“La vida es un cuento que cuenta
un idiota, lleno de ruido y de furia, cuyo significado es nada”, escribió
Shakespeare en su enorme Macbeth. En busca de respuestas, de Felipe González; El compromiso del poder, de José María Aznar; Recuerdos, de Pedro Solbes, y El
dilema, de José Luis Rodríguez Zapatero. Estas son las novedades que los
editores se han empecinado en publicar, para hacernos las Navidades aún más
amargas y tristes de lo que ya son por culpa de los anteriormente nombrados. Si
leer autobiografías ya es un acto de infinita generosidad lectora para con el
protagonista, que siempre termina cayendo en la autocomplacencia, a un punto de
la hagiografía, leer a los políticos es ya masoquismo. En un ejercicio de
cinismo digno de estudio, lo que pretenden no es otra cosa que la justificación
de sus equivocaciones y, con ello, no el perdón (resabios aún de antigua
prepotencia), sino el reconocimiento y hasta el aplauso. “Me equivoqué pero que
conste que no fue mi intención”, dirán unos; y otros, más cínicos aún, como
Solbes, dirán “yo ya te avisé de que te equivocabas”. Uno, González, se creyó
más grande que la España que gobernaba; otro, Aznar, quiso para España un
lugar en el mundo que habíamos perdido hacía siglos, una España más grande de
lo que nos correspondía; y a Zapatero le vino grande España y no digamos la
crisis a la que no supo, ni pudo, ni quiso enfrentarse, y la convirtió en ese “dilema”
que ha escogido como título para su libro. Y Solbes es el paradigma moderno de
esos ministros tenebrosos que tienen en Fouché su ejemplo más acabado. Aún
recordamos su negación pública de la crisis, su relevo en el ministerio de
economía para gozar de sus últimos años de actividad en el dorado consejo de
administración de Enel; una hoja de servicios por la que en nada podemos
certificar su dedicación a los intereses generales de los españoles, sino solo
al suyo propio, como tantos otros. El mismo cinismo, la misma cobardía que en
otro tiempo demostraron malas personas como un tal Arzalluz y un tal Joseba
Egibar, afortunadamente perdidos en el olvido (donde deben estar los recuerdos
de Solbes), cuando arreciaban los atentados de ETA contra los políticos del
País Vasco. Pero alejemos a los fantasmas de las penalidades del pasado, y
vengan a nosotros “las” fantasmas de las angustias del presente. En el mercado
persa en que los editores se han empeñado en convertir los escaparates de las
librerías, al lado de los oscuros políticos brilla con luz propia Ambiciones y reflexiones de Belén
Esteban. Lo de “reflexiones” es otro ejercicio de cinismo que ya no somos
capaces de resistir. Mientras que en este país las colas para que la Esteban
firme un ejemplar de su libro se midan por cientos de metros, y hasta le
dediquen la portada de una revista dominical, no podemos por menos que
reconocer que los políticos es una parte más de todo lo malo y cutre que nos
merecemos. ¡Habrá libros que comprar y regalar estas Navidades, antes que los
de estos abusones de nuestra generosidad lectora y hasta ciudadana! José López
Romero.
Julio Cortázar
"Un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página" (Julio Cortázar)
"Mientras se puede dar no se puede morir" (Marceline Desbordes-Valmore)
domingo, 22 de diciembre de 2013
sábado, 30 de noviembre de 2013
ÉXITO
Hacía muchísimo tiempo que le
había perdido la pista a Françoise Sagan, hasta que en uno de esos paseos por
nuestra librería de guardia, me topé con “Un disgusto pasajero”. Y aunque nunca
nos debemos dejar llevar por los resúmenes o reseñas de las contraportadas
(mienten más que parpadean), el reencuentro con un texto de la autora de
aquella precoz “Bonjour, tristesse”, que tanto marcó nuestra juventud, me
devolvió el interés por su lectura. La historia en un principio prometía, pero
el desarrollo y, sobre todo, el más que esperado final hacen de esta novela una
más del montón. Sin embargo, mientras la leía, me interesé por lo que había
sido de la Sagan durante todo aquel tiempo en que la había olvidado. Drogas,
alcohol, un accidente de tráfico y, finalmente, una embolia pulmonar en 2004
acabaron con su vida. El caso de Françoise Sagan no
puede considerarse un hecho aislado, sino muy al contrario, más frecuente de lo
que podemos imaginar. Sagan publica su novela más emblemática, “Buenos días,
tristeza”, cuando solo contaba con 18 años, y el éxito fue tan impresionante
que su autora se vio superada en todos los sentidos por su propia obra. Demasiado
joven para poder aguantar el peso del éxito y, sobre todo, sus consecuencias.
La pregunta que se haría la precoz Françoise todos los días era obligada: ¿y
ahora qué puedo escribir yo que mejore o, al menos, iguale en interés y calidad
a mi primera novela? Porque seguramente todo lo que escribió después, y sobre
todo su segunda obra, le parecería desvaída, sin la altura que ahora todos
esperaban de ella. La misma impresión que sentí yo al leer “Un disgusto
pasajero” a través de la memoria lejana de aquella “… tristesse” que me sedujo
en mi adolescencia. El éxito de F. Sagan me recuerda las declaraciones del
también precoz Marc Márquez al poco de haber conseguido el Mundial de MotosGP,
en las que reconocía que quizá lo había ganado demasiado pronto. A veces es más
difícil saber ganar, que saber perder. José López Romero.
domingo, 24 de noviembre de 2013
LOS SENTIDOS
“El
perfume” (1985) es uno de los casos más ejemplares de cómo una novela termina
por engullir a su propio autor; al menos, desde que Patrick Süskind obtuvo un
aplastante éxito con aquella breve narración, no se le ha vuelto a ver con la
misma fuerza por los lugares más privilegiados de las librerías, es decir, por
sus escaparates. Supongo que tampoco le hará mucha falta, especialmente en lo
económico, porque a las ventas de la novela se añadieron años más tarde los
derechos por llevarla al cine, película que de vez en cuando suelen pasar por
algún canal de televisión. Y si algún mérito podemos destacar de “El perfume”,
además de que nos parece una buena novela, es el haber puesto de relieve la
importancia de los sentidos en nuestras vidas, en concreto uno al que no le
prestamos tanta atención como a la vista o al oído, el olfato. Pero el olfato
como arma de destrucción, no de placer, como tenemos por costumbre considerar o
queremos que sea todo conocimiento que nos entra por ellos, por muy engañosos
que aquellos sean. Quizá solo por “El perfume” se puedan entender novelas
posteriores como “Como agua para chocolate” de Laura Esquivel (1989) o
“Chocolat” de Joanne Harris (2000), versionadas también para el cine y
verdaderos placeres para los sentidos, sobre todo para aquellos a los que nos
gusta el chocolate. Sin embargo, últimamente me estoy dando cuenta de que cada
libro tiene su propio olor, olor que el escritor le imprime de acuerdo con el
contenido. No me estoy refiriendo a ese olor, o incluso tacto, que también nos
cautiva como lectores sin remedio: el olor a humedad de las páginas amarillentas
de un libro, o el del propio papel. Me refiero al olor a sudor que podemos
apreciar en la japonesa (madre de la japonesita), dueña del prostíbulo, y en
los borrachos cuando se celebra la fiesta por la victoria en las elecciones del
latifundista don Alejo en “El lugar sin límites” de José Donoso, o el olor
irrespirable a pólvora en el piso donde acribilla la policía a los criminales de
“Plata quemada” de Ricardo Piglia, o el olor a rancio en la comida y en la ropa
del pastor que acoge al muchacho huido en la magnífica “Intemperie” de Jesús
Carrasco. El profundo olor a vaquería que se desprende de las páginas de “Tess la
de los D’Urberville” de Thomas Hardy se mezcla en mi memoria de lector con el
penetrante olor a fluidos sexuales que se perciben nítidos en “Plataforma” de
Michel Houellebecq. Cuando leemos, quizá no seamos del todo conscientes de cómo
todos nuestros sentidos entran en acción atraídos por el libro: el oído a
través de una música; el tacto cuando se acaricia; la vista cuando se describen
objetos; el gusto con aquel chocolate que preparaba Vianne Rocher en “Chocolat”
(excelente interpretación de la siempre atractiva Juliette Binoche en la
película del mismo título). El siniestro Jean=Baptiste Grenouille tuvo el
acierto de hacernos ver en los libros algo más que la lectura, nos los abrió a
todos los sentidos. Ahora no cierro uno sin haberlo leído, acariciado y, sobre
todo, olido. José López Romero.
domingo, 17 de noviembre de 2013
CURIOSIDAD
"joven leyendo" de Alexander Deineka. |
Puede
resultar curioso o cuando menos llamativo que casi todas las imágenes o
pinturas que tienen como protagonista a un lector o lectora, estos siempre
aparecen solos, en muy variados espacios y ambientes, pero solos. Algunas de
estas imágenes han pasado y siguen ilustrando nuestro blog ‘laberinto 1873’ . Y ello, aunque curioso
por la aplastante coincidencia, no deja de tener su lógica: leer es un acto,
como ir al servicio (con el que tanta relación siempre ha tenido), personal e
intransferible. Ya habrá momento de compartir la lectura con amigos y conocidos,
pero el acto en sí del libro en comunión con el lector debe realizarse en la
más completa y entrañable soledad. Y, como lector que intenta respetar con
escrupulosidad estas condiciones, siempre me ha sorprendido el poder de
aislamiento que tienen muchos lectores de conseguir concentrarse en la lectura
en las condiciones más adversas. No hace mucho tiempo los transportes públicos,
sobre todo el metro, los autobuses, los trenes, etc., y no digamos la playa y
su bullicio eran los espacios en los que se veían más lectores por metro
cuadrado, y debo confesar que muchas veces me ha picado la curiosidad por saber
qué libro estaba leyendo la señorita que permanecía ausente de los ruidos y jaleos
propios de estaciones y viajeros en el tren de cercanías que nos llevaba a
Sevilla, o aquel señor amparado en la sombrilla de playa, feliz con su libro y ajeno
a sus hijos ocupados en trasegar arena con sus cubitos y sus palas, mientras su
mujer le lanzaba alguna que otra mirada asesina. Hay libros sin duda con tal
poder de abstracción que hacen que el lector se olvide de la realidad más
próxima que le rodea por muy bulliciosa que esta sea. Pero también los hay que
serenan el espíritu, la inquietud del momento y ejercen el efecto sedante que
otros buscan en las infusiones orientales. Más de un libro me ha calmado los
naturales pero infundados nervios ante la espera tensa de la consulta del
dentista. Hoy, por desgracia, el móvil y sus aplicaciones han desplazado al libro,
y por todos lados solo vemos personas, doblada la cerviz, moviendo dedos en
torno al maldito artilugio. Y por supuesto, no me pica la curiosidad por saber
qué escriben, no por intromisión en su intimidad, sino por no certificar hasta
qué punto es capaz un ser humano de perder el tiempo en idioteces. Pero con el
cambio de costumbres ¿a quién le pueden extrañar las últimas estadísticas de
lectura en nuestro país? La imagen veraniega no puede ser más ilustrativa:
mientras cinco jóvenes juegan con sus móviles y no se deciden qué helado
comprar, la chica de la heladería aprovecha el tiempo leyendo. Es ese modesto,
digno e ínfimo tanto por ciento de españoles que todavía tienen su pequeño hueco
en las bochornosas estadísticas. Me hubiera gustado preguntarle qué libro
estaba leyendo, solo por curiosidad, pero no quise interrumpir un acto tan
personal e intransferible. José López Romero.
sábado, 9 de noviembre de 2013
AMOR ININTERRUMPIDO
En ‘La
biblioteca de noche’, uno de esos libros que se leen para disfrutar y aprender
en igual proporción, Alberto Manguel nos cuenta la bellísima y admirable, por
lo inusitada, historia de Abraham Moritz
(Aby) Warburg que renunció a la primogenitura en el negocio familiar a favor de
su hermano, con la condición de que este le comprara todos los libros que él
quisiera a lo largo de su vida. El amor por los libros hace que se mezclen las
historias reales, como la de Aby Warburg, con la ficción, porque muchos son los
escritores que han sabido transmitir en sus obras su íntima relación con los
libros, un amor ininterrumpido. Así, una de las novelas más hermosas escritas
sobre este asunto es sin duda ‘84, Charing Cross Road’, en la que a través de
las cartas que se cruza la propia autora, Helene Hanff, con Frank Doel, el
encargado de la librería Marks &. CO., y tomando como motivo los pedidos de
libros de la primera, se va estableciendo una relación personal con todos los
empleados de la librería que llega a emocionarnos. No menos emotivos y
apasionados son los dos protagonistas, Roger Mifflin y Helen McGill, de ‘La
librería ambulante’, novela de Christopher Morley, escrita a principios del
siglo XX y hace poco editada por Pirámide. La pasión con que Mifflin sabe
vender sus libros es uno de los aspectos que seduce a Helen de la misma manera
que seduce al lector. Sin embargo, se me vienen a la memoria dos ejemplos de
mezquindad y sordidez, consecuencia de personajes innobles, a través de los
cuales sus autores intentan transmitirnos la otra cara, la oscura, de la
naturaleza humana que nada tiene que ver con los ejemplos anteriores. Me
refiero a la famosa librería o ‘cueva de Zaratustra’ de ‘Luces de bohemia’,
antro en que es engañado el pobre Max Estrella con la connivencia de su perro
Latino de Hispalis; y el segundo, la asquerosa librería de don Gaetano y doña
María que nos describe Roberto Arlt en ‘El juguete rabioso’ y donde entra a
trabajar el protagonista Silvio Astier. El amor por los libros se convierte así
en una forma, quizá de las más claras, de definir la nobleza o indignidad de un
personaje, y también de una persona. José López Romero.
viernes, 1 de noviembre de 2013
MAX BROD
En ‘Nombre falso’, que le da también título al volumen
de relatos de Ricardo Piglia publicado en Anagrama, a Emilio Renzi (narrador y
alter ego del propio Piglia), se le encomienda la recopilación y edición de los
inéditos de Roberto Arlt, el célebre escritor argentino, autor de ‘El juguete
rabioso’. En sus indagaciones de los textos de Arlt, Renzi se obsesiona por
encontrar un relato titulado ‘Luba’, y todas sus pesquisas desembocan en un tal
Kostia, que fuera amigo de Arlt en sus últimos años. Y cuando Renzi logra
entrevistarse con Kostia, este para justificar el destino final de ‘Luba’ hace
referencia a la no menos célebre orden o petición que le hace Kafka a su amigo
Max Brod antes de la muerte del autor de ‘La metamorfosis’: quemar todos sus
escritos. La anécdota o terrible decisión no es nueva en la historia de la
literatura y más de un caso tenemos en la tradición de esos escritores que en
el menosprecio de sus obras deciden darlas al fuego (¿cuántos versos y obras se
han perdido por la incuria de sus propios autores?). Pero la historia de Kafka
y Brod, quizá por más conocida, se ha convertido en una especie de tópico que
el escritor actual utiliza a discreción, a modo de material de uso común o
universal, como aquellas facecias renacentistas que tan donosamente insertaban
los escritores en sus narraciones (‘El Lazarillo’). Si hace unos días la leía
en ‘Nombre falso’, el verano pasado me la encontraba en ‘Lecciones de los
maestros’ de George Steiner. Dos escritores y dos libros diferentes para dos
visiones distintas del mismo hecho. Kostia, el personaje de Piglia, plantea la
terrible disyuntiva de Brod: “Está obligado a elegir: ¿traicionar a su amigo o
traicionar a la literatura?... Sin embargo no es aventurado pensar que la gran
duda, la gran tentación de Max Brod no fue publicar los textos o quemarlos. En
el juego de esta doble obediencia puedo pensar que la respuesta del enigma
estaba en la orden misma: si Kafka hubiera deseado realmente destruir sus
manuscritos, él mismo los habría quemado. Tampoco es aventurado pensar que otra
duda asedió en algún momento a Max Brod. La duda fue (debió ser) esta:
"Nadie -salvo yo, salvo Kafka que ha muerto- conoce la existencia de estos
escritos. Entonces: ¿Publicarlos con el nombre de Kafka o firmarlos y hacerlos
aparecer como míos? Estos textos ya no son de nadie: no son de su autor que no
los quiso”. Una visión pícara que contrasta con la narración cruel de Steiner:
“Brod llorando una noche lluviosa, en la calle de los alquimistas y los
orfebres, detrás del castillo de Praga. Se encuentra con un conocido librero: -
¿Por qué llora, Max? – Acabo de enterarme de la muerte de Franz Kafka. -¡Oh! Lo
siento. Sé cuánto apreciaba usted a ese joven. – No lo entiende. Me mandó
quemar sus manuscritos. –Entonces el honor le obliga a hacerlo. – No lo
entiende. Franz era uno de los más grandes escritores en lengua alemana. Un
momento de silencio. – Max, tengo la solución. ¿Por qué no quema usted sus
propios libros en lugar de los de él?”. José López Romero.
sábado, 26 de octubre de 2013
BLOGS
A veces darse
una vuelta por Internet para leer las críticas que sobre un determinado libro
han colgado sus lectores, es un ejercicio muy instructivo. Confieso que yo lo
he hecho tanto con libros que iba a leer, como con algunos ya leídos para
comprobar si mis impresiones de lector coincidía con otros a veces de distintos
países incluso. El otro día, sin ir más lejos, lo hice con uno que iba a
empezar a leer ‘El intocable’ de John Banville. Lo había comprado hacía ya un
tiempo, pero hace unos meses leí ‘Antigua luz’, y ahora consideraba el momento
de volver sobre este autor con otra de sus narraciones más representativas.
Tengo también pendiente alguna novela negra que publica bajo el seudónimo de
Benjamín Black. Pues bien, puse en Google el título y de inmediato me saltaron
un sinnúmero de entradas, entre ellas, la de un blog que rezaba lo siguiente: “He
acabado el libro y no he dejado ninguna marca. Ni una línea subrayada, ninguna
esquina doblada. Me parece que es un libro que no pasará a la historia de mi
biblioteca en un sitio preeminente. ¡Benigno! (nombre del bloguero que se
dirige a sí mismo) ¿No te ha gustado? No, no es eso. Es que no me ha calado
suficientemente hondo, me ha entretenido pero nada más”. El comentario de
Benigno hace preguntarme ¿con qué
intenciones nos acercamos a los libros? ¿Qué esperamos encontrar en ellos y qué
queremos que ellos nos den? Está claro que nos acercamos a los libros con
distintos objetivos; de unos, solo queremos que nos entretengan (‘El intocable’
al menos lo consiguió con Benigno); a otros los leemos por el autor, del que ya
hemos leído algo que nos ha gustado o le vamos a dar otra oportunidad. Pero esperar
de todos los libros que nos conmuevan, que nos cambie la vida, que nos cale en
lo más profundo es esperar demasiado de la literatura. “Seguro que terminas
hablando de las mujeres” –me dice mi señora, sabedora de que estoy escribiendo
el artículo. Pues la verdad es que no se me había ocurrido la comparación. José
López Romero.
sábado, 5 de octubre de 2013
LOS MUERTOS
La casualidad lectora (que también la hay, como tantas
en la vida) me puso en las manos al mismo tiempo dos libros que trataban de
muertos o, mejor dicho, de asesinatos. Y para más casualidad, los dos con
ciertos tintes políticos, aunque en proporción distinta. El primero es la
novela de Jack London ‘Asesinatos, S.L.’, y el segundo, la obra de teatro ‘Las
manos sucias’ del gran Jean Paul Sartre. En ambos se trata el tema del
asesinato en beneficio de la humanidad o de una ideología o causa nacional.
Motivos que hacen plantearnos de inmediato si se puede matar por una causa que
entendemos y confirmamos como justa o beneficiosa. Los miembros de la agencia
‘Asesinatos, S.L.’ con su jefe Dragomiloff a la cabeza no tienen la menor duda
de ello; es más, consideran que quitar de en medio a un individuo que ha dado
muestras más que sobradas de su nocividad es éticamente un deber que ellos
encantados asumen cuando se les hace el encargo, bajo previo pago y estudio
concienzudo de que la víctima ha hecho méritos más que suficientes para que ya
no moleste más y librarnos de su nefasta presencia. Así, cuando en un momento
de la novela Dragomiloff debe justificar el éxito de sus “encargos” pone como
ejemplo el caso de los sindicalistas James y Hardman, que recibían dinero de
los patronos de la Asociación de Propietarios de Minas para traicionar a sus
representados (sin duda Jack London fue un adelantado a su tiempo). No de otra
forma piensa Hugo Barine, el protagonista de ‘Las manos sucias’, cuando acepta
el encargo de matar a Hoederer, líder del partido comunista de Ilyria, país
ficticio de Europa, durante la II Guerra Mundial, por el bien del futuro de la
nación. Hugo mata a Hoederer, a pesar de que este intenta convencer al muchacho
de que en la alta política los ideales no cuentan, de que deben dejarse a un
lado para dejar paso al poder, único fin de todo partido y que solo puede
conseguirse con las manos sucias. Solo cuando sale de la cárcel, después de
tres años, se da cuenta de que el traidor al que mató es ahora un héroe cuya
memoria es venerada por los mismos que ordenaron su ejecución. En su
testamento, Dragomiloff deja las siguientes palabras: “de todos los crímenes
que es posible atribuirnos, puedo decir que no ha habido una sola víctima cuya
muerte no haya beneficiado a la humanidad. Y dudo que pueda decirse otro tanto
de aquellos cuyas estatuas se alzarán en nuestras plazas una vez que se haya
librado la próxima guerra “decisiva”. Cuando esto escribió Jack London, aún
quedaban las dos grandes guerras mundiales que asolaron la humanidad a lo largo
del siglo XX, más las guerras que se libraron y se siguen librando en distintos
lugares del mundo, y en esto España no fue lamentablemente una excepción, sino
todo lo contrario. Y Hugo sabe que Hoederer “tendrá su estatua, al fin de la
guerra, tendrá calles en todas nuestras ciudades y su nombre en los libros de
historia. Me gusta por él. Su asesino, ¿quién era? ¿un tipo a sueldo de
Alemania?”. José López Romero.
jueves, 18 de julio de 2013
"ASTA REGIA:EL SECRETO DE UN ARQUEÓLOGO"
Pues sí, también nosotros hemos sucumbido
a la tentación y nos hemos lanzado al campo de la ficción. Bueno, no es que la
vena literaria nos haya tocado de repente. En realidad, tanto a Ramón como a mí,
desde siempre las inclinaciones literarias han ido paralelas a las lectoras, y
tanto él como yo tenemos nuestras pequeñas historias (me refiero a la
extensión) publicadas años atrás en periódicos y revistas. Pero desde que
colaboramos en este y otros medios de comunicación y hemos dado a la imprenta
algunos trabajos de investigación, teníamos clavada una pequeña espina que no
era otra que el miedo a presentar ante nuestros lectores esa novela, sobre la
que tantas veces habíamos hablado, que debería girar en torno a ese
campo de ruinas y abandono que hoy es Asta Regia. Tras dos años de trabajo
tuvimos el primer borrador y ahora sacamos una definitiva versión en papel,
sacándonos definitivamente esa espina de miedo que antes mencionaba. ¿Sobre la
historia que recoge la novela? A ambos nos atraía el misterio que parece
ocultar las Mesas de Asta, las dificultades del primer arqueólogo que se
atrevió a hurgar en aquel paisaje donde se alzaba Asta Regía, y del periodo
difícil que vivía el país cuando Manuel Esteve
en solitario recorría unos parajes que parecían gritarle que no los abandonara.
"Asta Regia. El secreto de un
arqueólogo", no es sin embargo una visión histórica de aquella epopeya de
Manuel Esteve, aunque sí está presente la misma de manera muy viva. Pero además
la ficción nos ha permitido escudriñar el año 1942, aquel en el que el
arqueólogo Esteve comenzaba su campaña de excavaciones en Asta Regia, y
presentar al lector con más libertad una historia donde aparecen temas como la invasión por los aliados del N. de
África en plena Segunda Guerra Mundial - lo que acrecienta la esperanza del
movimiento guerrillero en España, sobre todo en el Sur, que miraba esperanzado
la posibilidad de que se invadiera también España para derrocar al régimen
franquista-. Las luchas entre la Guardia Civil y la guerrilla en fecha tan
temprana como ese año, es algo muy poco conocido, y Jerez al parecer fue una
población testigo principal de esta lucha soterrada. De alguna manera el
arqueólogo Esteve se verá envuelto en una compleja red de intrigas que pone en
peligro las excavaciones en Asta y su lucha para desentrañar lo que el paso de
los siglos ha ocultado, pero también para no verse engullido por las
intrigas políticas que en esos años lo dominaban todo, hasta el punto de poner
en peligro su vida.
Esperamos que la lean y nos hagan llegar
su opinión.
(Asta Regia: El secreto de un
arqueólogo. J. López Romero/ R. Clavijo Provencio. E.Praxis. 2013)
DE VENTA EN LA LIBRERÍA "LA LUNA NUEVA"
sábado, 22 de junio de 2013
EL ESCRIBIENTE
A trompicones
logró terminar el bachillerato. Cuatro años para los tres del BUP y dos para
aquel COU del que se le habían atragantado las Matemáticas y la Filosofía. Al
muchacho no le faltaba capacidad, lo malo es que era vago y poco constante en
el escaso esfuerzo que hacía por superarse y superar las materias. Perdió un
último año en primero de Empresariales, y cuando se dio cuenta de que los
estudios no eran para él se fue a la mili y, ya con sus 23 años cumplidos,
alcanzó un puesto, tan gris como él, en una caja de ahorros, cuando estas
entidades eran familiares y locales, no los monstruos deficitarios en que se
han convertido. Y después de trampear por distintas sucursales en trabajos de
administración y escasa responsabilidad, logró lo que durante tanto tiempo
había soñado porque se identificaba con sus máximas aspiraciones en la vida: un
despachito al fondo de la oficina, lejos de las miradas de clientes y las
impertinentes del jefe, que pudieran interrumpir o perturbar la actividad a la
que se dedicó con toda la voluntad que le faltaba para el trabajo: la lectura. Leía
con la devoción del cartujo, con el rigor del especialista y con tal voracidad
que en varias ocasiones le dieron el premio al mejor lector de la biblioteca
pública, a cuyo servicio de préstamos acudía casi a diario, en el tiempo del
desayuno para no levantar más sospechas. No había género que se le resistiese,
ni escritor o escritora que no quisiera leer, ni época a la que le hiciera
ascos. Como tampoco se lo hacía a los créditos blandos, a bajo interés, que la
caja ponía a disposición de sus “trabajadores”, con los que consiguió comprarse
su apartamento en la playa, al que se retiraba en las vacaciones para seguir
leyendo. A los treinta y pocos cayó en sus manos “Bartleby, el escribiente”, la
célebre novela de Herman Melville y tomó a su protagonista como ejemplo de vida
profesional. Y cuando se le acercaba el jefe para encargarle algún trabajo, lo
miraba con los ojos encendidos por las últimas páginas que acababa de leer, y
le espetaba el “preferiría no hacerlo” que había aprendido de su modelo. Hace
unas semanas, al cumplir justo una década antes de llegar al climatérico lustro
de su vida (leía a Góngora con avidez),
había aceptado y firmado su jubilación anticipada. Con 53 años no otra ilusión
lo alentaba que seguir siendo por toda la larga vida que tenía por delante un
lector empedernido, libre y ajeno ya a la mirada inquisidora y molesta del jefe
de turno. Lo que en definitiva había aspirado a ser y había logrado. Y a los
pobres que nos queda por delante otro largo tirón de nuestra ya más que
dilatada vida profesional para intentar cobrar una más que improbable pensión,
no solo tenemos que pagarle a este lector su dorada prejubilación, sino también
el agujero financiero que nos han dejado a todos los españoles las dichosas
cajas de ahorros. Yo para esto me acojo al lema de Bartleby que tan buenos
resultados laborales le dio a nuestro protagonista: “preferiría no hacerlo”.
José López Romero.
sábado, 15 de junio de 2013
NECIOS
“Father. Lee esto pero trátalo con cariño, generosidad
y benevolencia”. Tantos paños calientes antes de que ni por asomo se viese el
grano me puso de inmediato a la defensiva… Y más viniendo de quien venía. Me
puso mi hija por delante unos folios garabateados, en los que advertí a vista
apresurada variadas y numerosas faltas de ortografía, algunas cometidas por
influencia de ese lenguaje SMS (del que ya se han hecho tesis y hasta
diccionarios), virus cuyos efectos deletéreos se extienden no solo entre la
juventud, sino en muchos que en su día hicieron una carrera supuestamente
universitaria. De las tildes, ni hablamos. “¡Te has fijado –le dije a mi hija-
en la cantidad de faltas y que el autor o autora de “esto” debe ser fanático de
una secta que le prohíbe acentuar!”. “Tú siempre tan negativo, father. Con esta
actitud, ¿cómo se pueden descubrir nuevos talentos?”. Y de pronto se me
vinieron a la memoria las sonadas y más célebres meteduras de pata de las que
ninguna editorial puede considerarse indemne: el rechazo de manuscritos que
después han resultado obras ya consideradas clásicas en la historia de la literatura
y, por el contrario, la publicación de libros que resultaron un rotundo
fracaso, a pesar del dinero invertido en su promoción (aunque en este caso más
habría que echarle la culpa a la torpeza de la agencia publicitaria que al
bodrio del texto, porque la gente se traga lo que le echen en forma de
anuncio). Un caso que me trae recuerdos especiales (otro encuentro casual y
causal con un libro) es el de ‘La conjura de los necios’ de John Kennedy Toole,
quien murió sin ver su libro publicado, rechazado por las grandes editoriales,
y que fue premio Pulitzer el mismo año en que su madre consiguió que lo
publicara una pequeña editorial de Louisiana. ¿Los folios de mi hija? Ni ella
quiso decirme su autor ni yo puse mucho interés en saberlo. En todo caso, que
la vida me sorprenda, aunque tengo pocas esperanzas de ello, casi ninguna. José
López Romero.
domingo, 2 de junio de 2013
IMAGINACIÓN
Poco hace que en esta misma página sugería las
ediciones ilustradas como un reclamo para hacer más atractiva la compra de
libros, incluso para las numerosas colecciones de bolsillo, que mejorarían
ostensiblemente. Un arte, el de la ilustración, poco extendido o que tiene en
los libros infantiles el centro de su atención. El otro día comentaba con mi
amigo Raúl, con quien comparto mis lecturas de Ibargüengoitia (él fue quien me
lo recomendó), que en el libro ‘Revolución en el jardín’, recopilación de
artículos, crónicas y textos varios del gran novelista mexicano, que ha
publicado la editorial Reino de Redonda (propiedad, tengo entendido, de Javier
Marías) con prólogo de Juan Villoro, se echaban en falta ilustraciones que
hicieran al volumen más “redondo”. “Precisamente –me respondió Raúl- su mujer,
Joy Laville, es pintora. Podría haber ilustrado el libro”. Ocasión perdida.
Pero a veces una ilustración deja de ser un adorno, para convertirse en un
elemento imprescindible para un libro e incluso para su lector. En el ejercicio
de recreación imaginativa que todos hacemos cuando leemos, ciertos detalles se
escapan o requieren de un esfuerzo de la imaginación que algunos no somos
capaces de hacer. Me acuerdo ahora de mi total incapacidad por imaginarme cómo
era el fusil o escopeta que Chacal, en la famosa novela de Frederick Forsyth
del mismo título, diseña para pasar todos los controles policiales embutida en
una muleta y así atentar contra De Gaulle. Y de la misma manera, por muy
detallada que es la descripción con la que Umberto Eco inicia su ‘El nombre de
la rosa’ de la célebre abadía y de la torre-biblioteca, solo pude, como el
fusil de Chacal, tomar exacta medida de ellas al ver las películas que sobre
estas dos novelas se han hecho. De los ejemplos que me van viniendo a la
memoria, otro me resulta especialmente molesto, no por el ejemplo en sí sino
porque todo lo que no puede imaginarse molesta al lector, me refiero al aspecto
que podían tener las extrañas criaturas que asaltan todas las noches al
protagonista de la novela ‘La piel fría’ de Albert Sánchez Piñol, problema o
dificultad que podría haberse solucionado con una simple ilustración. La
portada de ciertas ediciones ofrece con éxito relativo alguna solución al
respecto. Y de mis últimas lecturas, he sentido la necesidad de ese apoyo
plástico para poder imaginarme con la exactitud y la maestría con que los
retrata su autora el ambiente del Londres años después de la Primera Guerra
Mundial, la casa de la protagonista, el aspecto de algunos personajes de la
novela ‘La señora Dalloway’, de Virginia Woolf. Y como tantas veces, ha sido el
cine el que ha venido en mi ayuda y ha cubierto con creces esa falta de
imaginación, a veces alarmante, que sufro con algunos libros. Pero no siempre
el cine te saca del atolladero imaginativo y el problema perdura en la memoria
cada vez que recuerda la lectura de aquella novela. Además, no cabe duda de que
una ilustración alivia y le da un respiro al lector que, entre tanto texto,
bien lo merece. José López Romero.
sábado, 18 de mayo de 2013
FÚTBOL ES FÚTBOL
A pesar de mi afición al
fútbol, sin llegar al fanatismo, virus que nos inoculó mi padre desde muy
pequeños a mi hermano y a mí, no me ha dado nunca, aunque solo fuera por
curiosidad, comprobar si hay mucha o poca bibliografía sobre el deporte rey por
excelencia. Sin acudir a Internet, fiado solo de mi memoria, algunos cuentos de
Eduardo Galeano, uno que leí tiempo hace, magnífico, de Jorge Valdano, pero
sobre todo mucha literatura laudatoria en torno a futbolistas, clubes o
equipos. Supongo que no habrá héroe o equipo, por muy locales que sean, que no
tengan su panegírico o varios de ellos, por muy precoz que la figura sea.
Pongamos por ejemplo el de Leonel Messi, del que, a pesar de sus 25 años, ya
tendrá una bibliografía a sus espaldas considerable. Bibliografía con la que de
seguro contarán clubes como el Real Madrid, Barcelona o, por seguir con
futbolistas de época, Di Stéfano, Cruyff, Maradona o Zidane. Panegíricos y
hasta hagiografías pero poca literatura ensayística, trabajos de investigación
o análisis sobre los resortes y mecanismos que mueven los partidos de fútbol,
esto es, las tácticas, los movimientos de las líneas, las estrategias, los
cambios, etc. Todo lo que hace que el fútbol pase de ser un juego a querer
convertirse en un deporte cuyo resultado dependa de la mejor preparación de un
equipo sobre el otro. Y para ello, los grandes entrenadores no descuidan ni el
más mínimo detalle. ¿Cuánto daría un editor por los cuadernos de Mourinho o por
los estudios que sobre los rivales hace Guardiola? Pero lo más sorprendente de
todo es que los glosadores de las gestas balompédicas sean periodistas, y a
ninguno de ellos (en lo que alcanza mi memoria) le haya dado por escribir un
libro de análisis de tácticas. O quizá no sea tan sorprendente cuando el
periodismo deportivo es, al menos en este país, una de las profesiones más
ventajistas que puede uno echarse a la cara: elogian al vencedor de la misma
manera que critican, e incluso destrozan al vencido. Su eslogan preferido: “eso
ya lo sabía yo”. José López Romero.
sábado, 4 de mayo de 2013
LENGUA Y NACIÓN
La torre de Babel de Brueghel el viejo |
No sé si, como le sugiere el gran Goethe a Friedrich Wilhelm von Humboldt, insigne
lingüista, los idiomas reflejan el carácter de una nación (Alberto Manguel dixit en ‘Diario de lecturas’), o estos
son el producto o resultado de una serie de convenciones sociales que cambian
según los tiempos y sus usuarios. Al respecto, lo último que he leído y que
desde aquí recomiendo sin reservas es ‘El prisma del lenguaje’, libro que ya
reseñé en semanas anteriores, escrito por el lingüista judío Guy Deutscher quien
cita precisamente a Humboldt y el estudio que éste hizo de las lenguas amerindias,
para lo cual tomó como fuente los manuscritos que se conservaban en la
biblioteca del Vaticano y que habían
traído los misioneros jesuitas; manuscritos que puso en sus manos Lorenzo
Hervás, bibliotecario del papa Pío VII, cuando a Humboldt, en calidad de
diplomático, lo nombraron enviado prusiano ante el Vaticano. Entre las
conclusiones de este estudio señala Deustcher que “La diferencia entre las
lenguas no solo está en los sonidos y en los signos, sino también en la visión
del mundo… Dado que la lengua es el órgano que forma el pensamiento, tiene que
haber una relación íntima entre las leyes de la gramática y las leyes del
pensamiento. Pensar depende no solo de la lengua en general, sino también hasta
cierto punto de la lengua de cada individuo”. ¿Identidad o carácter nacional,
pensamiento, individuo… o solo instrumento, medio de comunicación, convención
social? No soy quien ni estoy en condiciones tampoco de responder a tal
pregunta, porque antes de pensar siquiera en una contestación, habría que
preguntarse qué entendemos por carácter o identidad nacional. Y para eso
tenemos un referente muy cercano en tiempo y espacio: Nicolás Sarkozy promovió
en 2009 un gran debate nacional sobre el “orgullo de ser francés”, encuesta que
arrojó resultados tan significativos como que el 74% de los franceses se
sentían orgullosos de su nacionalidad y un 76% creía que existe una identidad
nacional. Además, abogaban por enseñar y cantar “La Marsellesa” en los colegios
y exigir a los inmigrantes un buen nivel de la lengua francesa. El propio
presidente prometió la creación de un ministerio de inmigración e identidad
nacional. Un debate que tuvo, al margen de los consustanciales intereses
políticos, al menos el mérito de hacer reflexionar a los ciudadanos sobre su nación,
sus propias señas de identidad y el modelo de país que querían para el futuro. ¡Y
se hizo en un país con uno de los índices más elevados de inmigración de
Europa! Este mismo debate, reconozcámoslo, es de todo punto imposible abrirlo
en España. Y no es precisamente porque a nuestro himno nacional le falte la
letra para cantarlo en las escuelas, sino porque muchos ciudadanos, cada vez
menos por desgracia, no pensamos de la misma manera que otros ni, por tanto y
según Humboldt, hablamos el mismo idioma que hablan ellos, aunque a los dos se
les denomine español o castellano. José López Romero.
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el 3 de mayo de 2013.,
Publicado en el Diario de Jerez
sábado, 27 de abril de 2013
EL HUEVO
Me viene a la memoria ahora una anécdota que escuché
hace mucho tiempo en la radio. Un señor, no recuerdo ya su identidad, contaba
que en cierta ocasión había ido al estreno de un drama que había despertado una
enorme expectación. Se levanta el telón –contaba aquel señor-, se hace un
sepulcral silencio entre los espectadores, que solo pueden ver al fondo del
escenario un triste jergón y en él echado un mendigo que muy lentamente se
levanta y se acerca al proscenio para decir con voz solemne y estremecedora:
“Me he pasado toda la noche con un solo huevo duro”. Contaba aquel señor que
después de unos segundos en los que todo el público quedó atónito, empezaron
las primeras risas y después más, se dejaron oír gritos como “¿y el otro?”,
hasta que la carcajada fue general, el drama se convirtió en parodia y tuvieron
que suspender la representación. No fue aquella ni la primera ni la última vez
en que una tragedia pasa a comedia sin que autores ni espectadores logren
evitarlo ni quererlo, es decir, sin premeditación ni alevosía. Clásica es ya la
explicación para el fracaso de la tragedia renacentista española: el tremendismo de los personajes, que cargados
por sus autores de un exceso de dramatismo caían en lo increíble y la
fantochada. Pero también existe lo que Arniches dio en llamar la “tragicomedia
grotesca” o “astracanada lúgubre”. Ejemplo de ello es ‘Que viene mi marido’, que podemos poner en
relación con el cuento de Wencelao Fernández Flórez titulado ‘El hombre que se
quiso matar’, llevado al cine en dos ocasiones por dos grandes de nuestra
escena: Antonio Casal y Tony Leblanc; historias de hombres que se comprometen a
morirse, aunque lo intentan con poca convicción y menos decisión, hay que
reconocerlo. La comedia, de individuos
como Maduro y su pajarito, y de otros más cercanos, se convierte en
tragicomedia grotesca cuando toda una masa, buena parte de todo un país se lo
cree. El esperpento. José López Romero.
sábado, 20 de abril de 2013
LOS OTROS
“Cuando decimos que deseamos un mundo mejor y más
feliz, casi siempre queremos decir un mundo mejor y más feliz para nosotros
mismos. De algún modo la culpa de nuestros males la tiene siempre el vecino, o
el extranjero, o uno de los nuestros que nos traicionó, o el enemigo que acecha
fuera de las murallas, es decir, los bárbaros que amenazan con llegar eternamente”,
acabo de releer en ‘La ciudad de las palabras’, de nuestro admirado Alberto
Manguel, libro que ya reseñamos aquí hace unas semanas. Un libro inteligente de
un inteligente escritor que, siempre en el papel de lector atento y avisado,
sabe extraer de sus lecturas observaciones que le permiten hacer un análisis
más profundo de la realidad o de la literatura, que comparte con sus lectores y
del que siempre aprendemos. El pasaje que hemos transcrito procede del último
capítulo titulado ‘la pantalla de Hal’, alusión al superordenador HAL 9000 que
controla la nave espacial de la película
‘2001, una odisea del espacio’. El tópico del otro, del bárbaro al que le
echamos la culpa de todo lo negativo que nos pasa ya tiene sus buenas
manifestaciones literarias en novelas como ‘Esperando a los bárbaros’ de
Coetzee (reseñada en esta misma página por mi compañero Ramón) o, menos famosa
pero no menos interesante, ‘El desierto de los tártaros’ de Dino Buzzati, obra
que tiene versión cinematográfica, como célebre es la película titulada ‘Los
otros’ de Amenábar. Por no hablar de la figura del anticristo, permanente
amenaza del cristianismo que ya vimos en un artículo anterior a propósito de la
publicación de la obra de Hipólito (ed. de Francisco Antonio García Romero). Y
no es solo la constante presencia amenazadora de lo desconocido en lo que
ciframos el origen de todos nuestros males, sino lo que esto supone de dejación
de nuestra propia responsabilidad en lo que nos ocurre. Dicho de otro modo:
ponga usted un bárbaro, un ‘otro’ en su vida al que culpar de su desgracia. Y
en esto todos tenemos nuestros bárbaros de cabecera. En estos tiempos tan
confusos es la crisis en general el otro por excelencia, a ella se le achacan
todos nuestros males y en ella se amparan los que no tienen otros argumentos
más inteligentes para sacarnos de ella. La oposición ve en el gobierno al
‘otro’, y viceversa, pero ninguno de los dos se unen para hacer que este mundo
sea mejor y más feliz para todos. Y así en todos los órdenes de la vida. Sin
embargo, no miremos al vecino, ni al extranjero ni miremos por encima de
nuestras murallas para ver si vienen los bárbaros, porque nadie nos va a
convencer de que no están ahí fuera, el otro está en buena parte en nosotros
mismos; en lo que hemos hecho y hacemos todos los días por conservar lo que hemos
conseguido o tenemos, o nos han dado graciosamente, es decir, por enchufe, e
incluso por mejorar y hacer más feliz nuestro mundo. Es fácil apostarse delante
de su casa, empapelar su fachada con nuestras protestas e insultar al bárbaro
sobre el que hemos hecho recaer todo el peso de la culpa de nuestros males. ¿La
responsabilidad es de los-otros o de nos-otros?. José López Romero.
sábado, 13 de abril de 2013
VIEJOS ASUNTOS
“Censura las costumbres docentes españolas de la
época, intenta analizar las razones del fracaso escolar, detesta los métodos
memorísticos, lamenta la masificación escolar… insiste en la necesidad de
enseñar al niño por medio de cosas visibles que tiene a su alrededor, critica
con dureza la Universidad insistiendo en las deficiencias de los maestros,
aunque no olvida la despreocupación de los estudiantes…” ¿Les suena? Pues si
les digo de dónde proceden estas inquietudes y preocupaciones que sobre la
enseñanza en España he transcrito, seguramente no se lo creerán: pertenecen al
fraile benedictino Martín Sarmiento, en el siglo Pedro José García Balboa,
quien escribió el tratado ‘La educación de la juventud’ allá por el año
¡¡1768!!, tratado que consideraba Azorín una de las más geniales obras de
nuestra literatura. Han pasado casi doscientos cincuenta años y, más grave aún,
casi otros tantos sistemas educativos, y lo que preocupaba al bueno de fray
Martín Sarmiento son los mismos temas o problemas que arrastra la enseñanza en
nuestro país en la actualidad, sin que la sociedad en su conjunto ni las
autoridades de todo tipo, pelaje o condición se hayan puesto en ningún momento
manos a la obra para solucionarlos o, al menos, intentarlo; lo que provoca un
cierto hastío en los profesionales, algunos de ellos (hay que reconocerlo) poco
dispuestos a adaptarse a las nuevas circunstancias, pero todos decepcionados
con la falta de colaboración y compromiso que muchas familias muestran en la
labor y la responsabilidad que les atañe en el desarrollo educativos de sus
hijos. Que la primaria y la secundaria necesitan cambios y ajustes en muchas
aspectos es incuestionable, pero no en menor medida lo necesita una
Universidad, que quiere mantener con los impuestos de todos los privilegios de
antaño, cuando sobran profesores, grados y campus por todas las provincias de
España. Y si no, pregunten por ahí a cuánto nos sale una clase de griego o de
árabe, por poner un ejemplo, en cualquiera de las numerosas facultades de
Filología repartidas por toda la geografía del país. José López Romero.
sábado, 6 de abril de 2013
CINE Y LIBROS
Me confieso aficionado a películas interesantes sin
más pretensiones, aunque el concepto de “interesante” no sea compartido en el
seno familiar, donde se han acuñado expresiones como “ladrillo-Bergman” o
“bodrio-Passolini” para descalificar a más de un film clásico ¡La juventud, más
por atrevida que por valiente, es ignorante!. Y digo más, buena parte del cine
que en los últimos años he visto responde a sugerencias de amigos y conocidos,
por lo que reconozco que no puedo permitirme el calificativo de cinéfilo, sino
de espectador curioso y obediente con las recomendaciones de aquellos a los que
les concedo todo el beneficio de su autoridad o buen gusto. Sin embargo,
procuro estar atento a las adaptaciones literarias o a las películas que tratan
de libros, porque en las primeras, como lector sin remedio y espectador
curioso, intento establecer la obligada comparación con el original literario,
y en las segundas ver cómo trata el cine el mundo de los libros o de los
escritores (interesantes me han resultado en este último aspecto, y hago
memoria a vuela pluma, ‘El escritor’ del Polansky y ‘Good’ con Viggo
Mortensen), o reconocer aspectos o mecanismos literarios que el guionista o el
director han pasado al lenguaje cinematográfico con más o menos éxito. Y en
este sentido, ya me interesó una película protagonizada por Cuba Gooding Jr.
titulada en castellano ‘Nido de cuervos’,
escrita y dirigida por Rowdy Herrington (1999). Es la historia de un abogado
(Cuba Gooding) que publica bajo su nombre una novela de misterio escrita en
realidad por una persona a la que cree muerta. El éxito de ventas del libro
despierta la curiosidad de la policía, que llega a descubrir que los crímenes
relatados en la novela son en realidad verdaderos casos de asesinato que aún no
se han podido resolver. Y aunque la crítica no ha sido especialmente benévola
con esta película, la simple utilización cinematográfica del viejo tópico del
manuscrito encontrado y apropiado por el protagonista es ya suficiente motivo
para calificarla de interesante. Tópico que tiene sus ejemplos más acabados,
entre otros, en ‘El Quijote’ o ‘La familia de Pascual Duarte’ de Cela, aunque
con la sustancial diferencia de que los descubridores del manuscrito no se
apropian del original, sino que se convierten en simples transcriptores o
copistas. Y la última recomendación que me han hecho al respecto (que yo
traslado aquí a cualquier espectador curioso), es la película titulada ‘El
ladrón de palabras’, en cuyo reparto de actores encontramos al gran Jeremy
Irons. Otra historia del manuscrito encontrado, que se apropia el protagonista
(personaje interpretado por Bradley Cooper) y que se convierte en un gran
éxito. Y aunque la crítica tampoco ha sido especialmente favorable con esta
película (no le falta razón en cuanto a las excesivas pretensiones de las tres
historias narradas en tres tiempos diferentes que no terminan de resolverse con
solvencia), es una película que se deja ver, sobre todo las dos conversaciones
que mantienen Irons y Cooper o la escena final entre Dennis Quaid y Olivia
Wilde. José López Romero.
sábado, 16 de marzo de 2013
EL ABUELO
En las pasadas Navidades nos fuimos la familia a dar
un paseíto por Sevilla, ciudad que si ofrece su máximo esplendor en primavera,
no es menos atractiva en cualquier época o momento del año (absténganse en
agosto), y en esos días de frío, alumbrado festivo y, sobre todo, gente, mucha
gente y su bullicio, parece como si la vida estuviera a salvo de crisis y
problemas diarios. Y con dos copitas parece como si no hubiera ni corrupción.
Pues en ese transitar de la masa, donde se entrecruzan conversaciones y se oyen
comentarios sin querer porque el español no habla sino grita, me quedé con uno
oído al pie de unos famosos grandes almacenes vomitado por un joven metido de
lleno en la veintena, si no rozaba ya la década siguiente, dirigido a dos o
tres jóvenes seguramente familiares: “estas Navidades deberíamos hacer regalos
que no sirvieran para nada. Al abuelo, un libro.” No sé si lo sacó de alguna desagradable
campaña o anuncio publicitario, de esos que escarban en la idiotez del
consumidor (¡hay tantos!), lo cierto es que el comentario dio su juego, el que
le propuse a la familia. Sentados en un bar cercano y con cuatro bebidas
calientes para reconfortar el cuerpo, nos dispusimos a alimentar el espíritu.
Partiendo de la afirmación de que, y no nos duelen prendas en reconocerlo, hay
libros que no sirven para nada, en todo caso para molestar y perder tiempo y
dinero, nos dedicamos a imaginar cómo sería el abuelo del generoso e
inteligente nieto. Los cuatro coincidimos en que sería un señor sin estudios,
seguramente dedicado durante toda su vida a una profesión de carácter manual,
aunque cabía también la posibilidad de que por sus años hubiera perdido la
vista, con lo que el libro de nada le hubiera servido, fin último de su sin
duda querido descendiente, lo que le confería al regalo un punto de maldad
añadido. En cualquier caso, y dado que ya empezamos a imaginar más de lo que la
lógica nos exigía y de que el juego tocaba ya a desvarío, en lo que sí
estábamos los cuatro totalmente de acuerdo es en que el pobre abuelo no se
merecía aquel nieto. José López Romero.
sábado, 9 de marzo de 2013
EL CANON MEDIEVAL
Grabado de Durero: "El caballero, la muerte, el diablo y el azar" |
Fue Harold Bloom allá por 1994 quien con su ensayo ‘El
canon occidental’ (en castellano, Anagrama, 1995) si no comenzó la moda de los
libros imprescindibles para lectores y especialistas en literatura, sí al menos
despertó o reabrió las viejas disputas sobre escritores y obras que todos
debemos conocer y leer. ¡Y vaya si las abrió! Porque cualquier selección que se
haga, por muy asentada en razones irrefutables, termina por desprender su
correspondiente dosis de subjetivismo, inevitable cuando de manifestaciones
artísticas se trata. Y a pesar de ser consciente de los riesgos que se corren,
no me resisto a exponer en estas líneas mi particular canon de lecturas
imprescindibles de la Edad Media ,
una selección fruto de la admiración que al leerlos he sentido, de la huella
que me dejaron y de la profundidad e interés que sus autores lograron imprimir
en sus trabajos. Pero solo me voy a ceñir a ensayos o investigaciones que, y
juego con ventaja, han significado y siguen considerándose por todos como
definitivos en sus áreas, textos de obligada cita cuando se trata de temas
medievales. A Jacques Le Goff debemos dos trabajos sobre la cultura y el
concepto de intelectual en la E.M .:
en primer lugar, ‘Los intelectuales en la Edad
Media ’ (Gedisa, 1996) y ‘La civilización del occidente
medieval’ (Paidós, 1999). Si en el segundo nos ofrece una visión bastante
completa de la vida medieval en general, en el primero se centra sobre todo en
la vida académica, especialmente de las universidades y sus métodos de
enseñanza. El mismo Le Goff sería el encargado de coordinar el volumen ‘El
hombre medieval’, dentro de la colección que Alianza Editorial (1990) fue
publicando con el mismo título pero de diferentes épocas; cada capítulo se
centra en una actividad propia del hombre (el monje, el guerrero, el campesino,
el comerciante, etc.), y cuya lectura nos termina por dar una idea global y
completa de la vida en la E.M. Pero
si nos queremos adentrar en la religión, ningún libro mejor y más interesante
que ‘En pos del Milenio’ de Norman Cohn (Alianza, 1981), una magnífica
exposición de las teorías milenaristas y sectas que en torno a ellas
proliferaron por la E.M .,
en torno al año 1000 hasta llegar incluso al siglo XVI. Religión, literatura,
arte, vida cotidiana que encontramos en otro de los grandes textos dedicados al
Medievo: “El otoño de la Edad Media ”
de Johan Huizinga (Alianza, 1978), un verdadero clásico sin duda de los
estudios medievales. Y para las cuestiones económicas y comerciales ‘Las
ciudades de la Edad Media ’
de Henri Pirenne (Alianza, 1997), al que le debemos otro estudio imprescindible:
‘Mahoma y Carlomagno’. Y dejo para el final uno de los ensayos más importantes
que sobre literatura medieval se han escrito: ‘Literatura europea y Edad Media
latina’ (FCE, 1976) de E.R. Curtius, compendio de las relaciones de la
literatura clásica y su profunda huella en la
medieval. Soy consciente de lo atrevido de esta selección y de que me
dejo atrás un ciento de estudios tan imprescindibles como los nombrados, pero
no me he podido resistir; a ellos y a mis profesores se lo debía. José López
Romero.
viernes, 1 de marzo de 2013
TODO DE
En ‘Blanco nocturno’, una magnífica novela de Ricardo
Piglia, aparece de pasada en la trama policiaca que en ella se desarrolla un
personaje oscuro, apenas esbozado con unas leves pinceladas descriptivas: la
madre de las hermanas Belladona. En las confidencias que le hace una de ellas,
Sofía, al periodista y narrador Emilio Renzi, le comenta que su madre es una
lectora compulsiva, es más, la lectura es la única actividad que la mantiene en
un estado normal. Aislada voluntariamente de la vida familiar, apenas sale de
sus habitaciones, si no es para seguir leyendo en el jardín de la casa. “¿Y qué
lee?”, le pregunta Renzi a Sofía. “Novelas. Llegan en grandes paquetes una vez por
mes las entregas para mi madre. Las encarga por teléfono”, comenta. Pero lo más
interesante de la compulsión de la señora es el método de lectura. “siempre lee
todo lo que ha escrito un novelista que le interesa. Todo Giorgio Bassani, todo
Jane Austin, todo Henry James, todo…” y Sofía va citando autores entre los que
destacamos a Moravia, Galdós, Huxley o Carson McCullers. Un método que me llamó
la atención porque a más de un lector sin remedio, es decir, compulsivo, he
conocido con ese mismo procedimiento de lectura, que tiene por único rigor el
“todo de…”. Digo más, yo mismo lo he seguido y lo sigo con algunos escritores a
los que me acerco por primera vez, y que me interesan tanto que no dudo en
hacerme con todo o buena parte de lo que puedo encontrar en librerías. Me
dediqué por un tiempo a leer toda la novela española decimonónica que caía en
mis manos y debo confesar que si algunos autores y novelas han resistido una
segunda lectura (Galdós, ‘La regenta’), por otros ha pasado ya demasiado tiempo
o no era, cuando los volví a tomar, el momento adecuado (Pereda). O el fervor
con que me sumergí en aquel “boom” latinoamericano. Mis últimas compulsiones
han sido Julian Barnes, Michel Houellebecq y Jorge Ibargüengoitia. Y por
supuesto, Ricardo Piglia. José López Romero.
sábado, 23 de febrero de 2013
ALIVIO
Hoy, para pasar esos cinco minutos matinales en el
cuarto de baño, ha elegido George al viejo escritor inglés Ruskin. “George
percibe un movimiento intestinal agradablemente acuciante y sube con vivacidad
hacia el baño, libro en mano”, nos refiere el narrador de ‘Un hombre soltero’,
novela de Christopher Isherwood, de la que en el 2009 hizo el director Tom Ford
una versión cinematográfica con Colin Firth en el papel de George, el maduro
profesor universitario. Pero antes de elegir a Ruskin como compañero de alivios
y desahogos, el propio narrador nos aclara que “los libros no han hecho a
George más noble, mejor ni más sabio. Es solo que le gusta escuchar sus voces,
unas u otras, según su estado de ánimo. Se aprovecha de ellos de manera impía…
para inducir al sueño, para ahuyentar de su mente las agujas del reloj, para
aliviar la roedura de su espasmo pilórico, para superar con sus chismes la
melancolía, para liberar los reflejos condicionados de su colon”. Pero también
deja claro que “en público habla de ellos con el mayor respeto”, no en vano es
profesor de Literatura y una cosa es su vida privada y otra, muy distinta, su
imagen pública. Si, por un lado, dudo mucho, es más, estoy en total desacuerdo
con que a George no le hayan hecho los libros que ha leído más noble, mejor y
más sabio, incluso si ello no fuera su intención al leerlos, porque la lectura
sin quererlo, sin premeditación ni alevosía nos hace sin duda mejores en todos los
aspectos; por otro lado, ¿qué lector no ha utilizado algún libro como fiel acompañante de los momentos más personales e
intransferibles? Incluso creo recordar la publicación de una colección de
libros con ese determinado fin; y hasta se podían comprar con estuche para
varios ejemplares, o aquella otra literatura de “usar y tirar” que tantas
coincidencias en todos los aspectos tiene con el papel higiénico. Por no hablar
de la inveterada costumbre de la lectura del periódico, hoy más que nunca
aconsejable por la descomposición de vientre que nos pueden producir las
noticias. Lo que nos muestra George con sus hábitos lectores no es más que la
multifuncionalidad de los libros y la variedad de éstos para elegir el más
adecuado dependiendo de los momentos y hasta de los estados de ánimo. Libros
para inducir al sueño, como se aconsejaba en la
Edad Media a los nobles para que tuviesen
cerca algún lector en aquellos ratos de insomnio, y en los refectorios de los
monasterios como instrucción y lección moral, como se recoge en las Reglas de
San Benito: lectura en voz alta y con la entonación que requiere el texto para
llegar con más facilidad al oyente. No seré yo quien dé consejos de cómo ni
dónde leer, porque cualquier momento y ocasión son buenos con tal de que la
gente lea. Y da lo mismo que sea en la mesa, que en una biblioteca, que en el
váter si con ello además de convertirnos en más nobles, mejores y más sabios,
nos alivia y reconforta. José López Romero.
sábado, 16 de febrero de 2013
PAPEL
Uno de los temas favoritos de mi compañero Ramón es,
sin duda, la relación libro electrónico – libro en papel, al que más de mil
artículos ha dedicado. ¿Amor – odio? ¿Convivencia pacífica o guerra sin
cuartel? Lo cierto es que el propio Abelardo Linares, uno de los grandes
editores y libreros de Andalucía, si por un lado se lamentaba del escaso
presente del libro electrónico; por otro, sí le auguraba un espléndido futuro
(entrevista en el ‘Diario de Jerez, 17-11-2012). ¡Y lo decía todo un
bibliófilo, editor y librero cuyo negocio se basa precisamente y en buena
medida en las ventas del libro en papel! Esto quiere decir que las editoriales
y las librerías tienen (muchas ya han
empezado) que modernizar el negocio, adaptarlo a los nuevos tiempos y, sobre
todo, diversificar la oferta. ¿Qué editorial no ofrece ya versión en papel y
digital de sus publicaciones, que el lector puede comprar según sus gustos? Y
en esto aunque siga habiendo resistencia de los románticos del papel, el lector
habitual claudicará ante el digital y combinará pacíficamente y en armonía
ambos formatos. Pero hay otras posibilidades de atraer a los lectores al papel,
sin despreciar las nuevas tecnologías, ofertas más sugestivas y para las que
estoy seguro también hay su público, siempre y cuando se hagan ediciones
asequibles a los bolsillos actuales, ya bastante castigados con la crisis. Habría
que volver al prestigio de las primeras ediciones, con un número reducido de
ejemplares a la venta; sin duda no es lo mismo una primera edición en papel que
digital. ¿Ediciones facsímiles de manuscritos? ¿A quién no le gustaría tener en
su casa sus textos preferidos de puño y letra de su autor con anotaciones
correctoras o añadidos y tachaduras? Los libros ilustrados siempre han tenido
su público, restringido por el alto coste de la edición, que bien se podría
abaratar si se ajusta un poco más la relación calidad-precio a favor de un
acercamiento a un mayor número de compradores. Está claro que las ventas del
libro en papel irán disminuyendo, pero el prestigio de la letra impresa se
puede mantener con otros atractivos. José López Romero.
sábado, 2 de febrero de 2013
1766, 1958, 2013
… Pero démosles más exactitud a los tres años que componen
el título de este artículo: marzo de 1766, 18 de diciembre de 1958 y enero de
2013. ¿Qué tienen en común estas tres fechas? Es el trabajo que algunas veces
les ponemos a nuestros alumnos para que al tiempo que descifran un enigma
literario, se familiaricen con el uso de las nuevas tecnologías. Pero aquí no
se trata se poner al amable y generoso lector deberes, por lo que paso a
desvelar el misterio. En marzo de 1766 tiene lugar en Madrid, aunque con
derivaciones por diversas capitales del reino de España, el famoso “motín de
Esquilache”. Y aunque la historiografía se ha ocupado de este suceso en
múltiples ocasiones, aún no quedan del todo claros los instigadores (jesuitas, rancia nobleza
castellana) de las masas, cuyo levantamiento y revuelta provocaron la
destitución de Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache y ministro del rey
Carlos III. Lo último que desató la furia del pueblo madrileño fue el bando que
obligaba al corte de la capa y del sombrero para que los criminales no pudiesen
hacer sus fechorías amparados en la ocultación de su identidad. El 18 de
diciembre de 1958 se representa por vez primera en el teatro Español de Madrid
el drama de Antonio Buero Vallejo ‘Un soñador para un pueblo’, en el que el
gran dramaturgo utilizaba el famoso motín y el acoso y derribo de Esquilache
para mostrarnos una perspectiva menos histórica y más universal del alma o de
la idiosincrasia del pueblo español: el rechazo de cualquier reforma, aunque
éstas sean en su propio beneficio: el pavimentado de las calles, el alumbrado
público, el alcantarillado, junto con el corte de las capas y sombreros, eran
las reformas puestas en práctica por Esquilache, certificadas por el propio
Carlos III, contra las que se amotina la masa ignorante, deslenguada,
sinvergüenza y violenta, el populacho en su expresión más primitiva y soez. Es
el calesero Bernardo en quien representa Buero Vallejo lo peor del pueblo
español, los más bajos instintos, la masa amorfa que se deja manipular por unas
cuantas monedas, en contraposición a esa otra parte del pueblo, representada
por Fernandita, criada de Esquilache, que advierte en el ministro y sus
reformas la única manera de convertir a España en un país moderno. Durante los
últimos días del pasado mes de enero (2013), me han sorprendido unas imágenes
vistas en tv.: grupos de jóvenes insultando a los jugadores y entrenadores del
Sevilla y del Valencia, por no hablar del apedreamiento del autobús del Xerez
C.D. Gente soez, deslenguada, ordinaria, violenta que solo encuentra
distracción en insultar y agredir al prójimo. Es fácil echar las culpas a la
sociedad y a la crisis, pero si estos jóvenes gastaran sus energías en buscar
trabajo o en formarse, estudiar para conseguirlo, quizá alguno encontraría un
medio con que ganarse la vida. Han pasado dos siglos y medio desde el motín, y
medio siglo desde la representación del drama, pero mientras se apedreen
bibliotecas y bomberos, en España por desgracia seguirá habiendo muchos
Bernardos y pocas Fernanditas. José López Romero.
sábado, 26 de enero de 2013
TIERRA Y DESTINO
¿Qué lector no ha echado sus primeros dientes con la
literatura de aventuras? ¿Por qué se recomienda, y a las declaraciones de
grandes escritores me remito, tan vivamente los clásicos del género como
lecturas apropiadas para cualquier edad, tiempo y espacio? Y si las aventuras
se desarrollan en paisajes bélicos, ya no falta ningún ingrediente para que la
novela sea cuando menos interesante y, sin duda, entretenida. Y éstas son las
cualidades que atesora esta ‘Tierra y destino’, novela escrita a cuatro manos, lo
que le añade un punto más de dificultad, a las que habría que sumar una bien
hilvanada trama narrativa, logradas descripciones y unos personajes que
representan lo que todo lector espera de este tipo de literatura. Sin que
falten tampoco los tópicos y escenas consustanciales al género, que podrían
haberse matizado. En ‘Tierra y destino’ son las guerras carlistas el fondo
sobre el que se proyecta la trama narrativa; guerras que marcaron buena parte
de nuestro siglo XIX. Y es la línea que divide Extremadura y La Mancha el marco geográfico donde
se desarrollan los acontecimientos que terminan desembocando en el
enfrentamiento del ejército carlista con las escasas fuerzas isabelinas.
Soldadesca, ambiente militar al que se incorporan en la narración las partidas
de facciosos y bandoleros, con sus jefes al frente, sobre todo Mariano Santos y
la participación, como no podía ser menos en el bando carlista, de don
Salvador, cura y tío de Santos. Pero en la novela son dos los personajes que se
destacan, dos veteranos militares, el húsar Louis F. D’Armagnac, y el coronel británico
Arthur de Flinter que, como aquellos duelistas de Conrad (un clásico del género
de aventuras), comienzan su feroz enemistad, que no es más que cordial
admiración, en la Guerra
de la Independencia
española, y que el destino los une de nuevo, veinticinco años más tarde, para
combatir juntos. ‘Tierra y destino’, J. Berrocal y A. Castro Sánchez. Ed. Carisma,
2012. José López Romero.
sábado, 19 de enero de 2013
DIPLOMACIA
“Ahora un político manda más que un diplomático”, leo
en una entrevista que le hacen a Inocencio Arias, uno de esos diplomáticos
históricos del siempre elitista cuerpo de funcionarios al servicio del Estado,
y cuya dilatada experiencia le hacen merecedor de toda nuestra credibilidad. Y
de inmediato se me vino a la cabeza uno de los famosos chistes de Chiquito de la Calzada (perdone el lector
la cita de autoridad), aquél del concejal de Cuenca. ¿Manda más un concejal de Cuenca (con todos mis respetos)
que el embajador de España en la
O.N .U., por ejemplo, cargo que desempeñó I. Arias durante
varios años? Seguramente sí, porque en sus respectivas parcelas de poder, el
político es amo y señor, apenas debe rendir cuentas a nadie de los desmanes que
perpetra (cada día nos desayunamos con nuevos casos de corrupción), mientras
que el diplomático sí tiene que responder ante el ministro de asuntos
exteriores de su trabajo. Pero no cabe duda de que muy lejos quedan ya aquellos
tiempos en que los reyes nombraban a sus mejores hombres, los más cultos y
valiosos para desempeñar las labores, refinadas y siempre intrigantes, de
embajador ante las cortes extranjeras. Sin Andrea Navagero (es un tópico de la
historiografía literaria) no se hubieran introducido en la lírica castellana las
estrofas y los metros italianos, entre ellos el soneto y el endecasílabo, sin
los cuales la historia de nuestra lírica sería muy distinta. La famosa
conversación en Granada que mantuvo con el gran poeta barcelonés Juan Boscán se
considera el inicio de aquella revolución en la poesía española, cuando había
acudido Navagero en calidad de embajador de Venecia ante la corte de Carlos V
cuando éste celebraba sus bodas en la ciudad andaluza con Isabel de Portugal. Y
no menos brillante fue la labor que desempeñó don Diego Hurtado de Mendoza ante
las cortes europeas (un excelente retrato de este noble nos lo ofrece Antonio
Prieto en su novela titulada precisamente ‘El embajador’); hombre de confianza
del emperador, exquisito poeta, ingenioso prosista (a él se le atribuye con
consistencia la autoría del ‘Lazarillo’), se recorrió toda Europa al servicio
de Carlos V, sin importarle para ello la intriga y todas las artes de que
pudiera valerse para proteger los intereses de España. Sin duda, la diplomacia
en aquellos tiempos era una de las más bellas artes. Pero desde hace ya unos
siglos los cargos diplomáticos se utilizan para castigar o para premiar, pero
no para servir. Al siniestro Fouché, como nos cuenta Stefan Zweig en su
magnífica biografía, lo castigaron con la embajada francesa en Sajonia en el
ocaso de su infame vida. Sin embargo, grandes escritores han simultaneado su
carrera diplomática con la literatura, Carlos Fuentes es en este sentido un
ejemplo tan actual como modélico. Pero ahora las plazas más apetitosas las
ocupan antiguos ministros en pago por sus servicios ¿al país? ¡Por favor! La
pregunta ofende. Al país no, al partido. José López Romero.
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