libros. Pero lo peor de todo sería que cuando viajemos al espacio nos encontremos con nuestros libros digitales, los tuits de mi hija, vagando por la atmósfera como esos residuos o basura que han ido dejando las naves espaciales y que ahora amenazan con caernos encima. ¿Se imaginan que estemos tranquilos en la playa y nos caiga en la cabeza, como llovida del cielo o del basurero espacial, una novela de Falcones? ¡No lo permita Dios! José López Romero.

viernes, 10 de febrero de 2012

DOS EJEMPLOS

Aún no habíamos dado por finiquitado el pasado año, cuando se levantaron, aunque tímidamente, algunas voces lamentando la ocasión perdida: apenas se habían celebrado el bicentenario de la muerte de Gaspar Melchor de Jovellanos y los setenta y cinco años de la muerte de Miguel de Unamuno. ¡A buenas horas mangas verdes!. Sólo un casi familiar, por lo íntimo y sobrio, homenaje rendido en la Universidad de Salamanca a su insigne rector, algún artículo disperso por periódicos y revistas especializadas, y poco más. Parece como si la dichosa crisis se hubiera llevado por delante, arrasado o aniquilado las pocas ganas que a cualquiera le quedan para celebraciones, y menos efemérides de difuntos, por muy ilustres que éstos sean o hayan sido. “El olvido del bicentenario de Jovellanos por nuestra clase política es un fallo muy elocuente”, se lamentaba Ignacio García de Leániz en las páginas de un diario nacional el 28 de diciembre. Está claro que si aún viviesen catedráticos de la talla de José Caso González, especialista en la obra del gran reformista gijonés, o José Antonio Maravall, estudioso del pensamiento ilustrado de nuestro siglo XVIII, de seguro que la conmemoración  no hubiera caído en el olvido. Entonces ¿error sólo de los políticos? Las figuras de Jovellanos y de Unamuno traspasan los siempre estrechos límites de la política, para elevarse a la categoría de lo social y de lo humano. Porque ambos personajes tuvieron en común su permanente preocupación por España y su compromiso con un país con todos sus defectos, que lejos de ocultar, denunciaron para corregirlos, y con todas sus virtudes, porque fueron también hombres que depositaron una enorme confianza en la regeneración española. La labor que ambos intelectuales desempeñaron como políticos de su tiempo, Jovellanos en los diferentes cargos que ocupó, entre ellos el de ministro de Gracia y Justicia, y Unamuno como concejal del ayuntamiento de Salamanca, diputado a Cortes por la misma ciudad y rector de su universidad, se caracteriza por las medidas de reforma que impulsaron, la fe en la modernización de un país que precisamente no pasaba a finales del XVIII y en la primera mitad del XX por sus mejores momentos. Y es por ello que el ejemplo de su obra y de su actitud ante el problema español nos sea tan necesario en estos tiempos que corren. A quién sino a estos dos grandes intelectuales de nuestra historia podemos acudir en momentos de tanta dificultad y zozobra. El natural novelero nos hace mirar al exterior y abrazar la causa de esos profetas del tres al cuarto que siempre están al acecho de la masa inconformista e indignada, cuando en nuestra cultura, la de verdad, la que nos hace ver la viga en nuestro ojo y nos ofrece la solución a nuestros problemas permanece en el olvido. Pero, claro, hay que hacer el esfuerzo de leer sus obras y seguro que a algunos no les gusten ni lo que éstas nos plantean, ni las soluciones que nos proponen; entre ellas el ejemplo de honradez que ambos escritores dieron durante toda su vida, del que tanto carecemos en estos tiempos. José López Romero.  

sábado, 4 de febrero de 2012

ANONYMOUS

La película “Anonymous” de Roland Emmerich ha vuelto a poner sobre el tapete uno de los grandes misterios, si así puede entenderse (para muchos es solo una patraña), de la literatura anglosajona. Es tal la dimensión del enigma (o del infundio) que no es de extrañar que con cierta periodicidad algún escritor, en este caso ha sido un director de cine, quiera divertirse con la provocación y remueva las aguas siempre turbulentas cuando se trata de tocar lo intocable: la figura y autoría de ni más ni menos que William Shakespeare. Ahora la teoría defendida en la película, “Anonymous”, es que fue Edward de Vere, decimoséptimo conde de Oxford, el verdadero autor de toda la obra que la historia le ha atribuido al príncipe de las letras inglesas. No hace mucho otros proponían al gran Cristopher Marlowe, con quien Shakespeare no tuvo precisamente una estrecha amistad. ¿Se puede sustentar la teoría de “Anonymous” con argumentos tan irrefutables que tengamos que volver del revés toda la literatura ya no solo inglesa, sino occidental, porque la dimensión literaria de Shakespeare traspasa sin duda los estrechos límites de Britania? Los expertos juran y perjuran que no y defienden, con todos los datos posibles, al gran Shakespeare. Entonces ¿para qué tanta teoría? ¿por qué tanto revuelo? Al margen de la diversión, de la provocación y del interés comercial que todo esto trae como consecuencia, reconozcamos que la filología sería muy triste y aburrida si en la historia de la literatura no hubiera enigmas por descifrar, autorías por descubrir y hasta falsos escritores por desenmascarar. Y cuando el problema surge, cuanto más alto se apunta, más delirantes son las teorías que se suelen sacar de la manga los que algún afán de notoriedad persiguen. Si tuviéramos que elegir, yo me quedaría con la atribución al siempre misterioso y escurridizo Marlowe, cuya biografía, aunque poco de él se sabe, podría dar para otra película. En nuestra literatura incontables son los problemas que la investigación sigue empecinada en resolver; y en este sentido, no me disgusta, modestamente hablando, la atribución del “Burlador de Sevilla” al discreto mercedario fray Gabriel Téllez, por nombre literario Tirso de Molina, aunque sólo sea por esa turbadora combinación de fraile y canalla. Como también considero muy acertada, y sigo con mi modestia, la atribución del “Lazarillo” a Diego Hurtado de Mendoza, ilustre de las letras y de las armas, perfecto caballero renacentista, como ha demostrado la paleógrafa Mercedes Agulló, con documentación bajo el brazo. Sin embargo, y a pesar de ello, hay quien no se resiste a no ser el muerto en el entierro o a que le pisen una investigación, por mucho manuscrito revelador. Si no, pregúntenle a  Don Francisco Rico quién es el autor de “El Lazarillo de Tormes”;o mejor,  léanse el artículo que publicó el soberbio filólogo en la excelente revista “Mercurio” de diciembre de 2011, nº 136. José López Romero.

sábado, 28 de enero de 2012

REGALOS

En las pasadas navidades las colas (¿he escrito “colas”? ¿no era el artículo de hace unas semanas?) que a diario se formaban en la librería de guardia, común a mi compañero y amigo Ramón, producían una cierta satisfacción a los que predicamos (¿en el desierto?) todos los días las bondades de la letra impresa. Sana es la costumbre (¿pero sólo en navidad?) de regalar libros, porque quiero pensar que al menos por simple cortesía alguno lo leerá y, en el peor de los casos, eso que ha sufrido su cuerpo, pero en el mejor, terminará por convertirse en un lector sin remedio, fin último al que debería aspirar todo ser humano o gente de bien. Yo también formé parte de alguna de esas colas, pero afortunadamente nadie me habló de la crisis y mira que nos pasamos un buen rato hasta llegar a la caja. No lo habría soportado. Pero a diferencia de mis compañeros de fila, yo no compraba libros para regalarlos, sino que los compraba para buscarles un lector. Yo no regalo libros, les regalo a ellos lectores. Sería un verdadero insulto para algunos libros que forman parte ya de esa pequeña biblioteca personal o, si lo prefieren, vital, regalárselos a lectores que no los apreciaran, que no tuviesen el mismo cuidado, las mismas sensaciones en su lectura que yo tuve en su momento; momentos sin duda irrepetibles, pero que se pueden compartir, si encontramos el lector adecuado, ese lector que, como yo un día, estaba destinado a ese libro. ¿Cómo podría dejar en manos de un cualquiera a mis clásicos preferidos, a esos poemas que dejo repartidos por la casa, a las novelas cuyos personajes ya forman parte de mi familia?  No hay situación más triste que la indiferencia, el desagradable encogimiento de hombros cuando a alguien le preguntas qué le ha parecido un libro que tú llevas en el corazón. Por eso, yo no regalo libros, les elijo buenos lectores. Yo sé que ellos me lo agradecen; de lo contrario, no me lo perdonarían. José López Romero.

sábado, 21 de enero de 2012

PROFESORES

“Basta un profesor -¡uno solo!- para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás.” Ésta es una de las muchas frases, párrafos enteros a veces, que he ido subrayando a lo largo de mi lectura de “Mal de escuela”, un libro al que como tantos llegué por casualidad y ahora no dudaría en recomendárselo a todos aquellos que se dedican a la enseñanza. Daniel Pennac, su autor, confiesa desde la primera hasta la última página que durante sus años de escolar (primaria y secundaria) fue un auténtico “zoquete” (palabra que él mismo utiliza para autodefinirse), hasta el punto de que sus padres temieron muy seriamente por su futuro; un futuro más que incierto ya en aquellas lejanas décadas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo, y hoy más que gris, totalmente negro para la juventud que decide quedarse al margen de la formación necesaria para entrar en un mercado laboral cada vez más exigente. Esos mismos jóvenes que Daniel Pennac ha ido, ya como profesor de lengua francesa, intentando salvar de su ignorancia, que es lo mismo que decir de un destino condenado a convertirse en parias de la sociedad, porque un solo profesor -¡uno solo!- basta para salvar a muchos jóvenes. Y nadie mejor que Pennac comprende al alumno al que le cuesta estudiar, asimilar los más elementales conocimientos, como de la misma manera admira a los inteligentes, a los que ponen todo su esfuerzo por llegar a la meta, los que se autoexigen con tal de alcanzar sus objetivos. El libro está lleno de anécdotas tanto de su vida como escolar, como de su labor docente, que le sirven para criticar a veces la actitud de los padres ante los problemas académicos de sus hijos; a la propia familia, en cuyo seno se van gestando las dificultades que después aflorarán en el colegio;  a la televisión y su poderosa influencia en la creación de necesidades en la juventud; a los propios alumnos, que buscan siempre la justificación fácil a su falta de voluntad y esfuerzo; a los políticos y los cambios en los sistemas educativos; a la sociedad en general; pero por supuesto también a los profesores, a aquellos que escurren el bulto de sus responsabilidad, a los que no se implican en su trabajo, los que se quejan siempre de los alumnos que tiene. Y, por el contrario, brillan en su recuerdo como “perlas raras” (así llamaba un profesor a sus alumnos excelentes) aquellos compañeros y compañeras, como “la señorita G.” que “con silencioso asentimiento” (uno de los mejores recuerdos como profesor de Pennac) admitía a alumnos extremadamente conflictivos, o aquellos profesores que sí supieron inculcarle el amor por las Matemáticas, por la Historia o por la Lengua. “Basta un profesor -¡uno solo!- para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás.” Muchos queremos ser ese profesor, otros se lo creen, pero algunos (afortunadamente sólo “algunos”) ni lo intentan; para éstos, como dice Pennac, el olvido. José López Romero.