Julio Cortázar

"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)

domingo, 22 de diciembre de 2013

DICHOSAS NAVIDADES

“La vida es un cuento que cuenta un idiota, lleno de ruido y de furia, cuyo significado es nada”, escribió Shakespeare en su enorme Macbeth. En busca de respuestas, de Felipe González; El compromiso del poder, de José María Aznar; Recuerdos, de Pedro Solbes, y El dilema, de José Luis Rodríguez Zapatero. Estas son las novedades que los editores se han empecinado en publicar, para hacernos las Navidades aún más amargas y tristes de lo que ya son por culpa de los anteriormente nombrados. Si leer autobiografías ya es un acto de infinita generosidad lectora para con el protagonista, que siempre termina cayendo en la autocomplacencia, a un punto de la hagiografía, leer a los políticos es ya masoquismo. En un ejercicio de cinismo digno de estudio, lo que pretenden no es otra cosa que la justificación de sus equivocaciones y, con ello, no el perdón (resabios aún de antigua prepotencia), sino el reconocimiento y hasta el aplauso. “Me equivoqué pero que conste que no fue mi intención”, dirán unos; y otros, más cínicos aún, como Solbes, dirán “yo ya te avisé de que te equivocabas”. Uno, González, se creyó más grande que la España que gobernaba; otro, Aznar, quiso para España un lugar en el mundo que habíamos perdido hacía siglos, una España más grande de lo que nos correspondía; y a Zapatero le vino grande España y no digamos la crisis a la que no supo, ni pudo, ni quiso enfrentarse, y la convirtió en ese “dilema” que ha escogido como título para su libro. Y Solbes es el paradigma moderno de esos ministros tenebrosos que tienen en Fouché su ejemplo más acabado. Aún recordamos su negación pública de la crisis, su relevo en el ministerio de economía para gozar de sus últimos años de actividad en el dorado consejo de administración de Enel; una hoja de servicios por la que en nada podemos certificar su dedicación a los intereses generales de los españoles, sino solo al suyo propio, como tantos otros. El mismo cinismo, la misma cobardía que en otro tiempo demostraron malas personas como un tal Arzalluz y un tal Joseba Egibar, afortunadamente perdidos en el olvido (donde deben estar los recuerdos de Solbes), cuando arreciaban los atentados de ETA contra los políticos del País Vasco. Pero alejemos a los fantasmas de las penalidades del pasado, y vengan a nosotros “las” fantasmas de las angustias del presente. En el mercado persa en que los editores se han empeñado en convertir los escaparates de las librerías, al lado de los oscuros políticos brilla con luz propia Ambiciones y reflexiones de Belén Esteban. Lo de “reflexiones” es otro ejercicio de cinismo que ya no somos capaces de resistir. Mientras que en este país las colas para que la Esteban firme un ejemplar de su libro se midan por cientos de metros, y hasta le dediquen la portada de una revista dominical, no podemos por menos que reconocer que los políticos es una parte más de todo lo malo y cutre que nos merecemos. ¡Habrá libros que comprar y regalar estas Navidades, antes que los de estos abusones de nuestra generosidad lectora y hasta ciudadana! José López Romero. 

sábado, 30 de noviembre de 2013

ÉXITO

Hacía muchísimo tiempo que le había perdido la pista a Françoise Sagan, hasta que en uno de esos paseos por nuestra librería de guardia, me topé con “Un disgusto pasajero”. Y aunque nunca nos debemos dejar llevar por los resúmenes o reseñas de las contraportadas (mienten más que parpadean), el reencuentro con un texto de la autora de aquella precoz “Bonjour, tristesse”, que tanto marcó nuestra juventud, me devolvió el interés por su lectura. La historia en un principio prometía, pero el desarrollo y, sobre todo, el más que esperado final hacen de esta novela una más del montón. Sin embargo, mientras la leía, me interesé por lo que había sido de la Sagan durante todo aquel tiempo en que la había olvidado. Drogas, alcohol, un accidente de tráfico y, finalmente, una embolia pulmonar en 2004 acabaron con su vida. El caso de Françoise Sagan no puede considerarse un hecho aislado, sino muy al contrario, más frecuente de lo que podemos imaginar. Sagan publica su novela más emblemática, “Buenos días, tristeza”, cuando solo contaba con 18 años, y el éxito fue tan impresionante que su autora se vio superada en todos los sentidos por su propia obra. Demasiado joven para poder aguantar el peso del éxito y, sobre todo, sus consecuencias. La pregunta que se haría la precoz Françoise todos los días era obligada: ¿y ahora qué puedo escribir yo que mejore o, al menos, iguale en interés y calidad a mi primera novela? Porque seguramente todo lo que escribió después, y sobre todo su segunda obra, le parecería desvaída, sin la altura que ahora todos esperaban de ella. La misma impresión que sentí yo al leer “Un disgusto pasajero” a través de la memoria lejana de aquella “… tristesse” que me sedujo en mi adolescencia. El éxito de F. Sagan me recuerda las declaraciones del también precoz Marc Márquez al poco de haber conseguido el Mundial de MotosGP, en las que reconocía que quizá lo había ganado demasiado pronto. A veces es más difícil saber ganar, que saber perder. José López Romero. 

domingo, 24 de noviembre de 2013

LOS SENTIDOS

“El perfume” (1985) es uno de los casos más ejemplares de cómo una novela termina por engullir a su propio autor; al menos, desde que Patrick Süskind obtuvo un aplastante éxito con aquella breve narración, no se le ha vuelto a ver con la misma fuerza por los lugares más privilegiados de las librerías, es decir, por sus escaparates. Supongo que tampoco le hará mucha falta, especialmente en lo económico, porque a las ventas de la novela se añadieron años más tarde los derechos por llevarla al cine, película que de vez en cuando suelen pasar por algún canal de televisión. Y si algún mérito podemos destacar de “El perfume”, además de que nos parece una buena novela, es el haber puesto de relieve la importancia de los sentidos en nuestras vidas, en concreto uno al que no le prestamos tanta atención como a la vista o al oído, el olfato. Pero el olfato como arma de destrucción, no de placer, como tenemos por costumbre considerar o queremos que sea todo conocimiento que nos entra por ellos, por muy engañosos que aquellos sean. Quizá solo por “El perfume” se puedan entender novelas posteriores como “Como agua para chocolate” de Laura Esquivel (1989) o “Chocolat” de Joanne Harris (2000), versionadas también para el cine y verdaderos placeres para los sentidos, sobre todo para aquellos a los que nos gusta el chocolate. Sin embargo, últimamente me estoy dando cuenta de que cada libro tiene su propio olor, olor que el escritor le imprime de acuerdo con el contenido. No me estoy refiriendo a ese olor, o incluso tacto, que también nos cautiva como lectores sin remedio: el olor a humedad de las páginas amarillentas de un libro, o el del propio papel. Me refiero al olor a sudor que podemos apreciar en la japonesa (madre de la japonesita), dueña del prostíbulo, y en los borrachos cuando se celebra la fiesta por la victoria en las elecciones del latifundista don Alejo en “El lugar sin límites” de José Donoso, o el olor irrespirable a pólvora en el piso donde acribilla la policía a los criminales de “Plata quemada” de Ricardo Piglia, o el olor a rancio en la comida y en la ropa del pastor que acoge al muchacho huido en la magnífica “Intemperie” de Jesús Carrasco. El profundo olor a vaquería que se desprende de las páginas de “Tess la de los D’Urberville” de Thomas Hardy se mezcla en mi memoria de lector con el penetrante olor a fluidos sexuales que se perciben nítidos en “Plataforma” de Michel Houellebecq. Cuando leemos, quizá no seamos del todo conscientes de cómo todos nuestros sentidos entran en acción atraídos por el libro: el oído a través de una música; el tacto cuando se acaricia; la vista cuando se describen objetos; el gusto con aquel chocolate que preparaba Vianne Rocher en “Chocolat” (excelente interpretación de la siempre atractiva Juliette Binoche en la película del mismo título). El siniestro Jean=Baptiste Grenouille tuvo el acierto de hacernos ver en los libros algo más que la lectura, nos los abrió a todos los sentidos. Ahora no cierro uno sin haberlo leído, acariciado y, sobre todo, olido. José López Romero.

domingo, 17 de noviembre de 2013

CURIOSIDAD

"joven leyendo" de Alexander Deineka.
Puede resultar curioso o cuando menos llamativo que casi todas las imágenes o pinturas que tienen como protagonista a un lector o lectora, estos siempre aparecen solos, en muy variados espacios y ambientes, pero solos. Algunas de estas imágenes han pasado y siguen ilustrando nuestro blog ‘laberinto 1873’. Y ello, aunque curioso por la aplastante coincidencia, no deja de tener su lógica: leer es un acto, como ir al servicio (con el que tanta relación siempre ha tenido), personal e intransferible. Ya habrá momento de compartir la lectura con amigos y conocidos, pero el acto en sí del libro en comunión con el lector debe realizarse en la más completa y entrañable soledad. Y, como lector que intenta respetar con escrupulosidad estas condiciones, siempre me ha sorprendido el poder de aislamiento que tienen muchos lectores de conseguir concentrarse en la lectura en las condiciones más adversas. No hace mucho tiempo los transportes públicos, sobre todo el metro, los autobuses, los trenes, etc., y no digamos la playa y su bullicio eran los espacios en los que se veían más lectores por metro cuadrado, y debo confesar que muchas veces me ha picado la curiosidad por saber qué libro estaba leyendo la señorita que permanecía ausente de los ruidos y jaleos propios de estaciones y viajeros en el tren de cercanías que nos llevaba a Sevilla, o aquel señor amparado en la sombrilla de playa, feliz con su libro y ajeno a sus hijos ocupados en trasegar arena con sus cubitos y sus palas, mientras su mujer le lanzaba alguna que otra mirada asesina. Hay libros sin duda con tal poder de abstracción que hacen que el lector se olvide de la realidad más próxima que le rodea por muy bulliciosa que esta sea. Pero también los hay que serenan el espíritu, la inquietud del momento y ejercen el efecto sedante que otros buscan en las infusiones orientales. Más de un libro me ha calmado los naturales pero infundados nervios ante la espera tensa de la consulta del dentista. Hoy, por desgracia, el móvil y sus aplicaciones han desplazado al libro, y por todos lados solo vemos personas, doblada la cerviz, moviendo dedos en torno al maldito artilugio. Y por supuesto, no me pica la curiosidad por saber qué escriben, no por intromisión en su intimidad, sino por no certificar hasta qué punto es capaz un ser humano de perder el tiempo en idioteces. Pero con el cambio de costumbres ¿a quién le pueden extrañar las últimas estadísticas de lectura en nuestro país? La imagen veraniega no puede ser más ilustrativa: mientras cinco jóvenes juegan con sus móviles y no se deciden qué helado comprar, la chica de la heladería aprovecha el tiempo leyendo. Es ese modesto, digno e ínfimo tanto por ciento de españoles que todavía tienen su pequeño hueco en las bochornosas estadísticas. Me hubiera gustado preguntarle qué libro estaba leyendo, solo por curiosidad, pero no quise interrumpir un acto tan personal e intransferible. José López Romero.       


sábado, 9 de noviembre de 2013

AMOR ININTERRUMPIDO

En ‘La biblioteca de noche’, uno de esos libros que se leen para disfrutar y aprender en igual proporción, Alberto Manguel nos cuenta la bellísima y admirable, por lo inusitada,  historia de Abraham Moritz (Aby) Warburg que renunció a la primogenitura en el negocio familiar a favor de su hermano, con la condición de que este le comprara todos los libros que él quisiera a lo largo de su vida. El amor por los libros hace que se mezclen las historias reales, como la de Aby Warburg, con la ficción, porque muchos son los escritores que han sabido transmitir en sus obras su íntima relación con los libros, un amor ininterrumpido. Así, una de las novelas más hermosas escritas sobre este asunto es sin duda ‘84, Charing Cross Road’, en la que a través de las cartas que se cruza la propia autora, Helene Hanff, con Frank Doel, el encargado de la librería Marks &amp. CO., y tomando como motivo los pedidos de libros de la primera, se va estableciendo una relación personal con todos los empleados de la librería que llega a emocionarnos. No menos emotivos y apasionados son los dos protagonistas, Roger Mifflin y Helen McGill, de ‘La librería ambulante’, novela de Christopher Morley, escrita a principios del siglo XX y hace poco editada por Pirámide. La pasión con que Mifflin sabe vender sus libros es uno de los aspectos que seduce a Helen de la misma manera que seduce al lector. Sin embargo, se me vienen a la memoria dos ejemplos de mezquindad y sordidez, consecuencia de personajes innobles, a través de los cuales sus autores intentan transmitirnos la otra cara, la oscura, de la naturaleza humana que nada tiene que ver con los ejemplos anteriores. Me refiero a la famosa librería o ‘cueva de Zaratustra’ de ‘Luces de bohemia’, antro en que es engañado el pobre Max Estrella con la connivencia de su perro Latino de Hispalis; y el segundo, la asquerosa librería de don Gaetano y doña María que nos describe Roberto Arlt en ‘El juguete rabioso’ y donde entra a trabajar el protagonista Silvio Astier. El amor por los libros se convierte así en una forma, quizá de las más claras, de definir la nobleza o indignidad de un personaje, y también de una persona. José López Romero.      




viernes, 1 de noviembre de 2013

MAX BROD

En ‘Nombre falso’, que le da también título al volumen de relatos de Ricardo Piglia publicado en Anagrama, a Emilio Renzi (narrador y alter ego del propio Piglia), se le encomienda la recopilación y edición de los inéditos de Roberto Arlt, el célebre escritor argentino, autor de ‘El juguete rabioso’. En sus indagaciones de los textos de Arlt, Renzi se obsesiona por encontrar un relato titulado ‘Luba’, y todas sus pesquisas desembocan en un tal Kostia, que fuera amigo de Arlt en sus últimos años. Y cuando Renzi logra entrevistarse con Kostia, este para justificar el destino final de ‘Luba’ hace referencia a la no menos célebre orden o petición que le hace Kafka a su amigo Max Brod antes de la muerte del autor de ‘La metamorfosis’: quemar todos sus escritos. La anécdota o terrible decisión no es nueva en la historia de la literatura y más de un caso tenemos en la tradición de esos escritores que en el menosprecio de sus obras deciden darlas al fuego (¿cuántos versos y obras se han perdido por la incuria de sus propios autores?). Pero la historia de Kafka y Brod, quizá por más conocida, se ha convertido en una especie de tópico que el escritor actual utiliza a discreción, a modo de material de uso común o universal, como aquellas facecias renacentistas que tan donosamente insertaban los escritores en sus narraciones (‘El Lazarillo’). Si hace unos días la leía en ‘Nombre falso’, el verano pasado me la encontraba en ‘Lecciones de los maestros’ de George Steiner. Dos escritores y dos libros diferentes para dos visiones distintas del mismo hecho. Kostia, el personaje de Piglia, plantea la terrible disyuntiva de Brod: “Está obligado a elegir: ¿traicionar a su amigo o traicionar a la literatura?... Sin embargo no es aventurado pensar que la gran duda, la gran tentación de Max Brod no fue publicar los textos o quemarlos. En el juego de esta doble obediencia puedo pensar que la respuesta del enigma estaba en la orden misma: si Kafka hubiera deseado realmente destruir sus manuscritos, él mismo los habría quemado. Tampoco es aventurado pensar que otra duda asedió en algún momento a Max Brod. La duda fue (debió ser) esta: "Nadie -salvo yo, salvo Kafka que ha muerto- conoce la existencia de estos escritos. Entonces: ¿Publicarlos con el nombre de Kafka o firmarlos y hacerlos aparecer como míos? Estos textos ya no son de nadie: no son de su autor que no los quiso”. Una visión pícara que contrasta con la narración cruel de Steiner: “Brod llorando una noche lluviosa, en la calle de los alquimistas y los orfebres, detrás del castillo de Praga. Se encuentra con un conocido librero: - ¿Por qué llora, Max? – Acabo de enterarme de la muerte de Franz Kafka. -¡Oh! Lo siento. Sé cuánto apreciaba usted a ese joven. – No lo entiende. Me mandó quemar sus manuscritos. –Entonces el honor le obliga a hacerlo. – No lo entiende. Franz era uno de los más grandes escritores en lengua alemana. Un momento de silencio. – Max, tengo la solución. ¿Por qué no quema usted sus propios libros en lugar de los de él?”. José López Romero.

sábado, 26 de octubre de 2013

BLOGS

A veces darse una vuelta por Internet para leer las críticas que sobre un determinado libro han colgado sus lectores, es un ejercicio muy instructivo. Confieso que yo lo he hecho tanto con libros que iba a leer, como con algunos ya leídos para comprobar si mis impresiones de lector coincidía con otros a veces de distintos países incluso. El otro día, sin ir más lejos, lo hice con uno que iba a empezar a leer ‘El intocable’ de John Banville. Lo había comprado hacía ya un tiempo, pero hace unos meses leí ‘Antigua luz’, y ahora consideraba el momento de volver sobre este autor con otra de sus narraciones más representativas. Tengo también pendiente alguna novela negra que publica bajo el seudónimo de Benjamín Black. Pues bien, puse en Google el título y de inmediato me saltaron un sinnúmero de entradas, entre ellas, la de un blog que rezaba lo siguiente: “He acabado el libro y no he dejado ninguna marca. Ni una línea subrayada, ninguna esquina doblada. Me parece que es un libro que no pasará a la historia de mi biblioteca en un sitio preeminente. ¡Benigno! (nombre del bloguero que se dirige a sí mismo) ¿No te ha gustado? No, no es eso. Es que no me ha calado suficientemente hondo, me ha entretenido pero nada más”. El comentario de Benigno hace  preguntarme ¿con qué intenciones nos acercamos a los libros? ¿Qué esperamos encontrar en ellos y qué queremos que ellos nos den? Está claro que nos acercamos a los libros con distintos objetivos; de unos, solo queremos que nos entretengan (‘El intocable’ al menos lo consiguió con Benigno); a otros los leemos por el autor, del que ya hemos leído algo que nos ha gustado o le vamos a dar otra oportunidad. Pero esperar de todos los libros que nos conmuevan, que nos cambie la vida, que nos cale en lo más profundo es esperar demasiado de la literatura. “Seguro que terminas hablando de las mujeres” –me dice mi señora, sabedora de que estoy escribiendo el artículo. Pues la verdad es que no se me había ocurrido la comparación. José López Romero.



sábado, 5 de octubre de 2013

LOS MUERTOS

La casualidad lectora (que también la hay, como tantas en la vida) me puso en las manos al mismo tiempo dos libros que trataban de muertos o, mejor dicho, de asesinatos. Y para más casualidad, los dos con ciertos tintes políticos, aunque en proporción distinta. El primero es la novela de Jack London ‘Asesinatos, S.L.’, y el segundo, la obra de teatro ‘Las manos sucias’ del gran Jean Paul Sartre. En ambos se trata el tema del asesinato en beneficio de la humanidad o de una ideología o causa nacional. Motivos que hacen plantearnos de inmediato si se puede matar por una causa que entendemos y confirmamos como justa o beneficiosa. Los miembros de la agencia ‘Asesinatos, S.L.’ con su jefe Dragomiloff a la cabeza no tienen la menor duda de ello; es más, consideran que quitar de en medio a un individuo que ha dado muestras más que sobradas de su nocividad es éticamente un deber que ellos encantados asumen cuando se les hace el encargo, bajo previo pago y estudio concienzudo de que la víctima ha hecho méritos más que suficientes para que ya no moleste más y librarnos de su nefasta presencia. Así, cuando en un momento de la novela Dragomiloff debe justificar el éxito de sus “encargos” pone como ejemplo el caso de los sindicalistas James y Hardman, que recibían dinero de los patronos de la Asociación de Propietarios de Minas para traicionar a sus representados (sin duda Jack London fue un adelantado a su tiempo). No de otra forma piensa Hugo Barine, el protagonista de ‘Las manos sucias’, cuando acepta el encargo de matar a Hoederer, líder del partido comunista de Ilyria, país ficticio de Europa, durante la II Guerra Mundial, por el bien del futuro de la nación. Hugo mata a Hoederer, a pesar de que este intenta convencer al muchacho de que en la alta política los ideales no cuentan, de que deben dejarse a un lado para dejar paso al poder, único fin de todo partido y que solo puede conseguirse con las manos sucias. Solo cuando sale de la cárcel, después de tres años, se da cuenta de que el traidor al que mató es ahora un héroe cuya memoria es venerada por los mismos que ordenaron su ejecución. En su testamento, Dragomiloff deja las siguientes palabras: “de todos los crímenes que es posible atribuirnos, puedo decir que no ha habido una sola víctima cuya muerte no haya beneficiado a la humanidad. Y dudo que pueda decirse otro tanto de aquellos cuyas estatuas se alzarán en nuestras plazas una vez que se haya librado la próxima guerra “decisiva”. Cuando esto escribió Jack London, aún quedaban las dos grandes guerras mundiales que asolaron la humanidad a lo largo del siglo XX, más las guerras que se libraron y se siguen librando en distintos lugares del mundo, y en esto España no fue lamentablemente una excepción, sino todo lo contrario. Y Hugo sabe que Hoederer “tendrá su estatua, al fin de la guerra, tendrá calles en todas nuestras ciudades y su nombre en los libros de historia. Me gusta por él. Su asesino, ¿quién era? ¿un tipo a sueldo de Alemania?”. José López Romero.

jueves, 18 de julio de 2013

"ASTA REGIA:EL SECRETO DE UN ARQUEÓLOGO"

Pues sí, también nosotros hemos sucumbido a la tentación y nos hemos lanzado al campo de la ficción. Bueno, no es que la vena literaria nos haya tocado de repente. En realidad, tanto a Ramón como a mí, desde siempre las inclinaciones literarias han ido paralelas a las lectoras, y tanto él como yo tenemos nuestras pequeñas historias (me refiero a la extensión) publicadas años atrás en periódicos y revistas. Pero desde que colaboramos en este y otros medios de comunicación y hemos dado a la imprenta algunos trabajos de investigación, teníamos clavada una pequeña espina que no era otra que el miedo a presentar ante nuestros lectores esa novela, sobre la que tantas veces habíamos hablado,  que  debería girar en torno a ese campo de ruinas y abandono que hoy es Asta Regia. Tras dos años de trabajo tuvimos el primer borrador y ahora sacamos una definitiva versión en papel, sacándonos definitivamente esa espina de miedo que antes mencionaba. ¿Sobre la historia que recoge la novela? A ambos nos atraía el misterio que  parece ocultar  las Mesas de Asta, las dificultades del primer arqueólogo que se atrevió a hurgar en aquel paisaje donde se alzaba Asta Regía, y del periodo difícil que vivía el país cuando Manuel  Esteve en solitario recorría unos parajes que parecían gritarle que no los abandonara.

"Asta Regia. El secreto de un arqueólogo", no es sin embargo una visión histórica de aquella epopeya de Manuel Esteve, aunque sí está presente la misma de manera muy viva. Pero además la ficción nos ha permitido escudriñar el año 1942, aquel en el que el arqueólogo Esteve comenzaba su campaña de excavaciones en Asta Regia, y presentar al lector con más libertad una historia donde aparecen temas como  la invasión por los aliados del N. de África en plena Segunda Guerra Mundial - lo que acrecienta la esperanza del movimiento guerrillero en España, sobre todo en el Sur, que miraba esperanzado la posibilidad de que se invadiera también España para derrocar al régimen franquista-. Las luchas entre la Guardia Civil y la guerrilla en fecha tan temprana como ese año, es algo muy poco conocido, y Jerez al parecer fue una población testigo principal de esta lucha soterrada. De alguna manera el arqueólogo Esteve se verá envuelto en una compleja red de intrigas que pone en peligro las excavaciones en Asta y su lucha para desentrañar lo que el paso de los siglos ha ocultado, pero también para no verse engullido por las intrigas políticas que en esos años lo dominaban todo, hasta el punto de poner en peligro su vida.
Esperamos que la lean y nos hagan llegar su opinión.
(Asta Regia: El secreto de un arqueólogo. J. López Romero/ R. Clavijo Provencio. E.Praxis. 2013)
DE VENTA EN LA LIBRERÍA "LA LUNA NUEVA"


sábado, 22 de junio de 2013

EL ESCRIBIENTE

A trompicones logró terminar el bachillerato. Cuatro años para los tres del BUP y dos para aquel COU del que se le habían atragantado las Matemáticas y la Filosofía. Al muchacho no le faltaba capacidad, lo malo es que era vago y poco constante en el escaso esfuerzo que hacía por superarse y superar las materias. Perdió un último año en primero de Empresariales, y cuando se dio cuenta de que los estudios no eran para él se fue a la mili y, ya con sus 23 años cumplidos, alcanzó un puesto, tan gris como él, en una caja de ahorros, cuando estas entidades eran familiares y locales, no los monstruos deficitarios en que se han convertido. Y después de trampear por distintas sucursales en trabajos de administración y escasa responsabilidad, logró lo que durante tanto tiempo había soñado porque se identificaba con sus máximas aspiraciones en la vida: un despachito al fondo de la oficina, lejos de las miradas de clientes y las impertinentes del jefe, que pudieran interrumpir o perturbar la actividad a la que se dedicó con toda la voluntad que le faltaba para el trabajo: la lectura. Leía con la devoción del cartujo, con el rigor del especialista y con tal voracidad que en varias ocasiones le dieron el premio al mejor lector de la biblioteca pública, a cuyo servicio de préstamos acudía casi a diario, en el tiempo del desayuno para no levantar más sospechas. No había género que se le resistiese, ni escritor o escritora que no quisiera leer, ni época a la que le hiciera ascos. Como tampoco se lo hacía a los créditos blandos, a bajo interés, que la caja ponía a disposición de sus “trabajadores”, con los que consiguió comprarse su apartamento en la playa, al que se retiraba en las vacaciones para seguir leyendo. A los treinta y pocos cayó en sus manos “Bartleby, el escribiente”, la célebre novela de Herman Melville y tomó a su protagonista como ejemplo de vida profesional. Y cuando se le acercaba el jefe para encargarle algún trabajo, lo miraba con los ojos encendidos por las últimas páginas que acababa de leer, y le espetaba el “preferiría no hacerlo” que había aprendido de su modelo. Hace unas semanas, al cumplir justo una década antes de llegar al climatérico lustro de su vida  (leía a Góngora con avidez), había aceptado y firmado su jubilación anticipada. Con 53 años no otra ilusión lo alentaba que seguir siendo por toda la larga vida que tenía por delante un lector empedernido, libre y ajeno ya a la mirada inquisidora y molesta del jefe de turno. Lo que en definitiva había aspirado a ser y había logrado. Y a los pobres que nos queda por delante otro largo tirón de nuestra ya más que dilatada vida profesional para intentar cobrar una más que improbable pensión, no solo tenemos que pagarle a este lector su dorada prejubilación, sino también el agujero financiero que nos han dejado a todos los españoles las dichosas cajas de ahorros. Yo para esto me acojo al lema de Bartleby que tan buenos resultados laborales le dio a nuestro protagonista: “preferiría no hacerlo”. José López Romero.


sábado, 15 de junio de 2013

NECIOS

“Father. Lee esto pero trátalo con cariño, generosidad y benevolencia”. Tantos paños calientes antes de que ni por asomo se viese el grano me puso de inmediato a la defensiva… Y más viniendo de quien venía. Me puso mi hija por delante unos folios garabateados, en los que advertí a vista apresurada variadas y numerosas faltas de ortografía, algunas cometidas por influencia de ese lenguaje SMS (del que ya se han hecho tesis y hasta diccionarios), virus cuyos efectos deletéreos se extienden no solo entre la juventud, sino en muchos que en su día hicieron una carrera supuestamente universitaria. De las tildes, ni hablamos. “¡Te has fijado –le dije a mi hija- en la cantidad de faltas y que el autor o autora de “esto” debe ser fanático de una secta que le prohíbe acentuar!”. “Tú siempre tan negativo, father. Con esta actitud, ¿cómo se pueden descubrir nuevos talentos?”. Y de pronto se me vinieron a la memoria las sonadas y más célebres meteduras de pata de las que ninguna editorial puede considerarse indemne: el rechazo de manuscritos que después han resultado obras ya consideradas clásicas en la historia de la literatura y, por el contrario, la publicación de libros que resultaron un rotundo fracaso, a pesar del dinero invertido en su promoción (aunque en este caso más habría que echarle la culpa a la torpeza de la agencia publicitaria que al bodrio del texto, porque la gente se traga lo que le echen en forma de anuncio). Un caso que me trae recuerdos especiales (otro encuentro casual y causal con un libro) es el de ‘La conjura de los necios’ de John Kennedy Toole, quien murió sin ver su libro publicado, rechazado por las grandes editoriales, y que fue premio Pulitzer el mismo año en que su madre consiguió que lo publicara una pequeña editorial de Louisiana. ¿Los folios de mi hija? Ni ella quiso decirme su autor ni yo puse mucho interés en saberlo. En todo caso, que la vida me sorprenda, aunque tengo pocas esperanzas de ello, casi ninguna. José López Romero.  

domingo, 2 de junio de 2013

IMAGINACIÓN

Poco hace que en esta misma página sugería las ediciones ilustradas como un reclamo para hacer más atractiva la compra de libros, incluso para las numerosas colecciones de bolsillo, que mejorarían ostensiblemente. Un arte, el de la ilustración, poco extendido o que tiene en los libros infantiles el centro de su atención. El otro día comentaba con mi amigo Raúl, con quien comparto mis lecturas de Ibargüengoitia (él fue quien me lo recomendó), que en el libro ‘Revolución en el jardín’, recopilación de artículos, crónicas y textos varios del gran novelista mexicano, que ha publicado la editorial Reino de Redonda (propiedad, tengo entendido, de Javier Marías) con prólogo de Juan Villoro, se echaban en falta ilustraciones que hicieran al volumen más “redondo”. “Precisamente –me respondió Raúl- su mujer, Joy Laville, es pintora. Podría haber ilustrado el libro”. Ocasión perdida. Pero a veces una ilustración deja de ser un adorno, para convertirse en un elemento imprescindible para un libro e incluso para su lector. En el ejercicio de recreación imaginativa que todos hacemos cuando leemos, ciertos detalles se escapan o requieren de un esfuerzo de la imaginación que algunos no somos capaces de hacer. Me acuerdo ahora de mi total incapacidad por imaginarme cómo era el fusil o escopeta que Chacal, en la famosa novela de Frederick Forsyth del mismo título, diseña para pasar todos los controles policiales embutida en una muleta y así atentar contra De Gaulle. Y de la misma manera, por muy detallada que es la descripción con la que Umberto Eco inicia su ‘El nombre de la rosa’ de la célebre abadía y de la torre-biblioteca, solo pude, como el fusil de Chacal, tomar exacta medida de ellas al ver las películas que sobre estas dos novelas se han hecho. De los ejemplos que me van viniendo a la memoria, otro me resulta especialmente molesto, no por el ejemplo en sí sino porque todo lo que no puede imaginarse molesta al lector, me refiero al aspecto que podían tener las extrañas criaturas que asaltan todas las noches al protagonista de la novela ‘La piel fría’ de Albert Sánchez Piñol, problema o dificultad que podría haberse solucionado con una simple ilustración. La portada de ciertas ediciones ofrece con éxito relativo alguna solución al respecto. Y de mis últimas lecturas, he sentido la necesidad de ese apoyo plástico para poder imaginarme con la exactitud y la maestría con que los retrata su autora el ambiente del Londres años después de la Primera Guerra Mundial, la casa de la protagonista, el aspecto de algunos personajes de la novela ‘La señora Dalloway’, de Virginia Woolf. Y como tantas veces, ha sido el cine el que ha venido en mi ayuda y ha cubierto con creces esa falta de imaginación, a veces alarmante, que sufro con algunos libros. Pero no siempre el cine te saca del atolladero imaginativo y el problema perdura en la memoria cada vez que recuerda la lectura de aquella novela. Además, no cabe duda de que una ilustración alivia y le da un respiro al lector que, entre tanto texto, bien lo merece. José López Romero.  

sábado, 18 de mayo de 2013

FÚTBOL ES FÚTBOL


A pesar de mi afición al fútbol, sin llegar al fanatismo, virus que nos inoculó mi padre desde muy pequeños a mi hermano y a mí, no me ha dado nunca, aunque solo fuera por curiosidad, comprobar si hay mucha o poca bibliografía sobre el deporte rey por excelencia. Sin acudir a Internet, fiado solo de mi memoria, algunos cuentos de Eduardo Galeano, uno que leí tiempo hace, magnífico, de Jorge Valdano, pero sobre todo mucha literatura laudatoria en torno a futbolistas, clubes o equipos. Supongo que no habrá héroe o equipo, por muy locales que sean, que no tengan su panegírico o varios de ellos, por muy precoz que la figura sea. Pongamos por ejemplo el de Leonel Messi, del que, a pesar de sus 25 años, ya tendrá una bibliografía a sus espaldas considerable. Bibliografía con la que de seguro contarán clubes como el Real Madrid, Barcelona o, por seguir con futbolistas de época, Di Stéfano, Cruyff, Maradona o Zidane. Panegíricos y hasta hagiografías pero poca literatura ensayística, trabajos de investigación o análisis sobre los resortes y mecanismos que mueven los partidos de fútbol, esto es, las tácticas, los movimientos de las líneas, las estrategias, los cambios, etc. Todo lo que hace que el fútbol pase de ser un juego a querer convertirse en un deporte cuyo resultado dependa de la mejor preparación de un equipo sobre el otro. Y para ello, los grandes entrenadores no descuidan ni el más mínimo detalle. ¿Cuánto daría un editor por los cuadernos de Mourinho o por los estudios que sobre los rivales hace Guardiola? Pero lo más sorprendente de todo es que los glosadores de las gestas balompédicas sean periodistas, y a ninguno de ellos (en lo que alcanza mi memoria) le haya dado por escribir un libro de análisis de tácticas. O quizá no sea tan sorprendente cuando el periodismo deportivo es, al menos en este país, una de las profesiones más ventajistas que puede uno echarse a la cara: elogian al vencedor de la misma manera que critican, e incluso destrozan al vencido. Su eslogan preferido: “eso ya lo sabía yo”. José López Romero. 

sábado, 4 de mayo de 2013

LENGUA Y NACIÓN

La torre de Babel de Brueghel el viejo

No sé si, como le sugiere el gran Goethe a Friedrich Wilhelm von Humboldt, insigne lingüista, los idiomas reflejan el carácter de una nación (Alberto Manguel dixit en ‘Diario de lecturas’), o estos son el producto o resultado de una serie de convenciones sociales que cambian según los tiempos y sus usuarios. Al respecto, lo último que he leído y que desde aquí recomiendo sin reservas es ‘El prisma del lenguaje’, libro que ya reseñé en semanas anteriores, escrito por el lingüista judío Guy Deutscher quien cita precisamente a Humboldt y el estudio que éste hizo de las lenguas amerindias, para lo cual tomó como fuente los manuscritos que se conservaban en la biblioteca del Vaticano  y que habían traído los misioneros jesuitas; manuscritos que puso en sus manos Lorenzo Hervás, bibliotecario del papa Pío VII, cuando a Humboldt, en calidad de diplomático, lo nombraron enviado prusiano ante el Vaticano. Entre las conclusiones de este estudio señala Deustcher que “La diferencia entre las lenguas no solo está en los sonidos y en los signos, sino también en la visión del mundo… Dado que la lengua es el órgano que forma el pensamiento, tiene que haber una relación íntima entre las leyes de la gramática y las leyes del pensamiento. Pensar depende no solo de la lengua en general, sino también hasta cierto punto de la lengua de cada individuo”. ¿Identidad o carácter nacional, pensamiento, individuo… o solo instrumento, medio de comunicación, convención social? No soy quien ni estoy en condiciones tampoco de responder a tal pregunta, porque antes de pensar siquiera en una contestación, habría que preguntarse qué entendemos por carácter o identidad nacional. Y para eso tenemos un referente muy cercano en tiempo y espacio: Nicolás Sarkozy promovió en 2009 un gran debate nacional sobre el “orgullo de ser francés”, encuesta que arrojó resultados tan significativos como que el 74% de los franceses se sentían orgullosos de su nacionalidad y un 76% creía que existe una identidad nacional. Además, abogaban por enseñar y cantar “La Marsellesa” en los colegios y exigir a los inmigrantes un buen nivel de la lengua francesa. El propio presidente prometió la creación de un ministerio de inmigración e identidad nacional. Un debate que tuvo, al margen de los consustanciales intereses políticos, al menos el mérito de hacer reflexionar a los ciudadanos sobre su nación, sus propias señas de identidad y el modelo de país que querían para el futuro. ¡Y se hizo en un país con uno de los índices más elevados de inmigración de Europa! Este mismo debate, reconozcámoslo, es de todo punto imposible abrirlo en España. Y no es precisamente porque a nuestro himno nacional le falte la letra para cantarlo en las escuelas, sino porque muchos ciudadanos, cada vez menos por desgracia, no pensamos de la misma manera que otros ni, por tanto y según Humboldt, hablamos el mismo idioma que hablan ellos, aunque a los dos se les denomine español o castellano. José López Romero.  

sábado, 27 de abril de 2013

EL HUEVO


Me viene a la memoria ahora una anécdota que escuché hace mucho tiempo en la radio. Un señor, no recuerdo ya su identidad, contaba que en cierta ocasión había ido al estreno de un drama que había despertado una enorme expectación. Se levanta el telón –contaba aquel señor-, se hace un sepulcral silencio entre los espectadores, que solo pueden ver al fondo del escenario un triste jergón y en él echado un mendigo que muy lentamente se levanta y se acerca al proscenio para decir con voz solemne y estremecedora: “Me he pasado toda la noche con un solo huevo duro”. Contaba aquel señor que después de unos segundos en los que todo el público quedó atónito, empezaron las primeras risas y después más, se dejaron oír gritos como “¿y el otro?”, hasta que la carcajada fue general, el drama se convirtió en parodia y tuvieron que suspender la representación. No fue aquella ni la primera ni la última vez en que una tragedia pasa a comedia sin que autores ni espectadores logren evitarlo ni quererlo, es decir, sin premeditación ni alevosía. Clásica es ya la explicación para el fracaso de la tragedia renacentista española: el  tremendismo de los personajes, que cargados por sus autores de un exceso de dramatismo caían en lo increíble y la fantochada. Pero también existe lo que Arniches dio en llamar la “tragicomedia grotesca” o “astracanada lúgubre”. Ejemplo de ello es  ‘Que viene mi marido’, que podemos poner en relación con el cuento de Wencelao Fernández Flórez titulado ‘El hombre que se quiso matar’, llevado al cine en dos ocasiones por dos grandes de nuestra escena: Antonio Casal y Tony Leblanc; historias de hombres que se comprometen a morirse, aunque lo intentan con poca convicción y menos decisión, hay que reconocerlo. La comedia,  de individuos como Maduro y su pajarito, y de otros más cercanos, se convierte en tragicomedia grotesca cuando toda una masa, buena parte de todo un país se lo cree. El esperpento. José López Romero.    

sábado, 20 de abril de 2013

LOS OTROS


“Cuando decimos que deseamos un mundo mejor y más feliz, casi siempre queremos decir un mundo mejor y más feliz para nosotros mismos. De algún modo la culpa de nuestros males la tiene siempre el vecino, o el extranjero, o uno de los nuestros que nos traicionó, o el enemigo que acecha fuera de las murallas, es decir, los bárbaros que amenazan con llegar eternamente”, acabo de releer en ‘La ciudad de las palabras’, de nuestro admirado Alberto Manguel, libro que ya reseñamos aquí hace unas semanas. Un libro inteligente de un inteligente escritor que, siempre en el papel de lector atento y avisado, sabe extraer de sus lecturas observaciones que le permiten hacer un análisis más profundo de la realidad o de la literatura, que comparte con sus lectores y del que siempre aprendemos. El pasaje que hemos transcrito procede del último capítulo titulado ‘la pantalla de Hal’, alusión al superordenador HAL 9000 que controla  la nave espacial de la película ‘2001, una odisea del espacio’. El tópico del otro, del bárbaro al que le echamos la culpa de todo lo negativo que nos pasa ya tiene sus buenas manifestaciones literarias en novelas como ‘Esperando a los bárbaros’ de Coetzee (reseñada en esta misma página por mi compañero Ramón) o, menos famosa pero no menos interesante, ‘El desierto de los tártaros’ de Dino Buzzati, obra que tiene versión cinematográfica, como célebre es la película titulada ‘Los otros’ de Amenábar. Por no hablar de la figura del anticristo, permanente amenaza del cristianismo que ya vimos en un artículo anterior a propósito de la publicación de la obra de Hipólito (ed. de Francisco Antonio García Romero). Y no es solo la constante presencia amenazadora de lo desconocido en lo que ciframos el origen de todos nuestros males, sino lo que esto supone de dejación de nuestra propia responsabilidad en lo que nos ocurre. Dicho de otro modo: ponga usted un bárbaro, un ‘otro’ en su vida al que culpar de su desgracia. Y en esto todos tenemos nuestros bárbaros de cabecera. En estos tiempos tan confusos es la crisis en general el otro por excelencia, a ella se le achacan todos nuestros males y en ella se amparan los que no tienen otros argumentos más inteligentes para sacarnos de ella. La oposición ve en el gobierno al ‘otro’, y viceversa, pero ninguno de los dos se unen para hacer que este mundo sea mejor y más feliz para todos. Y así en todos los órdenes de la vida. Sin embargo, no miremos al vecino, ni al extranjero ni miremos por encima de nuestras murallas para ver si vienen los bárbaros, porque nadie nos va a convencer de que no están ahí fuera, el otro está en buena parte en nosotros mismos; en lo que hemos hecho y hacemos todos los días por conservar lo que hemos conseguido o tenemos, o nos han dado graciosamente, es decir, por enchufe, e incluso por mejorar y hacer más feliz nuestro mundo. Es fácil apostarse delante de su casa, empapelar su fachada con nuestras protestas e insultar al bárbaro sobre el que hemos hecho recaer todo el peso de la culpa de nuestros males. ¿La responsabilidad es de los-otros o de nos-otros?.  José López Romero.   

sábado, 13 de abril de 2013

VIEJOS ASUNTOS


“Censura las costumbres docentes españolas de la época, intenta analizar las razones del fracaso escolar, detesta los métodos memorísticos, lamenta la masificación escolar… insiste en la necesidad de enseñar al niño por medio de cosas visibles que tiene a su alrededor, critica con dureza la Universidad insistiendo en las deficiencias de los maestros, aunque no olvida la despreocupación de los estudiantes…” ¿Les suena? Pues si les digo de dónde proceden estas inquietudes y preocupaciones que sobre la enseñanza en España he transcrito, seguramente no se lo creerán: pertenecen al fraile benedictino Martín Sarmiento, en el siglo Pedro José García Balboa, quien escribió el tratado ‘La educación de la juventud’ allá por el año ¡¡1768!!, tratado que consideraba Azorín una de las más geniales obras de nuestra literatura. Han pasado casi doscientos cincuenta años y, más grave aún, casi otros tantos sistemas educativos, y lo que preocupaba al bueno de fray Martín Sarmiento son los mismos temas o problemas que arrastra la enseñanza en nuestro país en la actualidad, sin que la sociedad en su conjunto ni las autoridades de todo tipo, pelaje o condición se hayan puesto en ningún momento manos a la obra para solucionarlos o, al menos, intentarlo; lo que provoca un cierto hastío en los profesionales, algunos de ellos (hay que reconocerlo) poco dispuestos a adaptarse a las nuevas circunstancias, pero todos decepcionados con la falta de colaboración y compromiso que muchas familias muestran en la labor y la responsabilidad que les atañe en el desarrollo educativos de sus hijos. Que la primaria y la secundaria necesitan cambios y ajustes en muchas aspectos es incuestionable, pero no en menor medida lo necesita una Universidad, que quiere mantener con los impuestos de todos los privilegios de antaño, cuando sobran profesores, grados y campus por todas las provincias de España. Y si no, pregunten por ahí a cuánto nos sale una clase de griego o de árabe, por poner un ejemplo, en cualquiera de las numerosas facultades de Filología repartidas por toda la geografía del país. José López Romero.

sábado, 6 de abril de 2013

CINE Y LIBROS


Me confieso aficionado a películas interesantes sin más pretensiones, aunque el concepto de “interesante” no sea compartido en el seno familiar, donde se han acuñado expresiones como “ladrillo-Bergman” o “bodrio-Passolini” para descalificar a más de un film clásico ¡La juventud, más por atrevida que por valiente, es ignorante!. Y digo más, buena parte del cine que en los últimos años he visto responde a sugerencias de amigos y conocidos, por lo que reconozco que no puedo permitirme el calificativo de cinéfilo, sino de espectador curioso y obediente con las recomendaciones de aquellos a los que les concedo todo el beneficio de su autoridad o buen gusto. Sin embargo, procuro estar atento a las adaptaciones literarias o a las películas que tratan de libros, porque en las primeras, como lector sin remedio y espectador curioso, intento establecer la obligada comparación con el original literario, y en las segundas ver cómo trata el cine el mundo de los libros o de los escritores (interesantes me han resultado en este último aspecto, y hago memoria a vuela pluma, ‘El escritor’ del Polansky y ‘Good’ con Viggo Mortensen), o reconocer aspectos o mecanismos literarios que el guionista o el director han pasado al lenguaje cinematográfico con más o menos éxito. Y en este sentido, ya me interesó una película protagonizada por Cuba Gooding Jr. titulada  en castellano ‘Nido de cuervos’, escrita y dirigida por Rowdy Herrington (1999). Es la historia de un abogado (Cuba Gooding) que publica bajo su nombre una novela de misterio escrita en realidad por una persona a la que cree muerta. El éxito de ventas del libro despierta la curiosidad de la policía, que llega a descubrir que los crímenes relatados en la novela son en realidad verdaderos casos de asesinato que aún no se han podido resolver. Y aunque la crítica no ha sido especialmente benévola con esta película, la simple utilización cinematográfica del viejo tópico del manuscrito encontrado y apropiado por el protagonista es ya suficiente motivo para calificarla de interesante. Tópico que tiene sus ejemplos más acabados, entre otros, en ‘El Quijote’ o ‘La familia de Pascual Duarte’ de Cela, aunque con la sustancial diferencia de que los descubridores del manuscrito no se apropian del original, sino que se convierten en simples transcriptores o copistas. Y la última recomendación que me han hecho al respecto (que yo traslado aquí a cualquier espectador curioso), es la película titulada ‘El ladrón de palabras’, en cuyo reparto de actores encontramos al gran Jeremy Irons. Otra historia del manuscrito encontrado, que se apropia el protagonista (personaje interpretado por Bradley Cooper) y que se convierte en un gran éxito. Y aunque la crítica tampoco ha sido especialmente favorable con esta película (no le falta razón en cuanto a las excesivas pretensiones de las tres historias narradas en tres tiempos diferentes que no terminan de resolverse con solvencia), es una película que se deja ver, sobre todo las dos conversaciones que mantienen Irons y Cooper o la escena final entre Dennis Quaid y Olivia Wilde. José López Romero.

sábado, 16 de marzo de 2013

EL ABUELO


En las pasadas Navidades nos fuimos la familia a dar un paseíto por Sevilla, ciudad que si ofrece su máximo esplendor en primavera, no es menos atractiva en cualquier época o momento del año (absténganse en agosto), y en esos días de frío, alumbrado festivo y, sobre todo, gente, mucha gente y su bullicio, parece como si la vida estuviera a salvo de crisis y problemas diarios. Y con dos copitas parece como si no hubiera ni corrupción. Pues en ese transitar de la masa, donde se entrecruzan conversaciones y se oyen comentarios sin querer porque el español no habla sino grita, me quedé con uno oído al pie de unos famosos grandes almacenes vomitado por un joven metido de lleno en la veintena, si no rozaba ya la década siguiente, dirigido a dos o tres jóvenes seguramente familiares: “estas Navidades deberíamos hacer regalos que no sirvieran para nada. Al abuelo, un libro.” No sé si lo sacó de alguna desagradable campaña o anuncio publicitario, de esos que escarban en la idiotez del consumidor (¡hay tantos!), lo cierto es que el comentario dio su juego, el que le propuse a la familia. Sentados en un bar cercano y con cuatro bebidas calientes para reconfortar el cuerpo, nos dispusimos a alimentar el espíritu. Partiendo de la afirmación de que, y no nos duelen prendas en reconocerlo, hay libros que no sirven para nada, en todo caso para molestar y perder tiempo y dinero, nos dedicamos a imaginar cómo sería el abuelo del generoso e inteligente nieto. Los cuatro coincidimos en que sería un señor sin estudios, seguramente dedicado durante toda su vida a una profesión de carácter manual, aunque cabía también la posibilidad de que por sus años hubiera perdido la vista, con lo que el libro de nada le hubiera servido, fin último de su sin duda querido descendiente, lo que le confería al regalo un punto de maldad añadido. En cualquier caso, y dado que ya empezamos a imaginar más de lo que la lógica nos exigía y de que el juego tocaba ya a desvarío, en lo que sí estábamos los cuatro totalmente de acuerdo es en que el pobre abuelo no se merecía aquel nieto. José López Romero.

sábado, 9 de marzo de 2013

EL CANON MEDIEVAL

Grabado de Durero:
"El caballero, la muerte, el diablo y el azar"

Fue Harold Bloom allá por 1994 quien con su ensayo ‘El canon occidental’ (en castellano, Anagrama, 1995) si no comenzó la moda de los libros imprescindibles para lectores y especialistas en literatura, sí al menos despertó o reabrió las viejas disputas sobre escritores y obras que todos debemos conocer y leer. ¡Y vaya si las abrió! Porque cualquier selección que se haga, por muy asentada en razones irrefutables, termina por desprender su correspondiente dosis de subjetivismo, inevitable cuando de manifestaciones artísticas se trata. Y a pesar de ser consciente de los riesgos que se corren, no me resisto a exponer en estas líneas mi particular canon de lecturas imprescindibles de la Edad Media, una selección fruto de la admiración que al leerlos he sentido, de la huella que me dejaron y de la profundidad e interés que sus autores lograron imprimir en sus trabajos. Pero solo me voy a ceñir a ensayos o investigaciones que, y juego con ventaja, han significado y siguen considerándose por todos como definitivos en sus áreas, textos de obligada cita cuando se trata de temas medievales. A Jacques Le Goff debemos dos trabajos sobre la cultura y el concepto de intelectual en la E.M.: en primer lugar, ‘Los intelectuales en la Edad Media’ (Gedisa, 1996) y ‘La civilización del occidente medieval’ (Paidós, 1999). Si en el segundo nos ofrece una visión bastante completa de la vida medieval en general, en el primero se centra sobre todo en la vida académica, especialmente de las universidades y sus métodos de enseñanza. El mismo Le Goff sería el encargado de coordinar el volumen ‘El hombre medieval’, dentro de la colección que Alianza Editorial (1990) fue publicando con el mismo título pero de diferentes épocas; cada capítulo se centra en una actividad propia del hombre (el monje, el guerrero, el campesino, el comerciante, etc.), y cuya lectura nos termina por dar una idea global y completa de la vida en la E.M. Pero si nos queremos adentrar en la religión, ningún libro mejor y más interesante que ‘En pos del Milenio’ de Norman Cohn (Alianza, 1981), una magnífica exposición de las teorías milenaristas y sectas que en torno a ellas proliferaron por la E.M., en torno al año 1000 hasta llegar incluso al siglo XVI. Religión, literatura, arte, vida cotidiana que encontramos en otro de los grandes textos dedicados al Medievo: “El otoño de la Edad Media” de Johan Huizinga (Alianza, 1978), un verdadero clásico sin duda de los estudios medievales. Y para las cuestiones económicas y comerciales ‘Las ciudades de la Edad Media’ de Henri Pirenne (Alianza, 1997), al que le debemos otro estudio imprescindible: ‘Mahoma y Carlomagno’. Y dejo para el final uno de los ensayos más importantes que sobre literatura medieval se han escrito: ‘Literatura europea y Edad Media latina’ (FCE, 1976) de E.R. Curtius, compendio de las relaciones de la literatura clásica y su profunda huella en la  medieval. Soy consciente de lo atrevido de esta selección y de que me dejo atrás un ciento de estudios tan imprescindibles como los nombrados, pero no me he podido resistir; a ellos y a mis profesores se lo debía. José López Romero.


viernes, 1 de marzo de 2013

TODO DE


En ‘Blanco nocturno’, una magnífica novela de Ricardo Piglia, aparece de pasada en la trama policiaca que en ella se desarrolla un personaje oscuro, apenas esbozado con unas leves pinceladas descriptivas: la madre de las hermanas Belladona. En las confidencias que le hace una de ellas, Sofía, al periodista y narrador Emilio Renzi, le comenta que su madre es una lectora compulsiva, es más, la lectura es la única actividad que la mantiene en un estado normal. Aislada voluntariamente de la vida familiar, apenas sale de sus habitaciones, si no es para seguir leyendo en el jardín de la casa. “¿Y qué lee?”, le pregunta Renzi a Sofía. “Novelas. Llegan en grandes paquetes una vez por mes las entregas para mi madre. Las encarga por teléfono”, comenta. Pero lo más interesante de la compulsión de la señora es el método de lectura. “siempre lee todo lo que ha escrito un novelista que le interesa. Todo Giorgio Bassani, todo Jane Austin, todo Henry James, todo…” y Sofía va citando autores entre los que destacamos a Moravia, Galdós, Huxley o Carson McCullers. Un método que me llamó la atención porque a más de un lector sin remedio, es decir, compulsivo, he conocido con ese mismo procedimiento de lectura, que tiene por único rigor el “todo de…”. Digo más, yo mismo lo he seguido y lo sigo con algunos escritores a los que me acerco por primera vez, y que me interesan tanto que no dudo en hacerme con todo o buena parte de lo que puedo encontrar en librerías. Me dediqué por un tiempo a leer toda la novela española decimonónica que caía en mis manos y debo confesar que si algunos autores y novelas han resistido una segunda lectura (Galdós, ‘La regenta’), por otros ha pasado ya demasiado tiempo o no era, cuando los volví a tomar, el momento adecuado (Pereda). O el fervor con que me sumergí en aquel “boom” latinoamericano. Mis últimas compulsiones han sido Julian Barnes, Michel Houellebecq y Jorge Ibargüengoitia. Y por supuesto, Ricardo Piglia. José López Romero.

sábado, 23 de febrero de 2013

ALIVIO


Hoy, para pasar esos cinco minutos matinales en el cuarto de baño, ha elegido George al viejo escritor inglés Ruskin. “George percibe un movimiento intestinal agradablemente acuciante y sube con vivacidad hacia el baño, libro en mano”, nos refiere el narrador de ‘Un hombre soltero’, novela de Christopher Isherwood, de la que en el 2009 hizo el director Tom Ford una versión cinematográfica con Colin Firth en el papel de George, el maduro profesor universitario. Pero antes de elegir a Ruskin como compañero de alivios y desahogos, el propio narrador nos aclara que “los libros no han hecho a George más noble, mejor ni más sabio. Es solo que le gusta escuchar sus voces, unas u otras, según su estado de ánimo. Se aprovecha de ellos de manera impía… para inducir al sueño, para ahuyentar de su mente las agujas del reloj, para aliviar la roedura de su espasmo pilórico, para superar con sus chismes la melancolía, para liberar los reflejos condicionados de su colon”. Pero también deja claro que “en público habla de ellos con el mayor respeto”, no en vano es profesor de Literatura y una cosa es su vida privada y otra, muy distinta, su imagen pública. Si, por un lado, dudo mucho, es más, estoy en total desacuerdo con que a George no le hayan hecho los libros que ha leído más noble, mejor y más sabio, incluso si ello no fuera su intención al leerlos, porque la lectura sin quererlo, sin premeditación ni alevosía nos hace sin duda mejores en todos los aspectos; por otro lado, ¿qué lector no ha utilizado algún libro como fiel  acompañante de los momentos más personales e intransferibles? Incluso creo recordar la publicación de una colección de libros con ese determinado fin; y hasta se podían comprar con estuche para varios ejemplares, o aquella otra literatura de “usar y tirar” que tantas coincidencias en todos los aspectos tiene con el papel higiénico. Por no hablar de la inveterada costumbre de la lectura del periódico, hoy más que nunca aconsejable por la descomposición de vientre que nos pueden producir las noticias. Lo que nos muestra George con sus hábitos lectores no es más que la multifuncionalidad de los libros y la variedad de éstos para elegir el más adecuado dependiendo de los momentos y hasta de los estados de ánimo. Libros para inducir al sueño, como se aconsejaba en la Edad Media a los nobles para que tuviesen cerca algún lector en aquellos ratos de insomnio, y en los refectorios de los monasterios como instrucción y lección moral, como se recoge en las Reglas de San Benito: lectura en voz alta y con la entonación que requiere el texto para llegar con más facilidad al oyente. No seré yo quien dé consejos de cómo ni dónde leer, porque cualquier momento y ocasión son buenos con tal de que la gente lea. Y da lo mismo que sea en la mesa, que en una biblioteca, que en el váter si con ello además de convertirnos en más nobles, mejores y más sabios, nos alivia y reconforta. José López Romero.

sábado, 16 de febrero de 2013

PAPEL


Uno de los temas favoritos de mi compañero Ramón es, sin duda, la relación libro electrónico – libro en papel, al que más de mil artículos ha dedicado. ¿Amor – odio? ¿Convivencia pacífica o guerra sin cuartel? Lo cierto es que el propio Abelardo Linares, uno de los grandes editores y libreros de Andalucía, si por un lado se lamentaba del escaso presente del libro electrónico; por otro, sí le auguraba un espléndido futuro (entrevista en el ‘Diario de Jerez, 17-11-2012). ¡Y lo decía todo un bibliófilo, editor y librero cuyo negocio se basa precisamente y en buena medida en las ventas del libro en papel! Esto quiere decir que las editoriales y las librerías tienen  (muchas ya han empezado) que modernizar el negocio, adaptarlo a los nuevos tiempos y, sobre todo, diversificar la oferta. ¿Qué editorial no ofrece ya versión en papel y digital de sus publicaciones, que el lector puede comprar según sus gustos? Y en esto aunque siga habiendo resistencia de los románticos del papel, el lector habitual claudicará ante el digital y combinará pacíficamente y en armonía ambos formatos. Pero hay otras posibilidades de atraer a los lectores al papel, sin despreciar las nuevas tecnologías, ofertas más sugestivas y para las que estoy seguro también hay su público, siempre y cuando se hagan ediciones asequibles a los bolsillos actuales, ya bastante castigados con la crisis. Habría que volver al prestigio de las primeras ediciones, con un número reducido de ejemplares a la venta; sin duda no es lo mismo una primera edición en papel que digital. ¿Ediciones facsímiles de manuscritos? ¿A quién no le gustaría tener en su casa sus textos preferidos de puño y letra de su autor con anotaciones correctoras o añadidos y tachaduras? Los libros ilustrados siempre han tenido su público, restringido por el alto coste de la edición, que bien se podría abaratar si se ajusta un poco más la relación calidad-precio a favor de un acercamiento a un mayor número de compradores. Está claro que las ventas del libro en papel irán disminuyendo, pero el prestigio de la letra impresa se puede mantener con otros atractivos. José López Romero. 

sábado, 2 de febrero de 2013

1766, 1958, 2013


… Pero démosles más exactitud a los tres años que componen el título de este artículo: marzo de 1766, 18 de diciembre de 1958 y enero de 2013. ¿Qué tienen en común estas tres fechas? Es el trabajo que algunas veces les ponemos a nuestros alumnos para que al tiempo que descifran un enigma literario, se familiaricen con el uso de las nuevas tecnologías. Pero aquí no se trata se poner al amable y generoso lector deberes, por lo que paso a desvelar el misterio. En marzo de 1766 tiene lugar en Madrid, aunque con derivaciones por diversas capitales del reino de España, el famoso “motín de Esquilache”. Y aunque la historiografía se ha ocupado de este suceso en múltiples ocasiones, aún no quedan del todo claros  los instigadores (jesuitas, rancia nobleza castellana) de las masas, cuyo levantamiento y revuelta provocaron la destitución de Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache y ministro del rey Carlos III. Lo último que desató la furia del pueblo madrileño fue el bando que obligaba al corte de la capa y del sombrero para que los criminales no pudiesen hacer sus fechorías amparados en la ocultación de su identidad. El 18 de diciembre de 1958 se representa por vez primera en el teatro Español de Madrid el drama de Antonio Buero Vallejo ‘Un soñador para un pueblo’, en el que el gran dramaturgo utilizaba el famoso motín y el acoso y derribo de Esquilache para mostrarnos una perspectiva menos histórica y más universal del alma o de la idiosincrasia del pueblo español: el rechazo de cualquier reforma, aunque éstas sean en su propio beneficio: el pavimentado de las calles, el alumbrado público, el alcantarillado, junto con el corte de las capas y sombreros, eran las reformas puestas en práctica por Esquilache, certificadas por el propio Carlos III, contra las que se amotina la masa ignorante, deslenguada, sinvergüenza y violenta, el populacho en su expresión más primitiva y soez. Es el calesero Bernardo en quien representa Buero Vallejo lo peor del pueblo español, los más bajos instintos, la masa amorfa que se deja manipular por unas cuantas monedas, en contraposición a esa otra parte del pueblo, representada por Fernandita, criada de Esquilache, que advierte en el ministro y sus reformas la única manera de convertir a España en un país moderno. Durante los últimos días del pasado mes de enero (2013), me han sorprendido unas imágenes vistas en tv.: grupos de jóvenes insultando a los jugadores y entrenadores del Sevilla y del Valencia, por no hablar del apedreamiento del autobús del Xerez C.D. Gente soez, deslenguada, ordinaria, violenta que solo encuentra distracción en insultar y agredir al prójimo. Es fácil echar las culpas a la sociedad y a la crisis, pero si estos jóvenes gastaran sus energías en buscar trabajo o en formarse, estudiar para conseguirlo, quizá alguno encontraría un medio con que ganarse la vida. Han pasado dos siglos y medio desde el motín, y medio siglo desde la representación del drama, pero mientras se apedreen bibliotecas y bomberos, en España por desgracia seguirá habiendo muchos Bernardos y pocas Fernanditas. José López Romero.

sábado, 26 de enero de 2013

TIERRA Y DESTINO


¿Qué lector no ha echado sus primeros dientes con la literatura de aventuras? ¿Por qué se recomienda, y a las declaraciones de grandes escritores me remito, tan vivamente los clásicos del género como lecturas apropiadas para cualquier edad, tiempo y espacio? Y si las aventuras se desarrollan en paisajes bélicos, ya no falta ningún ingrediente para que la novela sea cuando menos interesante y, sin duda, entretenida. Y éstas son las cualidades que atesora esta ‘Tierra y destino’, novela escrita a cuatro manos, lo que le añade un punto más de dificultad, a las que habría que sumar una bien hilvanada trama narrativa, logradas descripciones y unos personajes que representan lo que todo lector espera de este tipo de literatura. Sin que falten tampoco los tópicos y escenas consustanciales al género, que podrían haberse matizado. En ‘Tierra y destino’ son las guerras carlistas el fondo sobre el que se proyecta la trama narrativa; guerras que marcaron buena parte de nuestro siglo XIX. Y es la línea que divide Extremadura y La Mancha el marco geográfico donde se desarrollan los acontecimientos que terminan desembocando en el enfrentamiento del ejército carlista con las escasas fuerzas isabelinas. Soldadesca, ambiente militar al que se incorporan en la narración las partidas de facciosos y bandoleros, con sus jefes al frente, sobre todo Mariano Santos y la participación, como no podía ser menos en el bando carlista, de don Salvador, cura y tío de Santos. Pero en la novela son dos los personajes que se destacan, dos veteranos militares, el húsar Louis F. D’Armagnac, y el coronel británico Arthur de Flinter que, como aquellos duelistas de Conrad (un clásico del género de aventuras), comienzan su feroz enemistad, que no es más que cordial admiración, en la Guerra de la Independencia española, y que el destino los une de nuevo, veinticinco años más tarde, para combatir juntos. ‘Tierra y destino’, J. Berrocal y A. Castro Sánchez. Ed. Carisma, 2012. José López Romero.

sábado, 19 de enero de 2013

DIPLOMACIA


“Ahora un político manda más que un diplomático”, leo en una entrevista que le hacen a Inocencio Arias, uno de esos diplomáticos históricos del siempre elitista cuerpo de funcionarios al servicio del Estado, y cuya dilatada experiencia le hacen merecedor de toda nuestra credibilidad. Y de inmediato se me vino a la cabeza uno de los famosos chistes de Chiquito de la Calzada (perdone el lector la cita de autoridad), aquél del concejal de Cuenca. ¿Manda más un  concejal de Cuenca (con todos mis respetos) que el embajador de España en la O.N.U., por ejemplo, cargo que desempeñó I. Arias durante varios años? Seguramente sí, porque en sus respectivas parcelas de poder, el político es amo y señor, apenas debe rendir cuentas a nadie de los desmanes que perpetra (cada día nos desayunamos con nuevos casos de corrupción), mientras que el diplomático sí tiene que responder ante el ministro de asuntos exteriores de su trabajo. Pero no cabe duda de que muy lejos quedan ya aquellos tiempos en que los reyes nombraban a sus mejores hombres, los más cultos y valiosos para desempeñar las labores, refinadas y siempre intrigantes, de embajador ante las cortes extranjeras. Sin Andrea Navagero (es un tópico de la historiografía literaria) no se hubieran introducido en la lírica castellana las estrofas y los metros italianos, entre ellos el soneto y el endecasílabo, sin los cuales la historia de nuestra lírica sería muy distinta. La famosa conversación en Granada que mantuvo con el gran poeta barcelonés Juan Boscán se considera el inicio de aquella revolución en la poesía española, cuando había acudido Navagero en calidad de embajador de Venecia ante la corte de Carlos V cuando éste celebraba sus bodas en la ciudad andaluza con Isabel de Portugal. Y no menos brillante fue la labor que desempeñó don Diego Hurtado de Mendoza ante las cortes europeas (un excelente retrato de este noble nos lo ofrece Antonio Prieto en su novela titulada precisamente ‘El embajador’); hombre de confianza del emperador, exquisito poeta, ingenioso prosista (a él se le atribuye con consistencia la autoría del ‘Lazarillo’), se recorrió toda Europa al servicio de Carlos V, sin importarle para ello la intriga y todas las artes de que pudiera valerse para proteger los intereses de España. Sin duda, la diplomacia en aquellos tiempos era una de las más bellas artes. Pero desde hace ya unos siglos los cargos diplomáticos se utilizan para castigar o para premiar, pero no para servir. Al siniestro Fouché, como nos cuenta Stefan Zweig en su magnífica biografía, lo castigaron con la embajada francesa en Sajonia en el ocaso de su infame vida. Sin embargo, grandes escritores han simultaneado su carrera diplomática con la literatura, Carlos Fuentes es en este sentido un ejemplo tan actual como modélico. Pero ahora las plazas más apetitosas las ocupan antiguos ministros en pago por sus servicios ¿al país? ¡Por favor! La pregunta ofende. Al país no, al partido. José López Romero.